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Podrás decir que conociste a un motero

Una vez conocí a un motero que me dijo siempre cumplo lo que digo. Son palabras textuales. Lo encontré por vez primera cuando no lo esperaba, en una acogedora ciudad francesa de fin de semana. Una de esas noches en las que la propia piel parece de veras hecha a medida, sin un lunar de más o de menos. No recuerdo si llovía, pero es posible. Aún no sabía que él tenía una moto roja, azul y blanca. De hecho, no sabía nada, y volví a casa sin saberlo, como se vuelve de los buenos sueños, deseando que continúen mañana y sabiendo que no será así a pesar del número de teléfono anotado y de las palabras tan repetidas. Te llamo.

La casualidad nos encontró en alguna población del sur de Francia, en una que el paso de los años ha expulsado de mi memoria, igual que ha robado tantos otros nombres y fechas que fueron míos. Como ocurre a menudo, los dos teníamos conocidos a los que visitar en el extranjero con la excusa perfecta y sincera de un largo fin de semana a principios de diciembre. Mi amiga iba a estar dos años enseñando español en la universidad y no quise perder la ocasión de ir a verla. Además, el otoño se agotaba y yo necesitaba un respiro después de la aridez del aire acondicionado de la oficina, antes del sopor de la calefacción central de mi apartamento en el Madrid de siempre, con prisas, taxis y bares de moda. Mentiría si dijera que no esperaba un gran acontecimiento, ese que anima los planes de todos los viajes. Sin embargo, ya entonces vivía dentro de mí ese duende que no se cansa de recordarme que un milagro sólo es un truco de magia en el que un par de manos es más rápido que unos cientos o miles de ojos. Claro que puedo ignorarlo cuando no me seducen sus verdades.

El motero no quiso aparecer antes de la última de aquellas tres noches de fin de semana, ¿por qué habría de hacerlo? Él no podía saber que la chica pelirroja estaba allí desde el principio de los tiempos, que cayó en jueves. Yo no hubiera podido imaginar que el tipo más interesante de la fiesta, el de los vaqueros y las botas negras, se sentaba en una silla al fondo del salón cuando entré en casa de algún compañero español de mi amiga (¿quién era?) para tomar unas copas. Éramos diez o doce, sentados en torno a una mesa blanca en una reunión de estudiantes becados y profesores de lengua y literatura españolas. Las botellas pasaban de vaso en vaso y restos de tabaco rubio rebosaban los ceniceros improvisados. Bebí demasiado vodka y hablé sólo un poco, sin verle durante más de una hora o de dos, no sé cuánto. Hasta que salimos y seguí sin verle, hasta que entramos en un bar y me lancé a bailar salsa como si el ritmo pudiera sacarme el alcohol que me quedaba dentro.

Entonces le vi por el rabillo del ojo, sujetando la barra y mirándome desde una sombra que podría estar sólo en mi memoria. Ni siquiera recordaba su nombre. No tuvo rostro ni cuerpo hasta que le examiné con cuidado a la luz de un portal y seguía mirándome desde su cazadora de cuero. Empecé a buscar las señales, por si dejaba adivinar alguna, y noté que era un hombre grande y moreno que se sentía dueño de cada brizna de aire. Advertí los ojos alegres y la frente clara y con entradas. Mostraba tanto y tan poco que tardé en encontrar dónde asirme.

Las primeras palabras no tuvieron nada de insólito, de dónde eres, cómo es que has venido, hasta cuándo te quedas, pero sirvieron para saber algunas cosas: éramos personas corrientes que cruzan las calles sin verse, menos fuertes de lo que pretendíamos hacernos creer el uno al otro. Averiguamos que le gustaban las motos y que me encanta mirar el mundo desde lo alto. No sé de qué hablamos, seguramente de nimiedades que sonaron ingeniosas porque saltaban chispas, bebimos cerveza en un bar de nombre español, nos besamos en las aceras y paseamos abrazados por las calles oscuras de la madrugada. Quizá no fueron únicas aquellas horas que pasamos juntos en una ciudad rosada y hospitalaria del sur de Francia. Es mentira, lo fueron, y estuvieron en mi piel y en nuestro deseo de una noche que podía ser otra entre tantas. Pero las noches no duran, ni los días, aunque ya amanecía cuando me dejó en la puerta de una casa prestada porque no teníamos quien nos dejara una cama. Te llamo, me dijo.

Regresé a mi piso de Madrid, al trabajo de ocho a cinco en las afueras, a la ciudad casi hostil aunque amigable a veces y a un viaje de negocios inevitable y aburrido que sólo tenía de bueno poner mi cabeza en otro sitio. Era martes cuando dejé caer mi maleta en el hotel que pagaba la empresa, y mi primer recuerdo es una vasta habitación de buen hotel con dos enormes camas gemelas bajo colchas marrones, vacía como una pared sin cuadros. El segundo, la seguridad y la rabia de estar desperdiciando unas sábanas por las que tres noches antes hubiéramos dado una semana de vida. Sé que yo la hubiera dado a gusto. Y empecé a sentir la pesadumbre de haber regalado a un desconocido el poder de decidir si merecía la pena intentar el milagro.

Terminaron el viaje de trabajo y otro par de lunes. Ya me había arrepentido del todo cuando sonó el teléfono. Sonaba, suena cien veces al día, pero a veces el timbre es distinto. Aquélla en particular vibró con el eco sordo de siempre. Sin embargo, sonó también a curiosidad, a anticipación y a deseo. Sobre todo a deseo, ese deseo que hace llover ranas y nevar trompetas. Trajo el salir de la cama y tachar un día menos para el encuentro mientras intentaba enfundarme de nuevo en mis uñas, mis codos, mis dedos del pie, mis rodillas. No se parecía a una nube ni al mar, sino a tormentas eléctricas y coches de carreras.

La segunda vez que nos vimos se acercaba a enero. Reconocí sus labios firmes y sus manos dulces. Dijo que me haría el amor como nadie antes y lo creí en sus ojos. Tenía que creerlo mientras llovían, entonces sí, sapos del cielo y yo volvía a pensar en dos camas gemelas de hotel de cuatro estrellas. Me dijo que siempre cumplía su palabra, y para entonces ya nevaban obóes. Empañamos los cristales de su coche con caricias bien recibidas. En el último momento preferimos esperar por una cama mullida y caliente.

Llegó la tercera noche, me presentó a su moto y creo que también le gusté. Por mi parte, empecé a preguntarme si el hombre que era su dueño sería capaz de limpiar con las manos desnudas mi miedo obstinado a la velocidad. Yo había deseado hasta un baño de espuma, que fue una de las pocas cosas que no tuve. Hubo cena mexicana, caricias en un par de bares, copas entre beso y beso, música de Silvio Rodríguez y un porro que costó trabajo liar y que apenas tuvimos tiempo de fumarnos. Y por fin hubo cama.

Te haré el amor como nadie antes. No arriesgaría una mano por jurar que cumplió su promesa, tal vez un dedo... Si no lo hizo, estuvo demasiado cerca, y eso asusta. ¿Por qué no duermes?, me preguntaba, y yo no lo sabía. Me gustaba el motero, a veces todavía me gusta. Hasta pensé en subir de nuevo a uno de esos trastos.

Una vez conocí a un motero que me dijo siempre cumplo lo que digo. Salvo una tarde de gripe en que me dejó en la puerta de casa con besos en las mejillas. No fue una buena tarde, me temo. Te doy un toque, me dijo, y no pude creerle.

Mónica Rojo Abril, España © 1998

MROJOA@nexo.es

Mónica Rojo Abril nació en Madrid la víspera de Reyes. Estudió Periodismo en Salamanca, porque en alguna tarde de su infancia decidió que aquello sería lo único que le permitiría vivir poniendo una letra detrás de otra. Sin embargo, acabó descubriendo que también necesitaba pagar las facturas, así que se pasó a esa acividad anodina de "administrar" no se sabe qué para una multinacional. Desde entonces, dispone de algunas horas al día para seguir escribiendo en Alcalá de Henares. Desde hace 3 años participa en el Taller Literario de Julia Bouza, y este cuento forma parte de una antología de autores alcalaínos titulada De cuento presente y publicada a "ilusionazos" en septiembre de 1996. La antología contiene otros dos de sus cuentos, titulados "Pacto de Sangre" y "Örjan Hultgren" (que forma parte de una curiosa experiencia basada en el maravilloso "Emma Zunz", de J.L. Borges). Coincidiendo con el 450 Aniversario del Nacimiento y Bautizo de Cervantes, el pasado 9 de octubre vio la luz el segundo proyecto del Taller, un volumen de cuentos infantiles basados en la vida y obra de Miguel de Cervantes. Esta nueva incursión en el tremendo mundo de la edición ha sido patrocinado, entre otras instituciones, por la Fundación Colegio del Rey y el Ayuntamiento de Alcalá de Henares.

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