De niña viví en la esquina de una barbería, abría a las ocho de la mañana y cerraba a las seis de la tarde. Mi mayor entretenimiento era hacerme la que jugaba a saltar los escalones y subirme en el muro donde las ramas del árbol daban una sombra muy especial. Digo hacerme, porque para nada me interesaban los escalones, sino los hombres, pero lucía un poco raro una niña esperando a que aquellos se pelaran sin que ninguno fuera su padre ni otro pariente.
Hablaban no sé de qué, el sonido de las tijeras era superior al de cualquier diálogo y disfrutaba sentirlo cortar el aire, daba la impresión que los barberos amenazaban así a sus clientes; de haber sonado sobre mi cabeza la tijera con esa rapidez seguro hubiese salido corriendo, pero ellos esperaban estoicamente hasta que después de varios amagos esta se decidía por el pelo.
La destreza de los barberos me parecía cosa de magia, trasformaban de manera a veces notable el aspecto de aquellos seres.
Lo más impresionante de todo, era que cuando terminaban con el pelo, la misma tijera se dirigía a las orejas o narices de los clientes. Entonces yo me acercaba con el corazón a mil para ver bien aquello, ¿qué se habrían sembrado en las orejas para que nacieran tantos pelos! y ¿cómo era posible que pudieran respirar con los huecos casi tapiados? Casi a punto del desmayo me quedaba de pie viendo cómo la punta de la tijera ahora se introducía muy rápido y con un sonido grave dentro de la oreja Llegué a pensar que esa era la barbería de los hombres lobo, que iban a quitarse los últimos vestigios de su transformación en luna llena.
Cuando se iba el último cliente, corría despavorida a mi casa como si alguno de aquellos hombres me persiguiera, y desde entonces supe que el día que me casara mi marido podría lucir de cualquier manera, excepto tener pelos en las orejas, eso no lo toleraría jamás.
Solo tuve un hombre en mi vida, padre de mis tres hijos varones y que por supuesto cumplía con mis requisitos. El día que cumplió setenta años nos fuimos a cenar a nuestro restaurante favorito. Era un sitio iluminado por velas y al no vernos con toda claridad, podíamos imaginar que estábamos tan lozanos como cuando nos conocimos, y así disfrutábamos mucho más la velada.
Esa noche, la luz de la vela se alargaba de una manera inusual y yo podía ver a mi marido tan viejo como en realidad ya estaba. De pronto, miré a su oreja y sentí que la respiración se me cortaba. Suspiré, y me dije que era imposible que a mis años, a la luz de una vela, pudiera ver pelos saliendo de su oreja. De regreso, no dejaba de mirarle, me preguntó si pasaba algo y le dije que no, que todo estaba bien. Era mentira, llegamos a casa y esa fue nuestra última noche juntos.
Ana Núñez González, Canadá, Cuba © 2011
anynunez@gmail.com
Ana Núñez González nació en la Habana en 1971. Es licenciada en Derecho por la Universidad de la Habana y egresada del Centro de Formación Literaria "Onelio Jorge Cardoso" de la misma ciudad. Ha publicado cuentos en Cuba, Brasil y España. Actualmente vive y trabaja en Canadá.
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