¿Qué hubiese pensado mamá de todo esto? El día que mamá murió muchos pensamos que había sido finalmente un alivio. Luis en un principio abrigó la esperanza de una mejoría rápida; pero cuando mamá empeoró y dejó de saludarnos, cuando empezó a caminar como una extraña por la casa y nos pedía que por favor nos fuéramos, cuando se perdía en el tramo que iba de su cuarto a la cocina, mi hermano deseó sin disimulo que aquello terminara pronto. "Ojalá esto se termine un día", declaraba sin mirarnos a los ojos.
Era triste ver a mamá pasear sonámbula por el pasillo mientras conversábamos, o cuando nos tomábamos un pisco sauer junto a Luis viendo las noticias en la tele. Luis llenaba el vaso con el pisco y poco hielo, y nos decía con la voz triste y fatigada que mamá ya no estaba con nosotros, que la veíamos pasar, podíamos tocar la misma ropa, pero vivía en otro lado. Probaba otro poco de licor, le veíamos vaciar su vaso entre tragos espaciados, sonoros, y nos decía que mamá debía descansar, que ya era demasiado el desvarío en que vivía.
Y era cierto, mamá ya caminaba sin reconocer la casa, y muchas veces se orinaba como niña chica a la entrada de su cuarto, muy cerca del baño. Usaba una bata desgastada y una horquilla negra que apenas le afirmaba el pelo. Recuerdo que cuando se orinaba Pilar corría con un trapo café a limpiar el suelo para que Luis no se fuera a creer que mamá estaba tan mal; con Pilar todavía creíamos que mamá mejoraría, y como unos grandes bobos abrigábamos la esperanza de ver a mamá levantarse de la cama para tomar ese desayuno que le gustaba tanto a ella: pan amasado con mermelada de damasco y un café caliente y aromático con leche descremada. Pilar aseguraba que así sucedería, nos escondíamos en la bohardilla, y tomando leche con plátano, inventando juegos con el dominó incompleto, o con un ludo en un tablero patituerto, nos convencíamos de eso: mamá se iba a mejorar y saldría con nosotros, prepararía una torta para el cumpleaños y saldríamos al cine Oriente. Lo triste fue que nunca imaginamos esa enfermedad avanzar en forma tan irrevocable. Pilar había escuchado lo de mamá, y sabía que tenía una enfermedad muy agresiva, pero nunca imaginamos que terminaría así. Poco antes de morir, mamá recobró algo de su lucidez original y le pidió a Pilar en un susurro: "tienen que ser unidos, los hermanos muy unidos, Pilarica." La pobre Pilar siempre se acordaba de eso y lloraba.
El día en que mamá murió sentimos un alivio intencional, casi voluntario, pero acompañado de un raro malestar a los codos, en un hombro, aunque nos reconfortábamos pensando que a lo mejor era el cansancio, una dolencia que pronto pasaría. A mí se me hinchó momentaneamente el pie derecho y después el codo izquierdo, y lo atribuí, sin darle mayor vuelo, a una pequeña artritis que me molestaba. Tomé reposo sin contarle a nadie, y distrayendo mi atención en las noticias, averiguando lo que sucedía en el asunto del petroleo, o estudiando el problema de unas islas en el sur de Chile -nunca en la muerte de mamá, eso jamás- se me curó la incomodidad tan inusitada.
Mis hermanos no dijeron gran cosa, pero ellos también se enfermaban, y el mismo día en que mamá murió les surgieron malestares que Luis, cuando estaba con un poco de trago, prefirió llamar como "los problemas de la asimetría," y nada más que para darle un nombre, porque mi hermano es ingeniero, y al médico no se le ocurrió nada concreto que agregar. Recuerdo que cuando Luis lo llamaba por teléfono nos venía a ver de inmediato porque había sido un buen amigo de mamá, y así, entre sonrisas y un trago de jarabe, nos trataba de explicar que quizás había sido una caída, o un machucón que nos habíamos dado cuando estábamos en cama, sin darnos cuenta. La gente sueña, nos decía, se mueve por la noche, y no sería raro que eso explicara las molestias. Luis lo llamó en innumerables oportunidades; pero él que era un experto, un médico que se había perfeccionado durante cuatro años en París, en la Sorbona, nunca supo decirnos lo que sucedía. Cuando el doctor Mayerstein entraba a nuestra casa -así se llamaba el médico- inmediatamente comenzaba a contarnos de su perro, su nieta que estaba tan grande, o sobre la actualidad internacional (en ese entonces pasaba algo en el Japón), y al poco rato nos sentíamos mejor, mi hermana se recuperaba y decía que le gustaba el jardín y que por favor la acompañaran al columpio. Tratamos con insistencia de explicarle al doctor nuestras dolencias, y en varias oportunidades -pese a mi juventud y el respeto que imponía su presencia, había sido colega de mi padre-, le conté irritado las muchas veces en que Pilar se había puesto a llorar mientras se le hinchaba el pie derecho, o le dolía el lado izquierdo, pero nunca los dos juntos -como descubrió mi hermano Luis, siempre había asimetría-, le conté cómo nos afanábamos sacándole un zapato para que no se fuera a desarrollar una gangrena o cosa peligrosa. Le mencioné que a mi también me habían ocurrido dolencias parecidas, y le dibujé en detalle lo que sucedió al día siguiente de la muerte de mamá; pero él me tomó de los hombros, y con cariño, abrazándome, comenzó a hablar de mujeres, que me buscara una noviecita y que entonces vería como todo se arreglaba, que viajara, que tomara vacaciones, que me juntara con amigos e inventara panoramas nuevos; y la verdad es que de inmediato me sentía mejor, el absceso de mi hombro derecho se achicaba, y Luis, que tenía el ojo izquierdo tumefacto, ya podía ver sin lentes. Pilar corría buscando candidatos para que jugaran con ella en el jardín.
Luis desde un principio supo que nuestros problemas estaban relacionados con mamá, porque coincidía que cuando hablábamos de ella, cuando recordábamos su manera triste de caminar por los pasillos, los largos meses de orines y pingajos, de inmediato nos empezaban las molestias físicas y los dolores, “los problemas de la asimetría”, como nos decía Luis cuando tomaba trago; y el pobre se levantaba rápidamente a beber otro pisco para mejorarse, se le ponía la nariz colorada de tanto tomar trago y con otra voz cambiaba el tema en forma fácil, nos hablaba del fútbol, de la Chile, o del problema limítrofe con unas islas en el sur. Así fue como propuso la fase de los experimentos, estos consistieron en recordar intensamente un gesto de mamá, cómo tomaba un vaso de agua o se reía, había que recordarla hasta casi manosearla al frente, nos decía, para luego olvidarla velozmente jugando al ajedrez, o sumergiéndonos en el trabajo de la casa. Fue increíble constatarlo, pero Luis estaba en lo cierto, él se mejoraba y reía a carcajadas, y sin darse cuenta se descolgaba de la risa encima del sofá que había sido de mamá. Tengo que reconocer que Luis fue el primero en notar ese misterio, y después de la fase de los experimentos que él propuso cupieron pocas dudas: los recuerdos de mamá y las molestias que sentíamos estaban de alguna manera entrelazados. Me lo dijo primero directamente a mí en el último cumpleaños que le celebrábamos a Pilar, comíamos torta de chocolate cuando se me arrimó a un costado y me explicó su teoría y la fase de los experimentos. Yo dejé de comer (el pastel de chocolate que estaba parecido a los que preparaba mamá) y le dije que eso no era cierto, no se lo creía, incluso me enojé y le sugerí que inventara otras calumnias para vengarse de mamá, para vengarse de ella porque no había sido su hijo regalón, o no le habían querido suficiente cuando niño (ya no recuerdo cuantas cosas más le tuve que decir). Pero Luis tenía razón, y de alguna manera así nos defendíamos, pensábamos en vacaciones o imaginábamos una visita a Buenos Aires y nos mejorábamos; nos sentíamos mejor aunque nunca fuéramos a Buenos Aires o Luis tomara vacaciones.
Con Pilar desgraciadamente el proceso fue distinto, las distracciones funcionaron, pero temporalmente porque siempre volvió a lo mismo, a recordarnos en forma recurrente de mamá. Cuando la situación empeoró, después de una arritmia dolorosa que la chicoteó de sorpresa, nos reunimos en la mesa de patas combadas, en el comedor principal, y Luis nos anunció con voz grave lo que ya todos pensábamos pero no queríamos decir: teníamos que olvidar a mamá, las cosas de mamá. Recuerdo que fue tan duro decirlo y escucharlo que rápidamente empezamos con los malestares. Pilar sintió un dolor fuerte en el pecho, y a mí el codo izquierdo me dolió en otro sector; apenas lograba estirar el brazo para alcanzar el café. En todo caso Luis lució su sangre fría, y para demostrarnos que estaba en lo cierto, que había que olvidarse de mamá, esconder sus cosas, en lugar de ir y socorrer a Pilar, corrió a encender la tele donde estaban dando las noticias. Pilar gritaba y nos decía que le cargaba la política, que no quería saber nada de política, pero que esta vez pasaba, las vería, lo importante era cambiar de tema, hablar de cualquier tema para mejorarnos. Y nos mejorábamos, Pilar dejaba de quejarse y nos pedía que por favor la acompañaran a jugar.
Así fue como llegamos al acuerdo final de destruir las fotos de mamá; era lo último que nos quedaba de ella, porque sus abrigos, cartas, radio, su florero preferido, los distribuimos entre amigos y familiares; incluso una amiga quedó bien contenta cuando le regalamos el Fiat blanco, bien roñoso, de mamá. Al principio no le dijimos a Pilar el asunto de la destrucción para que no llorara, para que no se exacerbara esa puntada al pecho que ya era casi crónica; una arritmia nefasta que podía desarrollar una enfermedad "preocupante", como nos decía el médico. Pero de alguna manera Pilar se enteró (como se enteraba de muchas cosas), y nos dio gran valor cuando la vimos abrir el primer álbum de fotografías y arrancar sin ninguna duda los retratos de mamá, sin una mueca de remordimiento. Luego mi hermano Luis, en otro gesto que también nos dio fortaleza, porque le atormentaba el lado izquierdo, en el torax, de la misma manera continuó con otras fotos, unos retratos de mamá luciendo un vestido repolludo y largo sosteniendo a Pilar entre sus brazos (que después Pilar se ofreció a romper para arrojarlos ella misma a la chimenea humeante); otros de mamá en la playa Mirasol, cerca de Algarrobo, o de mamá manejando un Chevrolet antiguo de aletas amplias y nosotros con los rostros asomados por la ventanilla y gesticulando hacia el fotógrafo. Después a Luis se le puso el dedo meñique derecho más grande que el izquierdo -y sé que es doloroso, intolerable, porque me ha pasado-, pero siguió imperturbable en su tarea de romper las fotos. Estoy seguro que buscaba darnos un ejemplo porque teníamos que apoyarnos, mantenernos unidos -como ella quería- tratando de olvidar a mamá, las cosas de mamá.
Acordamos vivir en la misma casa, unidos, juntos, como le hubiese gustado tanto a mamá. Lo conversamos los tres, incluso Pilar participó (ya la tratábamos como niña grande). Al principio le escondíamos los argumentos (total era la nena, la niña de mamá); pero al final se enteraba y nos conversaba como niña grande. Y creo que no fue raro que así fuera, ella había sido la primera en constatar la muerte de mamá. Ese día, temprano en la mañana, Luis sintió ruidos provenientes de su cuarto, y me pidió que por favor fuera a verla, lo más probable es que necesite ayuda para levantarse, me dijo, pero quizás no quiere molestar. Me puse la bata, corrí a su cuarto y me encontré con Pilar jugando a los enfermos encima de mamá, saltando encima de ella. Supe que estaba muerta por su rigidez y ese color de aceituna fría que tenía el rostro. Sólo cuando Pilar me vio de pie a la entrada del cuarto, mirando y sin decirle nada, se puso a llorar y me dijo que mamá se había ido y que ella la estaba cuidando, que pocas horas antes mamá le había dicho que partiría en un viaje largo, grande, como perdiéndose en un túnel gris, y que no había para qué llorar. Estaba asustada porque había pasado mucho tiempo y mamá no volvía de su viaje grande. Como no le contesté, y solamente la miré sin pedirle que se bajara de la cama, dejó de saltar y se puso a llorar desconsoladamente, ahí me dijo que mamá estaba muerta, dura como un palo de madera seco, y me buscó para perderse en un abrazo. Esa experiencia la hizo crecer en pocas horas; incluso nosotros, que la tratábamos siempre como la nena de mamá, la vimos enorme y madura en cosa de minutos.
Pese a los esfuerzos desplegados borroneando las huellas de mamá, muchas veces nos seguíamos topando con retratos de ella, sus ropas, papeles, cartas, y mi hermana menor no lo soportaba. Pilar se ponía a llorar e inmediatamente se le agravaba el dolor al pecho. El médico ya estaba preocupado. Recuerdo que, sentados en la mesa coja, de patas combadas, con los brazos estirados al frente, decidimos que había que quemar todo lo que nos trajera algún recuerdo de mamá; y para asegurarnos que el proceso caminara bien y limpio, le pediríamos a la tía Carmen que se hiciera cargo de Pilar por unos meses. Pilar estaba débil, le había afectado demasiado la muerte de mamá, las complicaciones que nos ocurrían, y el médico nos había advertido que había que hacer algo rápido. A la tía Carmen le explicamos que necesitábamos modificar la casa, organizar nuestros papeles (a Luis no se le ocurrió otra excusa que agregar), y eso sería más fácil si ella se hacía cargo de mi hermana. ¡Ningún problema!, dijo la tía, Pilar nunca da problemas. Y para dejarla mejor recomendada le hicimos saber nuestra preocupación por la salud de Pilar, su arritmia que avanzaba, aunque guardábamos secretamente nuestras esperanzas. El médico -pese a su inquietud manifiesta- nos había dicho que en cualquier momento se podía producir una "regresión espontánea" (otro término que nunca pudimos entender).
Recuerdo que finalmente descansamos cuando el médico nos anunció algo concreto sobre los padecimientos de Pilar: “definitivamente tiene arritmia”, nos dijo, “y tiene que cuidarse”. Ahí fue cuando la grité pidiéndole que por favor olvidara las cosas de mamá, y ella nos juró entre sollozos, escondiendo el rostro en una almohada, que así lo haría, y que ya era una niña grande y entendía cómo eran las cosas de los grandes. Antes de partir nos juró -a mí y a Luis, que era el más convencido sobre la teoría de mamá-, que olvidaría todo lo relacionado con ella. Nos abrazamos y yo sin querer le dije a Luis que ahora era distinto, que mamá hubiese estado triste al ver lo que nos pasaba, nos estábamos dispersando, estábamos tratando de arrancar, le dije. Pero Luis me apretó fuerte entre sus hombros, me miró a los ojos, y con su tufo pisco sauer que me dejó mareado, me aseguró que mamá hubiese hecho lo mismo en una circunstancia como esta. Ahí Pilar se me colgó del cuello y se puso a llorar desconsoladamente; le dolía el pecho, en el lado izquierdo ("aquí, aquí," me dijo). A mí se me hinchó otra vez el codo y Luis corrió a servirse un trago; le dolía un ojo.
Desgraciadamente cuando hablábamos por teléfono con Pilar no había alternativa y siempre terminábamos hablando de mamá. Le costaba dormirse por las noches, nos decía; pero le tenían prometido un poodle, y eso la hacía más contenta. Un día, como la niña grande que era, Pilar me llamó a la oficina y después de una conversación intrascendente, donde hablamos de tía Carmen y sus manías, del perro que le tenían prometido, me preguntó qué habría pensado ella.
-¿Quién? -le pregunté.
-Mamá. ¿Qué hubiese pensado mamá de todo esto?
Me dio una tristeza amarga y tuve que contestar cualquier mentira antes de colgar. Una puntada profunda en el abdomen se me colaba por el costado izquierdo, una afección que se movía, y me fue imposible conversar largo con Pilar. Tomé aire, traté de meditar, y estaba en eso, respirando profundo, ensayando la fase de las distracciones, cuando nuevamente me llamó. Me pidió disculpas, que perdonara, me dijo, pero ya era algo biológico que no se iba ni siquiera con las distracciones que explicaba Luis, a veces era incontrolable y no podía hacer nada sino llamarme a mí, que Luis ya no la entendía. “No me entiende", me dijo, “me siento tan sola”. Le expliqué que la situación se estaba tornando crítica, y que por favor olvidara las cosas de mamá, "por favor Pilarica", le dije, “andá al cine, hacé cualquier cosa; pero olvídate.” No le colgué hasta que juró nuevamente que sí, que lo estaba haciendo, que dolía mucho hacerlo, pero que Luis tenía razón, había que olvidarse de mamá, además ella era una niña grande. Al despedirse se puso a llorar y nuevamente me preguntó qué hubiese pensado mamá de todo esto. Me dañé los puños al golpear mi escritorio cuando la escuché preguntar lo mismo, insulté al mundo, a mi hermano, y sólo me calmé cuando vi entrar a Carola, mi secretaria de ese entonces que se asustó al verme los ojos vidriosos, la vista cansada; apenas podía mover el brazo izquierdo.
Jamás imaginé que esa sería la última vez que hablaría con Pilarica, mi querida hermana. Al rato traté de llamarla, marqué su número apurado, pero nadie contestó el teléfono. Al día siguiente llamaría tía Carmen, al principio no nos dijo nada; pero lloraba y nos pedía que por favor fuéramos pronto donde ella. Nos subimos al Fiat 600 de mi hermano y arrancamos sin fijarnos en el vecindario, mirábamos hacia afuera, a través de las ventanas mugrientas, pero abríamos los ojos sin interés, como paseándonos por galerías vacías o adentro de un acuario de aguas turbias. Cuando llegamos a la casa de mi tía, el vecindario se veía tranquilo, y estaba el mismo gato regalón durmiendo en las baldosas limpias. Tocamos el timbre y la tía Carmen salió corriendo a abrir la puerta, la besé en la mejilla pero no le hablé, tenía una toalla húmeda que frotaba frenética entre sus manos coloradas, frías. Al entrar a la casa, en el zaguán oscuro, de inmediato me dolió un hombro y me di cuenta que era Pilar, le había pasado algo a Pilarica. Luis apenas se mantenía en pie y se quejaba de un dolor muy fuerte en el oído izquierdo, y el ojo derecho lo tenía inflamado. Cuando caminé por el cuarto de Carmen mi molestia artrítica se hizo insoportable, sólo flaqueó en intensidad cuando abracé a la tía y le traté de explicar que no hubo nada raro, que Pilar sabía lo que tenía que haber hecho para que no le sucediera nada; pero ella parecía no entender, sólo miraba a su toalla. Fue como una ventisca helada cuando entramos a su cuarto, Pilar estaba tendida encima de la cama y en la misma posición en que había terminado mamá: con sus brazos cruzados y unos dedos que trataban de agarrar un pañuelo rojo; pero esta vez no había nadie que tratara de jugar con ella. Luis cuando la vio se puso a gritar y corrió al garage a romper una botellas de licor vacías, gritaba que ya era demasiado, que no lo soportaba. Tuvimos que llamar al médico para que le prescribiera sus calmantes, un Valium 5 que se tomó con agua de romero después de muchas rogativas. La más serena era la tía Carmen; aunque no entendía lo que pasaba, ella hacía lo imposible por explicarse lo que sucedía, y la pobre no dejaba nunca su toalla, tenía las palmas de sus manos rojas de tanto frotar esa toalla húmeda. Nos dijo que había sentido unos ruidos por la noche, pero no le había dado mayor importancia: siempre sentía ruidos, ¡estaba segura que penaban! Nunca imaginó que Pilar pudiera terminar así, la nena de mamá.
Decidimos no asistir a la ceremonia religiosa, nos traería recuerdos de mamá, además apenas podíamos con nosotros mismos. Habíamos quedado sin energías al limpiar el cuarto de Pilar, al escarbar entre sus papeles, las servilletas y la filatelia que juntaba; recuerdo que el corazón nos dio un vuelco al abrir un cajón y ver el álbum de fotografías: ahí estaba mamá, un retrato de ella. No podíamos creer que Pilar fuera hasta ese extremo testaruda. Luis me juró que había hecho desaparecer todas las fotos de mamá, incluso los álbumes vacíos. “¿Quién te ayudó?”, le grité frente a la tía Carmen que todavía no distinguía nada de lo que pasaba.
-¿Quién te ayudó? -le repetí.
-¡Pilar, con Pilar lo hicimos, era la más convencida! -me dijo agarrándome del cuello-, era la que mejor arrancaba los retratos y después los arrojaba al fuego. ¡Tú la viste! -y luego me abrazó. Pero sin contener el temor y la rabia, la impotencia, siguió repitiendo: "¡tú la viste, tú la viste!", en un llanto nasal, como recirculando líquidos por unas entrañas que le parecían ajenas.
Mi hermana, sin que nosotros lo notáramos, había atesorado las fotos de mamá, las que ella le había juntado para cuando fuera grande ("para cuando seas grande, Pilarica, y ya no vivas con nosotros"), y periódicamente las veía, se acordaba de mamá.
Después de la muerte de mi hermana tuvimos otra reunión. Nos juntamos con Luis sentados en la misma mesa coja, de patas combadas, en el comedor, pero esta vez teníamos los brazos recogidos debajo de la mesa, como si esperáramos un plato de comida helado o escondiéramos algún recuerdo de mamá. Sólo alzábamos los brazos para probar un sorbo de café, o para aplastar con la yema de los dedos una miga añeja, un resto de galleta dura. Sentados en la mesa decidimos que lo mejor sería desunirnos, vivir en casas separadas y vender pronto la casa. Nos dimos un abrazo antes de partir, el iría a vivir al puerto, a Valparaíso, y yo me quedaría aquí en Santiago tratando de vender la casa. Cuando lo vi alejarse con sus lentes ahumados -le dolía el ojo derecho- y cuando lo escuché cerrar la puerta, la lejanía del Fiat 600, su motor ronroneando por la calle descubierta, tuve la triste certeza de que algo se nos estaba escapando de las manos, se cumplía un ciclo; ya no nos veríamos con la regularidad de una familia establecida, nos arrancábamos en un proceso limpio y quirúrgico, nos despedíamos; de seguro a mamá le hubiese entristecido vernos.
Y ya han pasado casi veinte años desde que partió mi hermana, la pobre Pilarica, y pese a lo que habíamos imaginado, a Luis le ha ido bien; aunque toma mucho whisky -ya no prueba el pisco- y cambia continuamente de pareja. Primero vivió un tiempo con Iris, una colombiana de quien no tuvo hijos. Ahora parece que sale con una maltesa, eso creo por lo que me cuentan algunos conocidos. A él no me atrevo a consultarle, desde que vivimos lejos hemos perdido la confianza. Sé que Luis es el presidente de una empresa de vapores importante -la Stanley Vapor parece que se llama-, donde tiene que viajar continuamente por asuntos de trabajo. A veces me manda una postal de El Cairo, otra de Camerún, en África, pero lo más importante es que nunca hablamos de mamá. Desde que nos separamos le juré que olvidaría, concluímos que lo importante era sobrevivir, y estuvimos totalmente de acuerdo. Desde ese día mi vida se ha desarrollado en forma predecible, y he luchado por conseguir un espacio honorable en este mundo. Hasta podría decir que soy un hombre de éxito, con amplio poder en el trabajo y una mujer, Carola, que me ha dado una hija vivaracha y tierna, que me regala unos besos caluguientos -llenos de vida- cuando estamos juntos y me pide que la saque al parque en una bicicleta. Pero esa alegría -esa borrachera de alegría-, no me altera la certeza de saber que un día, en un tiempo no muy lejano, ordenaré mis papeles, cancelaré algunos compromisos, y como un autómata afiebrado llamaré a mi hermano con la billetera abierta al frente. Tengo una pregunta que me arde, sé que no debo hacerlo -lo hemos conversado en esta mesa-, pero mirando firme a la foto de mamá, en mi billetera, cerrando bien un puño, me haré de valor y le preguntaré qué hubiese pensado mamá de todo esto:
-¿Qué hubieras pensado tú, mamá?
Cristián Fierro, Chile, Estados Unidos © 2003
Fierromi@comcast.net
Cristián Fierro, de origen chileno, vive actualmente en Michigan, Estados Unidos. Estudió química en la Universidad de Chile. Comenzó a escribir al salir de su país el año 1981, como una manera de no perder su idioma. En 1985 obtuvo su doctorado en Química en Case Western Reserve University, Cleveland, Ohio. Posteriormente trabajó como postdoctor en el Fritz Haber Institut, Berlín, y en la industria privada de los Estados Unidos. Actualmente se desempeña como investigador en la Compañía Ovonic, Michigan, donde está involucrado en la nueva generación de baterías para el auto eléctrico. Algunos de sus cuentos han sido publicados en el diario La Época, La Nación y la revista Análisis de Santiago de Chile. No ha tenido ni el tiempo ni la energía para publicar sus cuentos en un libro. Una importante agencia literaria en Barcelona los consideró por un tiempo al pasar el turno de la lectura, pero Fierro no llamó lo suficiente por teléfono ni tampoco se contactó con profesionales en esta area para darles el último empujón. Sin embargo esto último ha sido beneficioso porque ha podido madurar los relatos, pulirlos a lo largo de los años para beneficio del lector. Son cuentos escritos con cariño y por un gran aficionado. Le interesa el cuento por lo intenso y comprimido de estos, y sobre todo porque es el vehículo ideal para una época donde se tiene poco tiempo. Considera a las novelas como cuentos largos, cuentos "con hormonas de crecimiento". Se confiesa un gran admirador de cuentistas como Ethan Canin, Tim Orian, Richard Ford, Tobias Wolf, Raymond Carver, Harold Brodkey. En cuanto a relatos breves se refiere, cree que Estados Unidos está definitivamente entre los grandes. El maestro indiscutido para Fierro está en Cortázar, sobre todo por la gran generosidad y cariño que demuestra con sus personajes. Nota en Cortázar al escritor "aficionado" (como el mismo Julio lo decía), ese escritor que escribe por una necesidad imperiosa por tomar un tema y trabajarlo profundamente porque para el escritor es importante y no por ser el encargo "profesional" de una revista, o un compromiso cercano con una editorial. Por eso Fierro considera el Proyecto Sherezade una contribución importante para que los escritores "aficionados" puedan darse a conocer. Considera triste comprobar la cantidad inmensa de "literatura profesional", muchas veces aburrida pero de gran difusión y que repleta estantes en las bibliotecas y librerias. Escritores profesionales que conocen su oficio, que escriben muy bien, pero que apuestan poco y que muchas veces "juegan a la segura" y por eso mismo aburren. Eso no hace mas que confundir al lector quitándole su tiempo y aplacando su interés por las historias, los cuentos, los dramas que pueden encontrar en la página escrita por un buen "aficionado".
Lo que el autor nos dijo sobre el cuento:
El cuento es bien personal y tiene dos temas que siempre me han interesado mucho.
Primero ese “desgranage” que ocurre en las familias, donde muchas veces hermanos y hermanas -que un principio compartían un mismo
cuarto, una misma casa- con el tiempo se apartan, se casan, y los respectivos hijos terminan siendo unos perfectos extraños. El otro tema es
el impacto que tiene sobre la salud nuestro estado de ánimo o mental. Pero el cuento no fue escrito racionalmente ni tampoco fue planificado;
simplemente durante las correcciones y muchas relecturas “descubrí” esos dos motivos y los resalté, cuidando mucho en no caer en un relato
cerebral o en otro ejemplo más de literatura fantástica. Traté de que el lector sintiera cariño por los personajes y sus dramas.
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