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Panetelas

La casa es pequeña, pero está conservada. Está pintada de verde claro, lo que la hace diferente al resto de las casas de la cuadra, todas de blanco. El hombre y el niño se detienen ante la puerta.
–Recuerda darle un abrazo. Hace mucho que nos espera.

El niño asiente y se aparta un mechón de cabello oscuro que se le escurre por la frente.

Cuando el hombre levanta el brazo para tocar la puerta, ésta se abre inmediatamente. La vieja los recibe con una sonrisa que hace resplandecer cada pliegue de su cara. Sus ojos como candilejas le dan vida al rostro enjuto.
–¡Mi niño! –murmura al oído del hombre mientras intenta abarcarlo con sus brazos estrechos, que parecen no estar a la altura de ese gesto de reconocimiento–. Estás igualito.

El hombre le devuelve el abrazo y la fragancia que rodea el cuerpo de la vieja le transporta. Cierra los ojos y se concentra en el calor que emana de la casa, de ella. El niño espera atento. La vieja se vuelve y lo contempla extasiada.
–Yo a ti te conozco. Desde siempre –y lo envuelve en otro abrazo, distinto, más acorde a su altura, a su fragilidad. Él la abraza también y mira al padre.

Ya adentro, con el frío apaciguado, conversan frente a un café con leche que humea frente a los rostros de los tres.
–Espero que no hayan comido nada. Les he preparado algo rico.

El hombre sonríe. Desde la cocina le llega una mezcla de olores familiares.

–Ya se consigue casi todo por aquí. No como cuando recién llegué. El calorcito y los plátanos era lo que más echaba de menos. Se consigue casi todo sí, pero yo ya no cocino mucho. ¿Para qué? ¿Para quién?

El niño se levanta y se dirige a un viejo aparador que alberga pequeñas reliquias coloridas. Y fotos, muchas fotos. En la mayoría de ellas se ve al hombre, mucho más joven. Levantando el diploma en alto. Sonriendo junto a una novia de blanco rutilante. Sosteniendo a un bebé dormido. Instantes atrapados tras los cristales empañados de un mueble que conoció tiempos mejores. El niño se reconoce en otras fotos, las mismas que están en casa de la abuela y en el álbum que su madre guarda en su mesita de noche. Como en una película muda se ve gatear en una alfombra verde, dar sus primeros pasos de la mano del padre, sonreír con la cara llena de merengue azul frente a su primera tarta. Y así un recorrido que se detiene algunos meses atrás en las últimas vacaciones de verano, en una playa distinta a la de la foto que descubre colgada sola cerca de la ventana. En ella cree reconocer a la vieja, al menos sus ojos iluminados que miran al niño que no es él, pero que se le parece tanto, y que camina hacia ella para entregarle una concha que ha hallado enterrada en la arena. El mar de un azul intenso compite con el cielo. El padre se le acerca y contempla la fotografía.
–Ese soy yo, un poco más joven que tú ahora. Y esa la playa de todos los veranos.
–¡A comer! La mesa está servida.

El hombre mira la mesa y sonríe. Ella le devuelve pícara la sonrisa.
–Quería que comieras todo lo que te gusta. El picadillo, el arroz, los plátanos fritos, las croquetas…

El niño se sienta y come con apetito. El hombre lo ve llevarse a la boca un bocado de frituras y no le cuesta reconocerse. Ella lo observa complacida y le sirve más arroz.
–Come, come para que crezca fuerte como un león… –la frase viene de un pasado muy lejano.

La mesa parece intacta a pesar de que han probado todo. La vieja se levanta y desaparece en la cocina.
–¿Te gusta?

El niño asiente masticando una empanadita.
–Pero ya no puedo comer más...
–Pero si ahora es que falta lo mejor. ¿Creíste que olvidaría las panetelas? –le dice la vieja al hombre mostrándole una bandeja. Y luego al niño:– A tu papá le encantabas las panetelas. Todos los domingos se las preparaba. Misa y panetelas, eso teníamos los domingos. ¿Te acuerdas?

El hombre asiente.

–Tus famosas panetelas –dice llevándose un trozo a la boca–. ¿Por qué son tan únicas tus panetelas?
–Por el toque secreto.
–Sí ya lo sé, el toque secreto. Ese que nunca revelaste a nadie. No se fueran a copiar tu receta más célebre.

A la vieja se le dibuja una sonrisa a medias. Su mente perdida en las memorias de otros tiempos, llenos de sol, de gritos de niños, de olor a salitre y verdor.

Comen las panetelas, aunque ya no les queda espacio para más.

La tarde ha caído. Y los recuerdos se apaciguan. Llega el momento de la despedida. La vieja mira al niño otra vez, como si quisiera grabar una última fotografía.

El hombre se despide con promesas de una pronta visita, que sabe poco probable.

Ella le abraza una última vez.

–Hasta siempre, Nanita.
–Una copita de vino dulce de pasas en el almíbar –le revela en un susurró–. El secreto de mis panetelas.

Alejandra Gutiérrez, Estados Unidos, Venezuela © 2011

mag7h@virginia.edu

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