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La primera noche

Nubes bermejas y negras oscurecen el cielo iracundo de Kandahar cuando las prisioneras salen a la calle. El opaco burq'a que las cubre de pies a cabeza les da la apariencia de sombras livianas que se deslizan entre los hombres de turbante y barba oscura que las escoltan con semblante grave y un fusil ruso colgado al hombro. Caminan cabizbajas y en silencio hasta el lugar donde las esperan los doctos ulemas que interpretarán la Ley. Los ulemas escuchan con atención los primeros diez casos: una viuda de guerra que hacía cañizos para venderlos y comprar comida para sus hijos, una costurera que ejercía clandestinamente su profesión, una mujer que les enseñaba a leer a sus hijas en casa... Casi todas están acusadas de contravenir los edictos que prohiben a las mujeres trabajar o estudiar. Otras han cometido adulterio o han salido a la calle vestidas indecorosamente, es decir sin el burq'a. Todas, con excepción de la viuda, son condenadas a muerte.

Un segundo grupo de mujeres es llevado ante los jueces. Mientras un muftí de barba blanca y rostro apergaminado recita sus crimenes, se escuchan nueve disparos de fusil, penetrantes y secos, en el patio donde se llevan a cabo las ejecuciones. Con estas últimas, llega a mil el número de mujeres ajusticiadas desde que los combatientes del Talibán entraron a la ciudad. Las mujeres se estremecen y comienzan a llorar. El muftí continúa enumerando los cargos. Cuando termina hace una venia y se sienta. Los ulemas se preparan a dictar sentencia.

Una de las mujeres se acerca al muftí y le dice algo al oído. Este la mira horrorizado. Los ulemas le preguntan qué ha dicho la prisionera. El muftí responde que la mujer ha pedido permiso para dirigirse a ellos. Los jueces se miran unos a otros, asombrados. La curiosidad finalmente los vence y le indican a la mujer que se acerque y que hable.

Una voz dulce y cristalina como un arroyo de montaña emerge entonces del burq'a y comienza a configurar una historia ordinaria: la niñez en la aldea, los bombardeos, la fuga, la travesía por las montañas, la llegada a Quetta. Y luego la historia del padre trabajando de sastre en Peshawar y del primo Rashid que reparaba bicicletas, y de Nissim el vecino traficante de heroína, y de Mahmud el mendigo ciego que delataba a los otros a la policía paquistaní, y de la madre tratando de ganarse la vida en los bazares, y de los otros refugiados, como Abulhasan el electricista y Zafar el contador honesto. Y entonces la historia tuerce el rumbo, crece y se desborda en la de un hermano que se une al mujahedin y es enviado a Jalalabad en una misión clandestina en la que se hace pasar por un comunista de Baluchistán. Y a la historia que va aumentando de caudal como un torrente que baja del Hindu Kush se le unen afluentes y tributarios: la historia de Yuri, el desertor ruso, y de Raina la prostituta más hermosa de Kabul. Y la del mecánico de Hyderabad que hizo una fortuna trabajando como soldador en las plataformas petroleras del Golfo Pérsico. Y la de Fatinah que estudió ingeniería en Moscú y luego emigró a Alemania. Y la de la mujer que engañaba a su marido, un agente viajero iraní, con su sobrino adolescente. Y así, más y más historias formando ramales, meandros y recodos, historias que van a contracorriente y que a veces confluyen en otras, formando remolinos o islas, cayendo en cascadas, mientras otras desembocan lentamente en remansos y vegas.

El almuecín llama a las plegarias. La luna se desinfla pinchada por el minarete de una mezquita. Anochece en Kandahar y Sherezade continúa contando historias, entreteniendo, postergando eternamente la muerte.

Febrero, 1999

W. Spindler Li © 1999

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