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Premio Artemio

¿Viste? Para animarte a escribir hay que buscar en Internet una lista de los concursos del año, concediendo prioridad a los más sustanciosos, es decir los que te otorgan fama y dinero. Supongamos, a manera de ejemplo, el Seix-Barral Biblioteca Breve, un rótulo que sirve para apaciguarte, que no te despierta la tensión de sentirte obligado a ensanchar la historia hasta alcanzar las dimensiones de La guerra y la paz. Se estipula un número mínimo de 150 páginas, tamaño folio, a dos espacios. Y pese al malestar que te provocan las cantidades, vos querés escribir una novela, tiene que ser una novela y no simplemente un cuento. Te cuesta escribir y te pasás los días mirando llover aunque no caiga una gota. Lo único que te puede sacudir, así lo creés, es la idea de una empresa dura, de largo aliento, de eso que generalmente carecés y pretendés atesorarlo durante el estado de epifanía, ese estado que te embarga cada muerte de obispo y te mete en la cosa tan profundamente que no oís el timbre del teléfono, ni la voz de tu apatía. Apretaste la tecla de Enter y leíste apresurado las condiciones de los certámenes auspiciados por municipios españoles, de los que en tu vida supiste que existían sobre la faz de la tierra. Prestás ahora especial atención, porque parece acrecentarse la esperanza maliciosa de que quizás por ser estos concursos poco conocidos, no les mandan muchos manuscritos. Ahora revisás la página de los certámenes renombrados, aun sabiendo que en ellos la chance se reduce casi a cero. No te es difícil imaginar una precipitación de quinientas a setecientas novelas de todo el mundo hispanoparlante, sobre el buzón oprimido de Alfaguara, Herralde o Planeta.

Decíme, ¿no es como engañarse con conocimiento de causa? Cómo vas a competir con tanta gente y entre ellos también los consagrados. Leés con nerviosismo, con notable impaciencia y seguís presionando Enter. De repente, cuando el pulso está cansado del ratón y las teclas, percibís en una página un anuncio nuevo, singular: Premio Internacional de Novela Artemio Cruz, patrocinado nada menos que por el gran escritor mexicano Carlos Fuentes. Fecha última de entrega: 30 de junio. Los envíos por correo se aceptan a posteriori si la fecha en el matasellos no pasa el término establecido. Viste que de un tiempo a esta parte, se destaca la tendencia de los grandes escritores a patrocinar concursos de obra inédita. Un excelente medio de estimular a las promesas jóvenes y vos lo sos, casi novato en el campo. Contarías con los dedos de las dos manos, y te sobraría alguno, tus creaciones literarias, los cuentos y sobre todo la novela que en un momento de vacilación o de firmeza, rompiste en pedazos y arrojaste en el recipiente de residuos de un parque público, porque necesitabas que el desprendimiento constituyera una ceremonia, y con testigos. Por descuido perdonable, optaste por celebrarla a la hora de la siesta, cuando nadie asoma ni siquiera la nariz por miedo de achicharrarse al sol. Te conformaste con tu asistencia austera, acompañado por la musiquita suave prash prash de los papeles que vas rasgando, trozos de diversos tamaños, hundiéndose en el recipiente que pronto se habrá colmado de botellas vacías y latitas de gaseosa, cáscaras de frutas, envoltorios de helados y hasta lapiceras de bolilla, a las que se le ha acabado la tinta. Siempre, viste, hay más de uno o una que escribe en el parque, sentados en un banco, inspirados por el verde de los árboles, por la brisa del atardecer. Después de haber hecho trizas la novela escrita de un tirón, plena de tus intimidades y de tu odio, de un odio que no había podido superar, sin embargo, las noventa páginas, te sentiste compungido y no aliviado. Bueno, conviene ahuyentar este recuerdo. Habías presionado la tecla Enter y estabas nuevamente contemplando la página central del sitio Premio Internacional Artemio. Arriba, a la izquierda, debajo del logo, estamparon una fotografía del rostro de Fuentes con bigotes canos, las comisuras de los labios entornando una sonrisa de solidaridad y exigencia, simultáneamente. No te detengas a pensar demasiado, te dijiste, faltan no más de dos meses para el término de entrega y tenés que escribirla, rescribirla, porque no es sino la novela trizada en el parque, que retorna cargada de rencor. Pero ahora es diferente, has madurado, te contemplás en el espejo y aceptás con bonhomía la imagen que te mira con la misma extrañeza que vos a ella. Es que el tiempo a veces elimina las asperezas y uno acaba asumiendo el semblante que trazan de nosotros las personas y los objetos.

Escribiste el manuscrito en tres semanas, sin dormir de noche, ahuyentando bostezos con café negro. En una sola oportunidad te atacó la acidia y ya creías que se te secaba la inspiración, pero te repusiste con un ímpetu que nunca supiste de dónde brotó. Y vino el tiempo de las correcciones y de las tachaduras, hasta que te diste la orden de basta, porque los errores se reproducen, viste, como los añicos de un vaso dispersos por el suelo, después de la certeza de haberlos barrido totalmente.

Es el momento de la elección del seudónimo (un personaje querido, el verso de una canción) y luego vendrá la preparación de la encomienda con los tres ejemplares y el disquete. Envolver con papel madera y cuidar de que no se rompa. Asegurar con un piolín fuerte. Esa obsesión común, viste, de que el sobre se va a romper, o de que el cartero se equivoca de dirección o que en el caso de que la novela sí llega, la echan a un lado o directamente al papelero y entonces vivirás con la duda eterna de si la leyeron o no. La despachaste.

Han corrido unos tres meses y cuatro días y recibís un email con un comunicado escueto y cálido: "Su obra ha sido seleccionada entre las finalistas. Nuestra editorial le propone la publicación en condiciones ventajosas para usted. Cordialmente" y firma Felipe Montero, Editor. El nombre te suena, lo leíste en alguna parte y más de una vez. Estás tan conmocionado que no te viene a la memoria en qué contexto, porque ahoras estás ocupado en dejarte llevar por la fantasía pegajosa de escritor consagrado. Alguien, no uno, algunos, el jurado calificador, te han leído la novela. Y la van a publicar y ya no serás un escritor maldito, te librarás del cautiverio de los anónimos y escribirás otras novelas y tu palabra será escuchada con atención y los amigos y la familia te felicitarán entre carraspeos involuntarios, tragando saliva junto con la pronunciación de "bravo, muchacho". Ahora estás supuestamente más sereno y esperás la respuesta a tu respuesta "Sí, quiero publicar mi novela bajo el sello de vuestra editorial". Mientras tanto revisás si hay novedades en la computadora. Por quincuagésima vez entrás en el sitio del Premio Artemio. Han agregado la foto del ganador, un periodista guatemalteco, desconocido para vos, un tal Eusebio Llorente, un año menor que vos, sentado a un escritorio cubierto de pilas de libros. Llorente ya ha publicado. Esta es su segunda novela, Ceremonias de la noche. Su libro de poemas Residencias, recibió un accésit de la Universidad Francisco Marroquí.

Llega el mensaje ansiado "Dispuestos a publicar su obra, lea en el attachment sobre nuestro régimen de pago, edición y distribución. Editorial ECF". Te parece un anagrama de FCE, Fondo de Cultura Económica y ahora te das cuenta de que contiene las iniciales de Carlos Fuentes. Notás que la dirección de la editorial no es en México, sino en Oslo. Pensás que ésta es otra jugarreta de la globalización, que quizás es más barato publicar allí, aunque ché con el precio del euro... o es que los agentes de lmpositiva persiguen a Fuentes y a sus amigos y entonces a ellos les convino trasladar la oficina de trabajo al país de los lapones. Es sabido, por ejemplo, que Ingmar Bergman emigró una vez a Alemania, harto del acoso de los impuestos suecos. Ojalá esos fueran tus problemas futuros. La verdad es que el dinero no te importa mucho, ¿nocierto? vos solamente querés vivir de tu pluma para no estar sometido a enseñar castellano por un precio irrisorio, explotado por universidades o institutos libres y autónomos, mientras que vos y el plantel de maestros, viven exprimidos hasta la cáscara.

Debés transferir al banco de Oslo una suma de 2.000 dólares, tu parte en los gastos del negocio. No dudás. Vas a tu banco, rompés el programa de ahorro, le pedís un préstamo a tu familia y a tus amigos. Te imaginás tu dinero convertido en dólares, volando a la región donde en verano la noche está prohibida. Ahora viene la otra espera, no menos angustiosa, en la incertidumbre de si el dinero arribó a destino. Acaso no fue bien escrito el número de la cuenta bancaria del Premio Artemio. Con toda la sofisticación de la tecnología moderna, no sería raro de que se presentaran inconvenientes. Te acordás ahora que cada vez que hacés un trámite no rutinario, el banco la pifia, como si lo hiciera a propósito.

Sentís como un rumor interno de olas, golpeándote los escollos del cerebro. ¿Y si la cosa resultara ser un engaño? Lo pensaste apenas saliste del banco con el comprobante provisorio del envío y no antes. ¿Y si a una mente maligna se le hubiera ocurrido inventar en Internet un sitio a nombre de una novela de Fuentes, tan fictivo como ella, para esquilmarle a unos cuantos ilusos el dinero y los ensueños? Tenés que reconocer que cualquiera puede en nuestros días construir un sitio en Internet. En contraposición, pensás que existe una cuenta, la número 94727 981132, en el Banco Nacional de Oslo, a nombre de Felipe Montero, esto no puede ser un chiste. ¿Así nomás un banco accede a abrir una cuenta a una supuesta institución cultural?... Sí, ¿por qué no? Y vos caíste como un chorlito en la trampa, como escritor novato que se muere por publicar y es capaz de vender el alma. "El alma, a quién le interesará comprarla", murmuraste con un fugaz toque de humor. Habías gastado tus ahorros, la plata de los amigos y de los familiares.

Y pasan los días y Felipe Montero no contesta. Y entonces recordás, como si por fin te cayeras de la luna de Valencia, que Felipe Montero es el personaje de la novela Aura y que el supuesto ganador del primer premio se apellida Llorente, como el general de Aura. Te decís con sarcasmo que no habrá modo de proporcionarte consuelo. Reventás. El corazón te da patadas. Qué dirán los amigos y la familia y la administración de la escuela de lenguas. Los cercanos te brindarán una palmada de identificación, los otros se morirán de risa por dentro y hasta por fuera. Esto no queda así. Vos viajás a Oslo o a la Cochinchina si es preciso, a buscar a ese Felipe Montero para meterlo en una máquina picadora eléctrica que no desenchufarás hasta sentir que le crujen los huesos. A las tiras de carne sanguinolenta que emergen por los agujeros de la picadora, las pasarás a una tinaja enorme llena de ácido nítrico, hasta que ese hijo de puta desaparezca, como te hizo desparecer a vos y quizás a otros tantos tontos crédulos. Te dijiste "tranquilizate hombre, un poco de sangre fría". Te tendiste sobre la alfombra de tu pieza, aflojaste los músculos, y tomaste la decisión. Vos volás a Oslo.

En el banco te confirmaron que el dinero ya había sido transferido y depositado en la cuenta del beneficiario. Hasta la esperanza de que el trámite se hubiera demorado quedaba desahuciada. En cuanto a la posibilidad de si el dinero había sido ya retirado o no, nada te pueden decir, no gozan de autoridad para obtener ese dato. El paso siguiente es hacer la denuncia a la policía. Soportar la mirada estupefacta y semisonriente del oficial de turno. que parece decirte " quién se va a preocupar adónde fueron a parar tus miserables 2.000 dólares y, para colmo, tan lejos".

Pedís una entrevista en la embajada de Noruega, explicando tu desgracia, por teléfono, en un inglés macarrónico y desesperado. Para tu sorpresa, el secretario general te la concede. Vas a verlo guardando en el estómago una dosis considerable de píldoras contra los nervios. El noruego, rubio, alto, muy nórdico , fue inexpresivo pero cortés. No te puede prometer nada, pero averiguará lo que pueda. Te aconseja que no viajes a Oslo, que resultaría inútil. Vos le dejás una copia del comprobante del depósito. A las dos semanas te avisan de la embajada y te confirman que el dinero ha sido retirado y la cuenta clausurada por el cliente. Existe un Felipe Montero, con pasaporte que acaso es falso, el tipo no es fictivo, por lo menos de cuerpo, aunque quizá sí de nombre. Te agarran unas ganas enormes de llorar.

Se consolida tu decisión de viajar a Noruega. Pero dónde vas a encontrar a ese canalla, ni sabés qué cara tiene, ni cuál es su nombre verdadero. ¿Se acordarán de él en el banco de Oslo?. Por el otro lado, no te resignás a quedarte con la sangre en el ojo. Viajás.

En el avión te sobró el tiempo para reflexionar repetidamente sobre tu candidez y la maldad del mundo. Te sentiste más que nunca cebado en tu paranoia, ahora que una realidad enfermiza te arrojaba migajas grandes para alimentarla.

Llegaste a Oslo. Te distrajo la atmósfera tranquila. La conductora del autobús que recoge a los viajeros en el aeropuerto, una rubia bajita y delgada, te asombra por su aguante, al colocar los equipajes en el baúl, no importándole el peso que tuvieran, como si todos fueran bolsos rellenos de plumones. Te bajaron en la estación ferroviaria, en pleno centro. Hubieras querido correr al banco, pero no era hora de atención. En la dirección de turismo encargaste hospedaje, el más barato que se consiguiera, pediste. No sueñes, un hotel en Noruega, por más modesto que sea, es imposible que le cueste poco a un sudamericano. Te consiguieron uno de dos estrellas y te lo dibujaron en un mapa. Llegaste a pie. La sala de recepción era un vestíbulo pequeño y la habitación que te reservaron, al fondo de un pasillo oscuro en el cuarto piso, gozaba de la dimensión suficiente para incluir una cama, una silla, la mesita del teléfono y un armario embutido, de tres estantes. Al baño se podía entrar de perfil y la ducha estaba casi sobre el inodoro. La mirada crítica te permitía olvidarte de tus tormentos o, por lo menos, adormecerlos. Saliste a recorrer la ciudad para entretenerte. En circunstancias distintas te hubiera fascinado haber alcanzado un mundo sólo vislumbrado a través de la literatura. ¡Vos en Noruega! Era como para volverse loco. Mirabas a los transeúntes, con la esperanza de detectar a aquel degenerado, de quien no poseías señal fuera de su nombre ficticio. Hubieras deseado interrogarlos: " Señor, por si acaso, ¿no es usted Felipe Montero, o acaso lo conoce? Do you know one Felipe Montero? Sorry, is Felipe Montero your name?". ¿Y si el tipo no fuera mejicano, ni sudamericano? Lo único que de verdad sabías es que hablaba español. Encontrar a ese estafador era como creer en la posibilidad de toparse con Dios en la calle. A la mañana siguiente fuiste el primer cliente que visitó el banco. Directamente al gerente con una carta del secretario general de la embajada en Argentina. Ya sabían a lo que venías, los noruegos parecen bien organizados. Te enteraste de que lo que te había ocurrido a vos, le había pasado también a otros. Pero ninguna de las víctimas hizo el trayecto hasta casi el fin del mundo, para vengarse de una apariencia. En un inglés pulido y claro, el gerente te facilitó el domicilio alegado por el supuesto Montero, al abrir la cuenta. No vivía en Oslo, sino en una ciudad turística, Bergen, a unas buenas horas de tren desde la capital. Le agradeciste su amabilidad. Volviste al hotel, devolviste la ropa a la maleta única, pagaste el precio para vos exorbitante de alojamiento por una noche y desayuno de cereales y mermelada y te marchaste a la estación ferroviaria. Nuevo destino: Bergen. Te armaste del suficiente humor como para compararte al protagonista del libro Corazón, que buscó a su madre por todo un continente. En tu caso, valga la diferencia, se trataba de encontrar al hijo de su madre.

El viaje hubiera sido magnífico, si no te hubieras sentido como clavado por una flecha al respaldo del asiento, por más paisajes con césped verde y corrientes profusas de agua y nieve y luz. Estabas recorriendo el paraíso enlazado por una serpiente venenosa. Bergen. No fue difícil ubicar la dirección. Te atendió una mujer relativamente joven, que te llamó enseguida la atención por estar muy bien vestida, como preparada para asistir a un evento importante. A su lado, un hijo en edad escolar, también impecablemente vestido. Te recibieron en un saloncito muy pulcro, con puntillas en el mantel y en las ventanas. Casi no se movían, parecían dos estatuas acogedoras. En tu inglés trabajoso y el de ella no menos, se entendieron para concluir que Montero nunca había vivido allí, que seguro había elegido arbitrariamente calle y número reales, para seguir confundiendo y burlándose de sus víctimas. Te despediste de la mujer casi con lágrimas en los ojos. Ellos te acompañaron hasta la puerta y permanecieron inmóviles, en el umbral, con rostros desilusionados de que la visita había sido tan corta. Antes de alejarte demasiado, te diste vuelta y ellos seguían en la misma posición, como esperando a alguien que no eras vos, que debía haber llegado ya hacía mucho tiempo y no llegaba todavía y entonces se vestían todos los días de gala, para que no los sorprendiera desprevenidos. Te marchaste al puerto y viste montones de turistas subiendo a los catamaranes que partirían de excursión a los fiordos. Te sentaste en el muelle, a orilla del agua, apoyando la espalda sobre un poste de amarrar. Quisiste no pensar, o pensar exclusivamente en la luminosidad del verano escandinavo. Te atreviste a especular que el estafador no podía ser sino un escritor frustrado, como vos, como la mayoría de los que escriben. Que había querido humillar a los que como él, alguna vez, cayeron presos de la vanidad, de los sueños de gloria, de inmortalidad conseguida a fuerza del libro editado, recordado o abandonado en una biblioteca, sobreviviendo a la muerte del autor. Su misión había sido despertarlos con un baldazo invisible, pero contundente, que a vos te cortó la piel y te provocó una herida profunda por la que rezumaba tu humillación y penetraba esa paranoia que habías creído superar y por donde seguirían fluyendo y refluyendo el fracaso y la vergüenza. La lección no había sido gratis.

Un hombre de edad indefinida se te acercó. Le cubría la cabeza un sombrero de cowboy y el cuerpo, una intempestiva capa negra. Te preguntó: "Excuse me, do you speak Spanish?". Asentiste con la cabeza, sin emitir palabra. "¿Sabe por qué me di cuenta? Por la manera de estar sentado y contemplar. Es un sudamericano, aposté, uno de los nuestros. Como ve, yo no soy de acá, voy andando por el mundo más muerto que vivo. Espléndida Noruega, eh." No esperó tu respuesta. Se marchó haciendo un raro gesto de despedida. "Otro chiflado más, a la deriva", te dijiste.

No te levantaste hasta que el cielo tintineó de estrellas y la claridad tenue, incansable, de la penumbra te envolvió con una transparencia grisácea. Te sentiste como renacido, como si a partir de ahora ninguna conspiración, ninguna intriga, te fuera a quitar esta nueva sensación de vivir. Le dijiste adiós al agua y te encaminaste a la estación del tren.

Adam Gai, Israel © 2007

mgai@pluto.huji.ac.il

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