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O'Sullivan

La señora O'Sullivan había dejado a su marido ahora hacía dos años, dejando tres gatos huérfanos de los que sólo sobrevivía uno, el menos cariñoso, y su marido, que siempre había andado circunspecto y decaído por razones que nadie conocía, siguió mostrando su aspecto más lúgubre posible aunque todos sabían que su vida acabó de acabar justo en el momento en que notó la falta de su esposa. La señora O'Sullivan decidió dejarlo todo precisamente la víspera del día de Navidad, un día especialmente frío y descorazonador teñido de blanco por la nieve entrometida y dejó la cena preparada en el horno - sólo faltaba encender el fuego- y la mesa dispuesta con gran cuidado y esmero; había incluso puesto las dos velas que su marido había comprado el año anterior y que apenas estaban gastadas pues la cena que habían planeado a medialuz un año antes acabó con una acalorada discusión y ahora se podían aprovechar perfectamente. Aquel segundo año, en cambio, ni siquiera se encendieron.

La señora O'Sullivan casi se fue con lo puesto: sólo llenó una maleta no muy grande con ropa de recambio, sus documentos, un estuche completísimo de maquillaje que casi nunca había usado -y que el señor O'Sullivan encontró su falta muy sospechosa -, dos libros desencuadernados de hojas amarillentas que ya había leído montones de veces ("Cien recetas de cocina para el ama de casa moderna" de una tal Glen Parsley y "Corazón partido" de una famosa escritora de relatos sentimentales llamada Emily Softy), un pequeño receptor de radio que había sobrevivido a muchas caídas y que le cabía justo en el bolsillo del delantal y un fiel despertador, pues tenía un sueño muy profundo y según podía prever, a partir de entonces ya no podría quedarse dormida nunca más. La maleta, a pesar de que parecía contener muy pocas cosas dado el carácter del viaje que se disponía a realizar, opuso cierta resistencia a cerrarse y la señora O'Sullivan tuvo que sentarse un buen rato encima para conseguir que los cerrojos coincidieran en sus respectivos puntos de anclaje y su equipaje quedara definitivamente sellado, como lo iba a quedar aquel período de su vida. Pensó luego que era muy probable que el despertador se parara al no ir en posición vertical, pero ya le había pasado en otras ocasiones y siempre había conseguido volverlo a poner en funcionamiento. Como no tenía reloj de pulsera, selló también en la maleta su noción del paso del tiempo: "cuando no se pierde el tiempo -pensó- no hace falta contar las horas".

Por un momento la señora O'Sullivan perdió la noción de qué hacía allí sentada sobre su maleta. Entonces vio pasar frente a la puerta de su dormitorio a sus tres gatos que andaban juntos por el pasillo y sintió pena por ellos menos por Johan Sebastian, el menos cariñoso, y fue así cómo reaccionó. Probó, sin levantarse, si podía cerrar sin problemas su maleta y oyó dos "clics" suaves que le sugirieron que el tiempo de reposo y reflexión ya había terminado. Se levantó parsimoniosamente apoyando sus manos pesadamente en sus rodillas y salió a la sala para pensar con más calma qué le quedaba por hacer. Sí, una cosa se le había olvidado: fue a la cocina, abrió el frigorífico y cogió una botella de cava que había puesto a refrescar a primera hora de la mañana. La descorchó dejando caer la espuma por el suelo y vació su contenido en el fregadero. El casco vacío lo puso justo en el centro geométrico de aquella mesa tan bien dispuesta con la que, un año más, se había superado. Retrocedió unos pasos para contemplar su obra desde una perspectiva más amplia y quedó satisfecha de su trabajo. Estaba orgullosa y contenta. Orgullosa por su habilidad y buen gusto en arreglar una mesa navideña. Contenta por no tener luego que ver su obra destrozada y tener que recomponerla con jabón y estropajo, y más tarde almacenarla.

Volvió al dormitorio, cogió la maleta que pesaba menos de lo que había imaginado, y se dirigió hacia la puerta. Al mismo tiempo que hacía girar la cerradura con una mano, con la otra descolgaba las llaves del clavo donde habían estado colgando durante casi veinte años. Cuando las tuvo en su mano, la frialdad del metal le hizo reaccionar y se dio cuenta de que no las iba a necesitar más, y las volvió a poner en su lugar. Salió a la escalera, cerró la puerta detrás suyo y el ruido metálico de la cerradura y el golpe seco de la puerta al chocar contra el marco de madera le dejó un gusto amargo de familiaridad que la empujó escaleras abajo hasta la calle casi oscura, donde respiró profundamente durante unos breves instantes y desapareció calle abajo con paso ligero confundiéndose entre la gente atolondrada que aprovechaba las últimas horas del día para vaciar sus monederos y llenar sus cestos de artículos caros y superfluos con la intención de consumirlos en familiar compañía.

Si no hubiera sido por mi abuela Patricia que siempre nos hacía ver las cosas de la vida sin sentimentalismos ni falsos atavíos de debilidad hipócrita, el señor O'Sullivan nos hubiera inspirado un profundo sentimiento de lástima. Su aspecto físico se fue deteriorando: todo su cuerpo parecía haber encogido como un vestido barato después del primer lavado, unas arrugas amargas y profundas diseñaron en su rostro una nueva y más bien desagradable expresión. La ropa, que apenas variaba, se le fue haciendo vieja y, al final, los torpes remiendos que le hacía eran un detalle más a añadir a su imagen patética. Todos nos preguntábamos si el señor O'Sullivan esperaba algo de la vida o si simplemente esperaba la muerte. Nadie pensaba ya en su mujer, no sé si por despecho (hay quien nunca le perdonó su valentía y carácter) o porque en el fondo todos imaginábamos que debía irle la mar de bien, como a todo aquél que elige su destino antes de que sea el destino quien lo elija a él.

Como siempre, fue pasando el tiempo y la imagen penitente del señor O'Sullivan arrastrando su cuerpo ajado por las calles del vecindario se convirtió en algo así como un buzón de correspondencia o un árbol centenario: todos sabíamos que estaba allí pero nadie se fijaba en él. Y así fue como nadie se dio cuenta de su ausencia cuando su cuerpo dejó de pasear procesionalmente frente a nuestras puertas y ventanas, y los pocos que todavía se esforzaban en saludarlo, dejaron aliviados de hacerlo sin ni siquiera darse cuenta de ello. Así fue cómo el señor O'Sullivan desapareció de nuestras vidas y de nuestro vecindario. Nadie - aunque ha habido un gran número de hipótesis al respecto- podría asegurar con exactitud científica cuándo ni cómo el señor O'Sullivan dejó de formar parte del paisaje urbano, aunque a veces me pregunto si no fuimos nosotros, con nuestra indiferencia, quien lo hicimos desaparecer.

Los viernes por la noche solíamos reunirnos en casa de la señora Olivia Gathers para jugar a "Los inversionistas", un juego de mesa en el que se ponía a prueba nuestra habilidad para el difícil, duro y competitivo mundo de las finanzas y los negocios especulativos. Después de ver el programa concurso "El mundo es un pañuelo" que medio país veía con nosotros - y el otro medio simplemente lo odiaba- y embutirnos el estómago con palomitas y zumo de naranja que la señora Gathers ya había preparado antes de que llegáramos, nos sentábamos alrededor de la mesa, repartíamos el dinero (por cierto, muy mal falsificado en la versión de la señora Gathers, aunque era aquél un momento de gran euforia y alegría) y en pocos minutos nos veíamos inmersos en aquel mundo absurdo de negocios de alto nivel que tantas tensiones y quebraderos de cabeza nos haría pasar durante las dos o tres horas que solíamos pasar jugando antes de que Rossy - siempre era ella la que interrumpía nuestro lúdico éxtasis- se quejara de que ya no podía más y de que era hora de hacer balance de nuestras posesiones para saber quién había tenido mayor éxito en los negocios aquella noche. Era una verdadera emoción empezar a calcular a cuánto ascendía el valor líquido de nuestros tejemanejes financieros y, especialmente, cuando el árbitro bancario (cuyo nombre elegido por sorteo permanecía guardado en un sobre lacrado desde el principio del juego) tenía que comprobar nuestros cálculos para nombrar oficialmente al presidente del holding que teóricamente se formaba al terminar el juego. Yo conseguí serlo en dos ocasiones, y recuerdo aquellas dos noches como algo muy especial: sueños de un futuro prometedor a cargo de grandes empresas, una vida de lujo y placer, gente guapa a mi alrededor, viajes exóticos, coches impresionantes... La pobre señora Olivia Gathers, en cambio, nunca consiguió ganar y al final ya ni contaba sus posesiones al terminar la partida. Constantino siempre le decía que decidía sus inversiones con el corazón en lugar de con el cerebro, porque si en un momento dado tenías que echar a unos inquilinos octogenarios sin apenas recursos del inmueble que habían estado ocupando durante más de cincuenta años porque los terrenos que ocupaba el edificio podían triplicar su valor una vez el terreno quedara limpio, pues se tenía que hacer. Ya llegaría el día, una vez te hubieras hecho rico, en que podrías dedicar un porcentaje de tu capital social (un 0,2% era lo más recomendable de cara a las ventajas fiscales) a obras benéficas y/o humanitarias. La señora Olivia Gathers siempre escuchaba aquellas palabras con el mismo interés y amabilidad que el primer día cuando el pesado de Constantino las pronunció. De sobra está decir que era Constantino quien se había proclamado presidente del holding en más ocasiones que nadie. A veces pienso que, aunque la señora Olivia Gathers jugaba con gran seriedad y concentración en lo que pasaba en el centro de su mesa, no sé hasta qué punto le podía interesar el juego en sí. De hecho, todos jugábamos por razones muy distintas, y las de la señora Gathers creo que estaban bastante lejos de aquel tablero de vivos colores, maquetas de opulentos rascacielos y fichas brillantes y agradables al tacto que representaban -como un día nos hizo saber Constantino asombrado de nuestra ignorancia- el símbolo de un dólar ($).

Y fue precisamente un viernes por la noche, cuando nos encontrábamos en medio de una partida llena de grandes tensiones producto de la toma de arriesgadas decisiones que podían en un momento cambiar el rumbo de nuestros futuros, cuando el timbre de la señora Olivia Gathers nos interrumpió por primera vez desde que nos reuníamos en su casa. Aquello, por supuesto, como todas las cosas inoportunas que pillan por sorpresa, nos desorientó un poco y no supimos cómo reaccionar. Sólo la señora Olivia Gathers, la única persona física y mentalmente adulta del círculo de inversores se levantó con notable agilidad y decisión y se dirigió hacia la puerta. A los pocos instantes se oyó el lento chirriar de una puerta pesada y una suave pero expresiva exclamación de asombro nos inundó de inquietud y curiosidad emparejando nuestras miradas de miedo y ansiedad por perder nuestra partida de aquel viernes por la noche y quizá algo más que entonces no sabíamos pero que ya intuíamos. Una exclamación de asombro que, sin gran demora, nos atrajo hasta su epicentro para contemplar con gran asombro pero con el silencio que nos había impuesto la interrupción del timbre, que enmarcada por la madera despintada del marco de la puerta se encontraba la señora O'Sullivan, cuya silueta la luz fría y temblorosa de la calle perfilaba con vehemencia y nos constaba que no se trataba de ninguna visión fantasmagórica ni nada que se le pudiera parecer, según nuestra imaginación infantil nos hubiera fácilmente podido llevar a pensar. Nada de eso. Era la señora O'Sullivan, sólida y opaca, que llamaba a la puerta de la señora Olivia Gathers un viernes por la noche en medio de una partida de "Los Inversionistas", cuando todo parecía que iba a seguir como siempre, para siempre.

Supongo que esa noche, mal que nos pesara entonces y mal que nos pese todavía ahora, debimos crecer un poco al darnos cuenta de que aquel juego, al que nos entregábamos en cuerpo y alma y que parecía que nada ni nadie pudiera eclipsar su lugar en nuestra lista de prioridades, no era lo más importante en la vida de ninguno de nosotros, aunque fuera eso lo que nos gustara creer. La señora Olivia Gathers acompañó a la señora O'Sullivan (nunca nadie la llamaba por su nombre de pila) a la cocina y la dejó sola frente a una taza de manzanilla humeante durante unos minutos para venir a decirnos que aquella noche el juego no podía continuar y que debíamos irnos a casa. Aquellas palabras inapelables no nos sentaron nada bien, pero cuando de camino a casa alguien dijo - no recuerdo bien quién- que la señora O'Sullivan estaba llorando todos seguimos andando en silencio con la mente ocupada en aquellas lágrimas que, me parece, nadie llegó a ver. No sé si por solidaridad o por egoísmo (las desgracias ajenas...), pero no volvimos a lamentar la interrupción del juego, aunque todos pensábamos que podíamos haber ganado. Yo personalmente había realizado unas inversiones muy hábiles y antes de sonar el timbre mis acciones habían ya triplicado su valor inicial.

Hubo quien nunca le perdonó a la señora O'Sullivan aquella interrupción pues, coincidencia o no, nunca más volvimos a jugar a aquel juego estúpido y competitivo. Josephine, que siempre acababa controlando las explotaciones mineras de la zona norte, dijo un día que la gente no podía marcharse así sin más y luego aparecer de la misma forma. Dijo que esa era una forma muy fácil de arruinar la vida de la gente a tu alrededor, pero aunque todos sabíamos a quién se refería, nadie supo entender muy bien la implicación de su acusación.

La señora O'Sullivan había venido para quedarse. Consiguió recuperar a Johan Sebastian, su gato arisco y eso pareció acabar de solidificar su decisión. La señora Olivia Gathers se convirtió en su más íntima amiga y confidente: de entrada le ayudó a encontrar un lugar donde vivir, un trabajo medianamente bien pagado y siempre se las veía juntas en el mercado o paseando por la avenida de los sauces que cruzaba horizontalmente gran parte de nuestra pequeña ciudad. Fue ella también quien la animó a presentar los papeles para que declararan a su todavía esposo como desaparecido y así poder cobrar algún dinero del seguro. Apenas nadie le dirigía la palabra no sé si por alguna clase de rencor irracional e inexplicable o porque, al no atreverse a preguntar, no sabían qué decirle. De cualquier modo, la señora O'Sullivan no parecía ni triste ni preocupada. Su rostro reflejaba salud física y mental, una especie de juventud recuperada teñía sus mejillas de colores cálidos y agradables a la vista y la expresión seria pero dulce de su cara parecía confirmar la idea de que tenía lo que siempre había querido.

Pasó el tiempo. Meses y años. Johan Sebastian envejeció al lado de su antigua ama, quien le dedicó toda clase de atenciones y cariño hasta que éste, después de largas veladas sobre aquel regazo que en tantas ocasiones había rechazado, dejó de respirar y dejó a la señora O'Sullivan tan sola como el día que se fue. Nadie supo por qué se fue aquella víspera de Navidad fría de calles rebozadas con blanca humedad y nadie supo por qué regresó después de tantos años. Todos estaban convencidos de que la señora Olivia Gathers tenía la respuesta a sus preguntas, pero después de su airada reacción cuando el tendero Fred Gossip se lo insinuó con la habilidad que su fama le atribuía, corrió la voz y todos olvidaron esta estrategia.

El tiempo, por supuesto, siguió pasando con la irregularidad que lo caracteriza y la amistad entre Olivia y la señora O'Sullivan no hizo más que afianzarse. Habían conseguido, finalmente, convertirse en un elemento más de la cotidianidad de nuestra pequeña ciudad y parecían relativamente satisfechas. Yo, por mi parte, me había convertido en un muchacho - casi un adulto- responsable y sensible, y por eso pude recuperar mi antigua relación - ahora empezaba a poder llamarse amistad- con la señora Olivia Gathers. Cada vez la visitaba con mayor regularidad y nuestras conversaciones pasaron del anecdotario frívolo y divertido a cuestiones más serias y reflexivas, muchas veces poniendo a prueba nuestra discreción y confianza. Llegó el día, como es lógico, en que el tema de la señora O'Sullivan se dibujó en nuestros labios y aunque la curiosidad me estrangulaba, no tuve el valor de preguntar en aquella ocasión lo que durante tanto tiempo había estado preguntándome a mí mismo.

Pero todavía hoy me cuesta creer que fuera Johan Sebastian la razón de su súbito regreso. Al menos eso fue lo que Olivia Gathers me dijo con tono tan serio que no he podido nunca dudar de sus palabras. Pero, "¿y su famosa y especulada fuga?". "Puedes estar seguro de que, entonces, sus gatos no tuvieron nada que ver. Fueron razones... más humanas, por decirlo de algún modo". "¡Su marido!", pensé yo en seguida. No. Su marido había dejado de ejercer cualquier tipo de influencia en su vida y sus decisiones desde hacía ya mucho tiempo. No. La señora O'Sullivan, como quien aprueba tras grandes apuros una asignatura pendiente o como a quien se le devuelve un favor ya olvidado, se había enamorado de la vida y, cual amante abandonado, salió en busca de su amado.

Por cierto, ¿quién se acuerda del señor O'Sullivan?

Juan Carlos Gil Siscar, España © 1999

Comentario del autor sobre el cuento:
Me gusta convertir temas y situaciones cotidianas y aparentemente irrelevantes en realidades literarias. Observar de forma creativa es el primer paso, y luego dar, con palabras, forma literaria, o sea, estética al resultado de esa observación. Supongo que se debe notar la influencia de Truman Capote, cuya obra he leído prácticamente entera.

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