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La otra oreja

A mi madre, por esos silencios que no supo pintar

Para que me entiendas te escribo estas líneas que no pude dejarte aquel día. Todo comenzó una tarde, ¿la recuerdas?, cuando en un intento de acaparar tu atención inicié aquel juego pueril que terminó por desbordarnos. Tú lo interpretaste como una locura más de tu silenciosa esposa. Yo, en cambio, lo veía como la culminación de nuestro amor, el puente que cruzar para entregarme, fresca y renovada, en cada una de las imágenes que iba creando sólo para ti. Nunca sospeché que por detrás de ellas se escondería el germen de la discordia, el punto muerto en mi precipitada carrera por alcanzarte.

Lo sé ahora que ya nada tengo que perder. ¿Ansiedad? No, no es ansiedad lo que me impulsa a romper este silencio. Bueno, no estoy tan segura. No es fácil volver atrás y revisar, con mente lúcida, cada uno de nuestros actos. De lo que sí estoy segura es de que volvería a hacerlo. Por cierto, me he visto a menudo repitiendo el ritual que ahora me llega en forma de pesadillas. Sin embargo, cuando despierto, sigo viéndote todavía en la misma posición en que te encontraron, con esa cara de niño que ha perdido la inocencia, pero que aún guarda un secreto. Ese secreto fue el que quise socavar, pero no me permitiste ingresar en las misteriosas galerías por las que circulabas con esa confianza que dan las palabras, mientras yo permanecía en un cono de sombras, de silencios que brillaban sólo cuando yo los sacaba a la luz. Por más que lo intenté nunca pude competir con tu mundo vibrante de sonidos. Yo quedaba siempre como arrinconada, esperándote con mis renovadas locuras, único lenguaje con el que podía asomarme, precariamente, a tu entorno de palabras. Llegué a odiarlas, prostitutas que se venden al mejor postor. Las recortaba de los periódicos para luego incinerarlas antes de que tú llegaras del trabajo. Las buscaba con precisión matemática en diarios y revistas y más tarde las rompía en pedacitos antes de exterminarlas por el fuego. Cierto día las encontré en uno de los bolsillos de tu pantalón. Esas eran diferentes, estaban escritas en papel perfumado con una letra apretada de trazos sencillos pero seguros. No había allí dudas ni claroscuros. Como una miope las fui leyendo guiada por mi dedo índice, único sostén que me permitió llegar hasta el final. Acaso no fuera más que un delirio mío, no lo sé, pero me moría por entender todo aquel torbellino de palabras dulzonas, melosas y apasionadas. Mi dedo se agotó de tanto recorrerlas, ni qué decirte mi espíritu, caído como ave herida que no encuentra razón ante el balazo que la desploma. Abatida, seguía sin comprender lo que tal vez no tuviera ninguna explicación. No te dije nada. Con letras muy grandes las copié en otro papel y después de leerlas, desapasionadamente, las fui torturando con un profesionalismo nuevo en mí. Me dije “ya puedes buscar trabajo en una dictadura latinoamericana si aún queda alguna en pie.” Gozaba al separarlas de sus hermanas, al menos eso era lo que yo sentía cuando, tijeras en mano, las degollaba sin asco. La amorosa ”a” caía abatida por la furia con que arremetía mi tarea. La mortal “m” se ocultaba entre el amor y la muerte, pero igual le llegaba el turno. Sin despreciar a la olvidadiza “o” a la que ya había comenzado a odiar, sacrificaba a la rebelde “r” de robo y otras combinaciones que no tardaron en llegar.

Fue por ese entonces que comencé a notar un cambio en ti. Yo intuía que deseabas comunicarme algo, pero era como si te faltaran palabras. ¿A ti, escaseándote? Yo, en cambio, las hacía arder con mis silencios. Miento. Estos hablaban por mí, liberaban soledades y le ponían formas y colores al derrame incontrolado de mis sentimientos. ¿Amargura? Sí, mucha. Por eso recorté cartulinas negras y les di forma de gruesos nubarrones que dejaba flotando por la casa. Las alegres figuras de colores de los primeros tiempos se fueron agriando hasta tornarse lúgubres y terriblemente serias. Descolgué los soles de todos los lugares a los que había hecho llegar mi desvarío y como Van Gogh, fui cayendo a pique, derrumbándome, pero no me corté ninguna oreja. El rojo, con el que te había expresado mi amor en tiernos corazones, se fue gastando hasta quedar opacado por un eclipse total de los afectos. Ni siquiera entonces reaccionaste. Mientras tanto, las palabras seguían llegando, vehementes, lujuriosas, con exigencias renovadas y yo a enfrentarlas cuerpo a cuerpo en una batalla campal que parecía no tener fin. Casi las esperaba con un entusiasmo perverso. En cuanto a ti, daba la impresión de que no te importaba demasiado que las descubriera, ¿o acaso lo hacías a propósito? El juego proseguía y yo me preguntaba cuándo lo terminaríamos.

Como en los cuentos, el desenlace llegó en el momento propicio. Diría que se fue tejiendo como una telaraña pastosa que nos fue atrayendo hasta atraparnos y consumirnos. La araña, sin estar allí, nos sofocaba con su ponzoñoso veneno.

Aquella tarde yo traté de hablarte, a mi manera, rodeada de cartulinas a las que había dado las formas de ese día. Progresivamente, las sombras habían absorbido los relámpagos y los nubarrones se volvieron más negros. Tú no hacías nada para que saliera el sol. Pese a ello, yo descubrí un nuevo modo de expresarme, pintando y recortando girasoles. Eran una ventana de luz, un vendaval dorado que me transfería un inusitado vigor. Cuando llegaste, la casa, amarilla, te devolvió la imagen que ya tenías de mí. Rompió tu pasividad de hombre serio. Como una maquinaria bélica, tus engranajes se pusieron, de inmediato, en funcionamiento. Petrificada, observé cómo se movían tus labios y no se detenía el torbellino. Quise contestarte con la figura que estaba recortando, pero no me diste tiempo. Tus manos hablaban más que tus labios, un lenguaje duro del que intenté zafarme. Tenía las tijeras en la mano y tú te me acercaste demasiado…

Luego sentí esa pesada sensación de vértigo mientras limpiaba las tijeras, un desasosiego que aún no me abandona. Ya no hago recortes como aquella tarde, no me lo permiten aquí, aunque esa fue mi obra maestra. En este lugar, no les gustan las tijeras, y no entienden.

Por amor, lo hice por amor, y por una oreja: la oreja de Van Gogh.

Maria Elena Lorenzin, Argentina, Australia ©2005

maria.lorenzin@flinders.edu.au

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