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El púgil Jonás

La simulación de lo real necesita manejarse con algunos aspectos reales para embriagar, cegar y, por último, neutralizar. Jonás se tiró al mar de la disidencia silenciosa. Gracias a una enfermedad coronaria que le tumbó de un guantazo, encontró un fallo de seguridad en la estructura meticulosamente construida a lo largo de los siglos por el juego de simulación. La mente es la autora intelectual del juego y, al mismo tiempo, es la que más padece su propio artificio. Hoy, de la mano del estado del bienestar, que no exige ocupación permanente para satisfacer las necesidades básicas, la mente tiene más tiempo para sus enredos; es por eso que se multiplican los psicólogos, psiquiatras, psicoanalistas, videntes, consejeros espirituales, terapeutas, guías transpersonales, charlatanes y magias que prometen felicidad a corto plazo. Sí, los pongo a la misma altura. Los profesionales de la sanidad también hacen el juego a la simulación. Tratan de convencer a la mente de que siga en el cuadrilátero, le meten miedo para que no arriesgue en los abismos fuera de las doce cuerdas, le suministran química que evite los desajustes y taponan cualquier fallo de seguridad del sistema establecido.

Jonás, debido a su patología (tan común por otra parte), se adentró en las catacumbas, donde la personalidad, si pretende ser lo importante, sólo consigue hacer el ridículo. Atravesó las fronteras porque no le servían para entender su estado cercano a la muerte, esa muerte que ya no le resultaba temible ni repulsiva. La muerte en vida que experimentó le abrió los ojos para ver que la vida que conocía, que todos conocemos, está muerta, que carece de energía propia, que chupa esa fuerza de lo real, pero luego se escinde, soslaya y se sumerge en la recreación de un juego donde quiere ser protagonista único. Jonás, que hasta entonces se había identificado con sus pensamientos, con su tradición cultural, se descubrió inmensamente feliz y pleno con la mente antigua rendida y sin peso. Jonás supo que no iba a morir, ni en ese momento ni nunca. Nada puede matar lo real. Nadie puede, aunque convenza a todos, otorgar existencia propia a lo irreal. Nadie puede experimentar su propia extinción. Desaparecerían sus pensamientos y su cuerpo, claro está, pero es que para él ya habían perdido su estatus de personajes Vip. La ideación no era su identidad, no reinaba, era una súbdita que si cumplía con la labor que se le encomendaba sería útil; y, si no, insustancial.

Jonás querría que las palabras se borraran a sí mismas según iba pronunciándolas o escribiéndolas. Que la imagen conceptual con la que trabaja la mente fuera disolviéndose en el sentido hondo de la palabra. Cuántas veces se puede empezar de cero sin que el jugador se cosque de nada. Cuántos inicios se puede permitir un final tan manoseado como el que está destinado al juego de simulación. Jonás, de forma natural, fue desapasionándose de sus juicios, de las opiniones, de proyectos de vida, de recuerdos referenciales y tiránicos, de acumulaciones compulsivas. Todo eso seguía ahí, por supuesto, pero de manera que no ocupaban espacio en su nuevo hogar, que es el más viejo que existe. No interrumpían su experiencia de realidad, ni se interponían en la claridad de su visión. Seguían presentes sin capacidad para ser otra cosa, ni confundir con el juego al jugador. Jonás experimentaba a diario la enriquecedora intensidad de lo cierto que reúne en un punto las miles de galaxias que corren por las células de un ser humano. Qué más necesitaba: nada, claro está. Era libre para señalar con el dedo la farsa del juego que los que van ganando venden como verdad irrefutable y única. Y los que pierden, muchos de ellos, en vez de cuestionar la consistencia del juego, solo aspiran a ser los que mañana venzan en él. Malviven y mueren en la esperanza de que mañana la suerte les sonreirá. Y mañana no existe, es otro pernicioso invento imaginado.

Jonás tenía pegada con sus frases, era fino en la técnica lateral, y compasivo con el rival dialéctico. No le gustaba acabar el combate por K.O., prefería ganar a los puntos, dar cancha al contrincante, alargar la velada. Jonás era un hombre grande, un peso pesado, cabeza imponente, barba roja, puños como el martillo de Thor, de inteligencia brillante, de imaginación cautivadora. La última vez que pude ver su estampa fue haciendo un cameo en una película de José Luis Garci, en "Crack Cero". Aparecía en primera fila presenciando un combate de boxeo: su pasión, su metáfora. Detrás estaba el inspector Areta, el protagonista, intentando desentrañar un crimen. Esa peli de Garci es como la reliquia de San Sebastián que guardaba mi abuela en el armario de las sábanas blancas. El cuadrilátero es un llavero de la vida con normas claras y contendientes íntegros que encajan los golpes con el mismo señorío que los dan, es el escenario donde te aplauden la cara, donde estás solo contra otro hombre de envergadura similar, con el cual bailas sin pisarle los pies, al que has de descifrar antes de golpear en sus flancos débiles. Un púgil que es espejo.

Aquella mañana cayó a la lona sin que nadie le hubiese tocado. Una arteria le estranguló el corazón y le obligó a parar el combate. Fue nulo obligado. Su gran cuerpo inmóvil en medio del cuadrilátero obturó la garganta de los presentes. Él ya estaba en otra liga, recobrando la directriz técnica del espíritu con un cuerpo glorioso y sumiso ante la resurrección.

El dolor hay que sobrellevarlo, pero a sufrir no hay que resignarse. El dolor es del cuerpo, el sufrimiento se produce por falta de conciencia de la realidad, por jugar a un juego inventado y terminar creyéndotelo. El boxeo es real y noble, en él hay dolor sin sufrimiento. En él se dan hostias como panes que espabilan de tanta tontería.

El cuerpo de Jonás lleva dos meses entubado en la cama de un hospital con vistas a una funeraria (las cosas que vas a necesitar hay que tenerlas a mano). Lo que no existe por sí mismo ha de buscar su razón de ser en otro sitio, es por eso que el espíritu de Jonás recorre el universo mientras le cambian la bolsa de drenaje de la orina. Viendo un cuerpo tan indefenso, parece una broma de mal gusto hablar del principio antrópico. Pero las medidas y las fuerzas que rigen el universo están estructuradas con tal finura, que si se cambiara alguna interacción o la más mínima magnitud, no se hubiese dado la vida que decimos conocer. Pero se ha dado, al menos una vez. No sabemos si más. Tampoco es un dato importante. La vida inteligente es mirar al otro a la cara y reconocer que eres tú. Jonás aprendió eso en el ring. Ahora están esperando a que su cuerpo tire la toalla para hacerle un homenaje de campeón, por haber acogido en sus limites a lo informe.

Luis Amézaga, España © 2025

luisamezaga43@gmail.com

Ilustración de Manuel Giron, 2015 © ProLitteris Luis Amézaga nació en 1965 en la ciudad de Vitoria (España), donde vive actualmente. Entre lecturas y escritos concibe la medida del tiempo. Mantiene habitualmente el blog El búnker travestido: https://bunkertravestido.blogspot.com/
Ha escrito artículos y colaborado en diferentes revistas literarias: Bolsa de Pipas, Letralia, Ariadna, Narrativas, Almiar-Margen Cero, Groenlandia, Agitadoras… Ha participado en antologías de relatos y poesías como La Casa del Poeta (Noche Polar), Doble en las Rocas y Escribir en Crisis(Editorial Letralia), o Antología de poesía Viejoven (Versátiles Editorial). Es autor de varios libros de poemas: El Caos de la Impresión, A Pesar de Todo...Adelante, o Los Alrededores del Idiota. Con el poemario Bolsa de Canicas obtuvo el premio en el certamen convocado por la revista literaria Katharsis y se publicó revisado en segunda edición en el año 2012. Ofreció a los lectores el libro de máximas y aforismos El Gotero en la revista Groenlandia. Con el poeta Adolfo Marchena publica el libro de crónica poética La Mitad de los Cristales. También compartió proyecto en su libro dietario El Reloj de Arena junto al escritor hondureño David Morán. Destaca la publicación del libro de sentencias, crítica y pensamiento, que ha recogido bajo el título Una semana de arresto domiciliario. Cuenta también con un librito de relatos titulado Tarde de Moscas, y su flamante trabajo publicado con la editorial Amarante bajo el título: Vuelos rasantes, un ejercicio narrativo que cuenta con nueve historias perturbadoras. Su última entrega a los lectores es el libro Los ladrones de Ideas, con el que obtuvo el segundo premio del IV Concurso Literario de Relatos "Letras Cascabeleras".

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