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Pasmo circunstancial

Leo en la sala de lectura de la biblioteca pública, aquella que logré domar después de muchas sentadas recorriendo libros o anhelando pergeñar historias que se atascaban en el cerebro. Estoy leyendo en World Literary Today que un escritor japonés le confiesa a Noam Chomsky que en su isla natal odiaban a los extranjeros y que si alguno osaba desembarcar en ella, lo trataban como si fuera hijo del diablo o el diablo mismo. "También ellos", me digo sin pesar. Sumergido en la entrevista que estoy leyendo, pensando en la universal desconfianza que nos permite examinar a los otros como si no fueran humanos, no advierto la vehemencia de unos pasos metálicos que se acercan a mi mesa. Estoy por echar esa lectura en el cuarto de la memoria, cuando una mano todavía anónima me aferra el hombro izquierdo. Giro la cabeza y veo detenido como una nube negra a punto de descargarse, a un matón colosal que en voz baja pero firme me ordena “acompáñeme”. Titubeo. Sin levantarme me dispongo a pedir una explicación. Es entonces que se hace presente la bibliotecaria, brotada de no sé dónde, quizás del fondo del papelero, y me conmina a obedecer sin chistar, temerosa de que un escándalo desazone el sosiego de este sagrado recinto de estudio. Manifiesto tácitamente mi conformidad poniéndome de pie y marchando hacia la salida, escoltado por la mirada de esfinge del policía vestido de civil. No puede ser otra cosa el sujeto ese que me arranca del ensimismamiento. Me convenzo de que en el vestíbulo se va a corregir el error. Pero afuera me esperan otros dos guardias de civil que sin vacilación me colocan esposas en las manos. Me siento bañado por una ola de indignación y abatimiento. Irónicamente me asalta el recuerdo infantil del juego de vigilantes y ladrones. Me digo "no hay nada más ajeno al juego que la angustia, y sin embargo". Bajando las escaleras que conducen a la puerta de calle, me topo con empleados y lectores que vienen subiendo y nos observan; a mis acompañantes con curiosidad y a mí con desprecio. Parecen persuadidos de mi criminalidad. Yo no alcanzo a reconocerla. Es cierto que en esta época de guerras secretas y atentados es natural, diría inevitable, descubrir hasta en los antiguos vecinos de nuestro edificio una actitud sospechosa que no hubiéramos imaginado antes, cuando les pedíamos retirar la correspondencia del buzón o el periódico dejado sobre el felpudo, si nos íbamos de viaje. Cuál es el instante, me pregunto, en que la amistad se disuelve en traición. Ahora estoy viajando en un coche policial con el farol azul rotando sobre el techo y no atinando sino a creer que soy víctima de una confusión más que gratuita. Ahora estoy en un largo corredor que oficia de salón de espera. Mis guardianes han desparecido por una puerta, a mi lado aguarda un grupo de obreros extranjeros venidos al país clandestinamente. Es muy fácil distinguirlos, basta con percibir sus rostros asiáticos, la ropa de otro corte, el idioma incomprensible. Me traen a la mente las palabras del escritor japonés. En la isla nos tratarían como nosotros a ellos. Ahora son nuestros extranjeros, nuestros hijos del diablo, todos iguales, el satanismo carece de matices. Un extraño, antes que un nombre, es un prototipo: chino, tailandés, coreano o filipino. Da lo mismo. Son lo mismo. Nosotros, en cambio, somos cada uno un mundo. Se me acabó el tiempo de las elucubraciones. Pronuncian fuerte mi nombre detrás de una puerta. Voy esposado. Me recibe un joven, bastante simpático. Junto a él, uno de los civiles que me habían maniatado. le indica que me libere. Adivino que ha sido informado de mi caso, que sabe lo que aún yo no sé. El agente guarda las esposas en un armario. Noto que la habitación es gris, oscura, amueblada adrede con pésimo gusto para empeorar el estado de ánimo de los detenidos. Comienzo a declarar sin que me pregunten. Yo mismo me asombro de mi iniciativa. Me enojo conmigo. Demasiado tarde: “Tengo simpatía por la izquierda. Mi posición respecto de las reivindicaciones de los oprimidos es favorable, pero tibia, no exenta de ambigüedad”. Mi discurso es ridículo. Pretendo ser sincero, no lo parezco. ¿Por qué? No sé. Un signo más de autohumillación. Tengo que parar, no debo dejarme dominar por los nervios. Exclamo “de qué se me acusa”, lo digo en un tono demasiado alto y por tanto inconveniente. La consideración que parecía dibujarse en el rostro del joven se desvanece. Casi sin solución de continuidad, frunce el ceño, se me aproxima y lanza un escupitajo, no sobre mí, al aire, como si yo estuviera flotando en todas partes. Me quedo mudo. Me trasladan a lo que debía de ser un calabozo. Sin luz, una silla, un catre sin colchón, una claraboya suficiente para filtrar un chorro de claridad necesaria que evite tropezar con las paredes. Me siento sobre la silla. Cavilo durante un tiempo inmensurable. Minutos que son horas. Creo exagerar, exagero. Peligro de caer en los pozos de la subjetividad. Me lamento, no hay soga que me rescate ni voz que sustituya el alarido continuado y mudo de la conmiseración personal. Me siento como viajando en la cinta transportadora de los aeropuertos que nos lleva a nosotros y a nuestras valijas, sin necesidad de movernos, en una travesía que parece interminable, entre ventanales a los costados que son el mismo ventanal, por el que se ven aviones despegando o aterrizando en círculos de vértigo. La cinta transportadora se detiene. Un carcelero abre la puerta, me hace señas de que lo siga. No habla. Aquí se impone el lenguaje del silencio o el de los vozarrones. Estoy en la oficina de antes u otra gemela. Me recibe un joven distinto, menos simpático, que me informa con amabilidad precaria “puede irse”. Balbuceo “qué ha ocurrido”. No contesta. Me empecino. Temo que mi insistencia lo incite a arrestarme nuevamente. Aguardo la emisión de la escupida. No la hay. Se va y me deja solo. Salgo. De pronto siento una puntada en las manos. Me acuerdo de la presión de las esposas. Compruebo que siguen las manchas violáceas en la zona de las muñecas. En la puerta de salida tropiezo con tres matones que arrastran a un adolescente oscuro, la cara manchada de sangre, un ojo amoratado. Los que andan por el pasillo lo miran fijo. Yo estoy fuera de foco. La calle, por fin la calle. Camino unas cuadras, como un transeúnte más, con la diferencia de que yo quiero respirarme todo el oxígeno invisible. Calculo que me será imposible dormir en los próximos días. No me prometo nada. Pienso en el detenido que trajeron hace un instante, pienso que no lo soltarán tan rápido como a mí, puede ser incluso que no lo suelten nunca. Se ocuparán de él con más intensidad, con menos cautela. No descarto que le apliquen algunos golpes legitimados por la ley, que lo sometan a lo que se denomina presión física moderada. Me convenzo de que debo volver a la biblioteca hoy mismo, para borrar la odisea, para que la bibliotecaria y los empleados y los clientes habituales que me vieron arrestado sepan de que ha habido solamente un malentendido, una equivocación justificada por los tiempos dolorosos que nos toca vivir, en que el país debe estar alerta, porque el enemigo acecha en los lugares menos sospechados, se nos dice, y puede ser aquel que consideramos absolutamente de confianza. He vuelto a la biblioteca. Subo las escaleras que conducen a la sala de lectura que frecuento. Está semivacía. La bibliotecaria se sorprende al verme entrar. Capto su sobresalto, su subsiguiente mueca de disgusto, su incomodidad. Me acerco al mostrador para saludarla. Ella mueve el brazo hacia el aparato telefónico. Sus dedos rozan el dial. Acaso teme que me he fugado y que hay que llamar al portero. Le digo sonriente “Fue simplemente un error”. Le cuesta abandonar su seriedad. Hace un ademán de arreglarse un mechón de pelo. Escudriño la sala como un águila que ha probado fuerzas en cielos desconocidos y retorna al nido, enriquecida de experiencia. Las estanterías repletas, el cielorraso con las marcas de las goteras, la calma repentinamente rota por el pisoteo de mis zapatos sobre el piso plastificado. Decido, por cábala, no sentarme en la silla de siempre ni volver a hojear la revista de marras. Exploro el terreno, no elijo un asiento junto a una ventana, me siento en otra parte. Oigo a mi lado el timbrazo violento de un teléfono celular. El infractor se apresura a cerrarlo, pide perdón con un gesto. Lo disculpo esbozando una sonrisa como la de los que viajan juntos diariamente unos segundos en el ascensor, a la misma hora, sin hablarse, reduciéndose al saludo que cumple con las normas elementales de urbanidad y nos hace cómplices de no sabemos qué. Observo los lomos azules de los incontables libros que nos rodean y son el mar que a veces nos defiende y otras nos ahoga. Vivimos en una isla.

Adam Gai, Argentina, Israel © 2007

mgai@pluto.huji.ac.il

Adam Gai es Licenciado en Letras por la Universidad de Buenos Aires y Doctor en Letras por la Universidad Hebrea de Jerusalén. Ha escrito artí­culos sobre obras de Bianco, Borges, Carpentier, Cortázar y otros autores. Es autor de una novela inédita y de cuentos. Sus relatos "A dúo" y "Matar a Borges" se han publicado, respectivamente, en las revistas electrónicas Axolotl y El coloquio de los perros.

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