Me comunicaron que necesitaba una operación y declaré que cuanto
antes, mejor. El médico me hizo recostar sobre una camilla. De entre su
instrumental seleccionó un bisturí con dos filos: uno más largo y agudo
que el contrario. La enfermera puso en mis manos un cuaderno, en donde se
ilustraban distintos tipos de intervenciones quirúrgicas y señaló una. Era
un tajo horizontal, de siete centímetros de longitud, a la altura del,
cuello, del lado izquierdo. El texto al pie de la imagen informaba que
dicho tipo de cortes eran delicados; no obstante, cicatrizaban en pocos
días.
— No habrá anestesia —sentenció el médico.
Tomé el bisturí que me ofreció y seleccioné la hoja chata. Con la mano
izquierda localicé el área en donde debía estirar mi piel. Con la diestra,
hice una primera incisión, dolorosa; tuve abundante sangrado. La enfermera
se apresuró a envolver sus dedos en una gasa y los colocó sobre la herida:
la sangre, lo mismo que el sufrimiento, cedieron.
El médico, desde su asiento giratorio, externó su desacuerdo meneando
la cabeza.
— Utiliza el lado filoso para prolongar el corte una pulgada hacia la
nuca —indicó.
Me proporcionaron un espejo e introduje de nuevo el bisturí en mi
cuello. Profundicé el tajo y lo agrandé.
— Muy bien —dijo él— mantenlo abierto con tus dedos.
Tomó una especie de aguja de aproximadamente quince centímetros de
largo y la expuso durante varios segundos a la llama de un soplete,
haciéndola girar. Me la entregó todavía caliente, en silencio. Recurrí con
la mirada a la enfermera, quien me mostró la ilustración de la página
opuesta. La observé en detalle. Sostuve la aguja con la mano izquierda; la
hundí gradualmente en la herida hasta sentir que pinchaba un cuerpo denso,
como si hubiera picado una aceituna con un palillo. Extraje la aguja y ahí
estaba; era un objeto ovalado, sanguinolento, como un gusano encogido. La
enfermera me lo retiró para mostrárselo al médico.
— Correcto —aseveró él.
Lo recibió con pinzas y lo dejó caer dentro de un frasco que contenía
un líquido incoloro. La enfermera cosió mi herida, la cerró por completo
con movimientos hábiles. Al levantarme sentí vértigo. El médico se quitó
el gorro azul y se llevó las manos a la cara. Cerró los ojos durante un
momento.
— Hemos concluido.
Me dio una palmada en la espalda y estrechó mi mano. En el lado
izquierdo de su cuello, noté una cicatriz, blanca y antigua, poco visible.
— Gracias por la operación, doctor —contesté.
Mi voz sonó distinta. Más grave, quizá. Tomé el frasco: el cuerpecillo
lucía arrugado y encogido; insignificante. Sonreí.
— Puedes llevártelo —dijo él.
— No tiene caso —repuse orgulloso de mi nueva voz y dejé caer el
recipiente en el bote de basura.
Andrés Acosta, México © 1996
aacosta@televisa.com.mx
Andrés Acosta nació en México en 1964. Es autor del libro de cuentos Afuera están gritando tu nombre (DIFOCUR 1991). Ha ganado los concursos de cuento del periódico El Nacional (1991) y de la revista Punto de partida (1994), y el Prem io Nacional de Novela Corta Josefina Vicens 1995. Aparece en las antologías: Tierra Adentro, escritores del centro de la República (Letras Nuevas, SEP-CREA, 1988) y México: Jóvenes Narradores (Cuaderno de la revista Caminos, Barcelona , 1994). Actualmente es Secretario General de la Asociación de Escritores de México y se dedica a coordinar talleres de creación literaria para la Universidad Nacional Autónoma de México, el Instituto Nacional de Bellas Artes y el Primer Taller Literario por Internet en México, para la revista Sextante.
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