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Basic morality

A mis profes de Historia
y Castellano

Muchos de mis amigos, mis vecinos, algunos compañeros de la oficina, se complican la vida averiguando lo sucedido a Jessica, la niñita de diez y ocho meses que ahora es noticia en Estados Unidos, Europa, Japón, y en varios países del mundo; quién sabe si ahora también lo anuncian en Chile. No puedo dejar de ver la televisión, ni tampoco el periódico, donde describen los pormenores de la tragedia. Todo empezó cuando Reba, su madre, corrió a contestar el teléfono. Según ella, acababan de llegar a la casa de una tía, y Jessica jugaba con amiguitas en el jardín, cuando éste resonó nítido y cristalino a través del pasillo. "Nunca debí contestarlo", dice Reba, en una de las tantas entrevistas que he estado leyendo. Pero en otra agregó para calmarse: "Quizás así estaba escrito".

El desastre ocurrió durante aquellos cortos minutos cuando Reba, al regresar al jardín, vio a las amiguitas de Jessica mirando muy sorprendidas hacia un forado dibujado a ras de un empedrado polvoriento. Jessica era la única que no estaba; se había deslizado por aquel hueco profundo -no más ancho que su angosta cintura de niña-, ante la sorpresa de sus amigas que incluso la ayudaron a que se metiera con los pies hacia abajo.

"¡Curiosidad infantil!", dicen mis amigos.

Algunos periódicos mencionan que la perforación podría alcanzar unos cincuenta metros. Otros dicen que fue la niñita mayor quien removió una piedra negra, pesada, para mirar hacia abajo, y después invitó a Jessica.

-¡Cincuenta metros! -le grito a mi mujer.

Newsweek en una edición extraordinaria que me acaba de llegar -llegan en cantidades- menciona que un reportero logró vencer el cerco policial hasta acercarse al hueco profundo; sus medidas indican los sesenta metros cincuenta -eso medía el cable que usa en los reportajes-, y menciona, además, un hecho curioso: cuenta que a veces, durante largos silencios, se escucha un eco triste y lejano, como el de un ballenato, un lamento que nace humilde, que sube y choca y se distorsiona al golpear los oídos de los que esperan ansiosos a la salida del túnel.

Todavía está viva dice el Newsweek, y The New York Times lo confirma, aunque esos son los lamentos de un moribundo, enfatizan; dos días atrapada en aquel hueco de veinticuatro centímetros de ancho, de cincuenta o sesenta metros de profundidad, sin comida, y con frío, así nadie puede vivir, pero está viva dicen en el reportaje, está viva.

-¡Cincuenta metros, seguro que está muerta, seguro! -le vuelvo a gritar.

En el último boletín noticioso -ahora que vivo expatriado, escuchar noticias se ha transformado en un vicio- dicen que le están arrojando un tufo caliente para que no se congele, y que su madre, Reba, corre por el jardín de su hermana con el biberón preferido de Jessica: "¡Quiero que coma, quiero que pruebe algo!", y lo grita como poseída por los indios pretéritos que habitaron aquella tierra. Los hombres la sujetan fuertemente de los brazos, le quitan el biberón y, siguiendo los consejos del equipo de médicos que esperan ansiosos a la salida del hoyo, le gritan: "No es bueno que coma nada".

"No es bueno que ingiera nada", declaran también a la prensa. Y muy circunspectos, en forma profesional, anuncian unánimemente: "Eso puede hacer más difícil un tratamiento médico posterior". Como los periodistas preguntan detalles -y esto se ve muy claro en la tele- un enfermero les grita a boca de jarro: "¡Puede ahogarse en sus vómitos, en sus propios vómitos, sobre todo si se pegó en la cabeza!", sobrepasando en autoridad a los expertos que ahora se notan tristes y disminuídos, con miedo a manifestar cualquier opinión enfrente a las cámaras del noticiero. Yo me preparo un café caliente -apenas he probado el café-, y digo en voz alta que el enfermero tiene razón, porque cuando mi hijo tenía ocho meses, cuando apenas comía solo, siempre dormí a saltitos creyendo que se iba a morir ahogado en su propio vómito; soñaba con vómitos, y a veces me despertaba creyendo que nadaba en una laguna de vómitos, y corría a verlo a su cuna donde dormía como un angelito.

La caída ocurrió en Midland, Texas -quién iba a imaginar que yo terminaría viviendo en USA, pero así son las cosas, ocurre y uno tiene que apechugar-, donde una cuadrilla de cuatrocientos hombres, todos voluntarios, premunidos de cuerdas y equipos aparatosos, excavan un hueco paralelo para poder sacarla. Han estado trabajando durante cincuenta y ocho horas en frenéticas excavaciones. Al menos eso nos dicen los periódicos y revistas que continúan llegando a mi casa. Trato de dormir pero siguen llegando a cada hora; catastros húmedos, blandos, recién salidos de imprenta. Los arrojan tan ensopados en tinta, que rebotan pesadamente en el suelo y a veces quiebran un vidrio o derriban un macetero; pero no importa, corro a limpiar y los leo, necesito leer, necesito saber qué está ocurriendo; trato de estar informado. Empiezo a leer pero mi mujer me interrumpe, golpea la mesa, se queja; entonces se acerca y le hablo, le pido que tenga paciencia, que ya pasará, le digo. Ella deja a un lado lo que tenía en las manos y recrimina, me ataca, me dice que haga cosas más útiles, por qué no arreglo esa gotera en el baño, o no le pinto el cuarto de abajo, que ahí está la pintura, me dice, hace un mes que está ahí, me dice. Tomo mi libro con fuerza, como si fuese un paraguas, y continúo con mi lectura, me detengo al final de un párrafo y le vuelvo a pedir que tenga paciencia, que por favor no se apure, le digo, que esto es temporal, que ya pasará y volveremos a vivir como lo hacíamos antes, pensando en un trabajo seguro y viviendo en nuestro país, rodeado de nuestra parentela y amigos. Pero entonces ella me grita -en una ocasión lanzó histérica el plato de tallarines contra una muralla-, y me dice que ya todo parece temporal, que la vida parece temporal, que los días de la semana y los meses son temporales, que catorce años son temporales y, por último, ¡que llegaremos a viejos en forma temporal! Y por ahí no sé qué decirle, a veces agarro otra revista y la hojeo con ira, y sin mirarla a los ojos le vuelvo a decir que algún día cambiará, ¡que la suerte tiene que cambiarnos un día! (como le pasó a Pepe, un amigo que ahora está bien, quizás demasiado bien, pero no se lo digo). Y me escondo entre los papeles, las cifras, los análisis que guardo en un cuarto especial, repleto de periódicos y revistas. Estos rebasan ya la entrada del cuarto, bloquean la puerta, pero no los puedo arrojar al tacho de la basura, parece barbárico; por eso siempre atesoro paisajes chilenos, editoriales sobre la situación chilena, libros editados en Chile que alguien me manda, o cientos de otros artículos que después espero recortar para poder releerlos con calma en la noche, cuando tengo más tiempo. Pero como casi nunca los recorto -las tijeras siempre desaparecen, se pierden -"¿quién me tomo las tijeras?", grito como lo hacía en Chile- guardo los periódicos enteros, con sus avisos económicos y reportajes del domingo completos. Éste que me acaba de llegar está interesante, doy vuelta las hojas y me ensucio con tinta los dedos, pero agarro un pañuelo, una servilleta blanca, me los sacudo y me salpico con tinta negra la ropa, pero continúo con mi lectura, no dejo de leer porque me cuesta tanto creer lo que leo. Ahora es The Washington Post, y anuncian que la niña está viva, que siempre lo ha estado porque no cayó de un solo porrazo, sino que se fue deslizando de a poco, ayudada por las amigas; al menos eso es lo que nos dicen... y muestran en una figura explicativa la posición en que finalmente quedó atorada: las piernas le quedaron como tijeras abiertas, sosteniéndola adentro del tubo como a una muñeca de trapo.

Pronto he dejado The Washington Post porque por cadena de radio y televisión todos vemos salir un bultito envuelto en vendajes sucios, y empujado por unas poleas blancas salpicadas con lodo; ni siquiera mueve los brazos.

-¡Está muerta, no ves que está muerta! -le grito a ella.

-Acaso no ves que está viva.... ¡mira la televisión, mírala, mira como movió un brazo! -me contradice.

-¡No puede ser, está muerta! -le vuelvo a gritar, mientras me levanto golpeando la puerta del baño. Me abro el marrueco y orino con desagrado, lo hago con la puerta abierta y sonora, y dejo caer el líquido espeso, amargo, y que caiga y salpique, mientras le digo que mienten, que todos están mintiendo, "¿cómo no te das cuenta?", le grito, "¿cómo?" Es ahí cuando el mocoso chico me ataca -siempre defiende a su madre, no me guarda respeto-, y cierra y abre la puerta del baño a grandes portazos. Me habla en inglés, cuando se enoja lo hace en inglés: "¡She is alive!", me dice, y sin motivo aparente insiste en que yo no soy un "American", que nunca lo seré, aunque me entreguen los papeles, los timbres de inmigración y el pasaporte verde con las insigneas, y por la sencilla razón de que no sé pronunciar bien el maldito idioma, nunca lo voy a aprender, me grita. Me corrige la pronunciación y me dice que tengo la boca rota: "your mouth está broken, pap!" Cuando viene con amigos del barrio sucede lo mismo, llega enojado y los invita a pasar a su cuarto, luego cierra la puerta con llave sin hacernos partícipes de su vida; llega a pasearse como un pensionista por nuestra casa. Siente vergüenza de mí, por eso apenas me habla, apenas me mira; pero no me defiendo, ¿para qué defenderme?.... quizás sea el sentimiento de culpa, nuestra tierra distante, y prefiero acallar las protestas, cubrirlas, como a veces ha hecho mi hijo. Él muchas veces esconde sus rabias, y de esa manera me acusa, reprueba y me hace responsable de tener que vivir lejos de sus abuelos, de sus primos y más parientes. Su silencio es hieriente, jamás creí que el exilio le llegaría de esa manera. Ahora ya no me grita y yo tampoco le digo nada, y termino con una culpa que me roba los deseos de continuar la disputa; porque no hay peor maldición que pelearse con tantos y al mismo tiempo, con mi hijo -que apenas me habla-, mi mujer y mis padres. Con ellos fue difícil y triste, sobre todo que ahora viven tan lejos. Recuerdo que cuando llegaron de Chile ocurrió todo muy rápido, cuesta explicarlo, uno trata de planificar los encuentros y abrazos atendiendo pequeños detalles, la cama, qué comida tenerles para ese día, o cómo mostrarles tantos lugares en tan pocas horas; pero siempre ocurre lo imprevisible, lo imponderable. No habían alcanzado a bajar del avión, cuando Camila -así se llamaba mi madre- me preguntó por el "Rancho La Ponderosa".... ¡ese mismo!, el de la serial que ella veía por la televisión chilena y con ese famoso actor bonachón, simpático, que siempre resolvía problemas; Lorne Green parece que se llamó (al menos eso me dice mi mujer porque ella también lo veía y me cuenta que ya está muerto). Y sentí dolor en el pecho, como una picadura de víbora en el abdomen, la sangre se me encharcó, la sentía espesa, porque yo no podía volver, me impedían regresar a mi propia tierra, y ella -mi madre-, ¡ocupada en "La Ponderosa"! Recuerdo a mi padre tomándole el brazo -eso lo recuerdo muy bien- después de haberme mirado profundo a los ojos; levantó la vista y me miró nuevamente, su mirada me dejó sin aliento, parecía un desierto con flores. Y acepté a que me exiliara de ella, era él quien me estaba exiliando, pero me lo pedía de una manera, con gestos tan sin palabras. Y ella se veía distinta, muy diferente a esos años en que organizó tantas cosas y trabajó en el Instituto de Salud Pública donde le dieron una medalla de oro. Y me dije así es la vida, así es la vida Pablito, y recogiendo mis entrañas caminé por los pasillos con las valijas y la vista nublada. Al llegar a la casa encendí la televisión: así es el exilio, me dije, y moví el selector por los diferentes canales como un borrego cansado, dejando que los puntitos de nieve me iluminaran el rostro con ese reflejo sonoro que tiene la pantalla de dos colores. Años después, cuando vinieron a vernos de nuevo, los dejé llegar solitarios al Holiday Inn, los dejé llegar como fantasmas a esta ciudad que no conocían, y no los llamé por teléfono, no los busqué, esperé a que ellos lo hicieran como pidiendo permiso, pidiendo una audiencia, humillándolos. ¡Y que puedo hacer, así es el exilio, uno sufre y hace sufrir! Acaso sea una extraña manera de compartir, compartir algo al menos.

A veces, cuando leo un ensayo que me ha traído el correo -el editorial de alguna revista chilena-, logro poner en orden este aparente caos en que muevo mi vida, y creo vislumbrar con cierta certeza que el nuestro no es un problema político -quizás por eso los políticos se han demorado tanto, más de catorce años batallando por devolver a Chile a una normalidad, algo distinto, y nosotros, ¡más de catorce años tratando de volver a mi tierra!-como decía éste no es un problema político, lo he madurado bastante como para decir que es un problema de "basic morality", y lo prefiero decir en inglés aunque mi hijo se burle, pero considero que el castellano ya suena pobre, sin sentido, abundante en palabras ya manoseadas. Por eso, en los inviernos helados de Michigan, cuando no encuentro nada nuevo que hacer en la casa, miro por la ventana y pienso en mi patria; pienso que los chilenos deberíamos aprender cada uno un idioma distinto, y enseñarnos unos a otros el alfabeto, los símbolos chinos, el japonés, y pasarnos las palabras una por una, como uvas maduras. Moralidad básica, justicia, ¡justicia mínima!, no las comprendo, resuenan escritas en un paisaje esotérico, poco real. Hemos usurpado el vocablo, sobado tanto el idioma....

Mi vida tampoco ha sido un ejemplo, he odiado con lo brazos cruzados y apuntando con los puños al cielo, muy distinto a cuando era niño y creía nada más que en los juegos de niños. Recuerdo a mi amigo Eduardo Rodríguez, un sacerdote que me habló de la vida; eres joven me dijo: ¡qué desafío!, estudia, prepárate, no dejes de hacerlo. Pero pronto se fue, murió en un país vecino, lo mandaron al Uruguay por asuntos de su trabajo. En una tarjeta postal me dijo que pronto me escribiría una carta con más detalles, pero esta nunca llegó, el cartero nunca la trajo, todavía guardo su tarjeta entre los lomos de un libro. De él aprendí que la sonrisa sería difícil, un lucero fugaz. Luego crecí y empecé a entender más de la vida, no tanto del estudio, ni de los textos gruesos y herméticos, sino que mirando a la gente, algunos amigos, a Juan cuando llegaba cansado después de ver a tantos enfermos, a Jaime recorriendo distintas imprentas para sacar la revista, o a Carlitos sentado en un bar o en su casa mostrándonos su guitarreo. Crecí y me enteré que Eduardo fue un hombre de grandes tristezas. Cuando reía, era como enfrentarse al sol en un día de invierno; a veces lo comparo con la sonrisa de Juan Pablo I... el Papa que duró tan pocos días.

Y es cierto, llegaron mis padres y encendí la televisión.... así es el exilio. Sin embargo, ahora enciendo la radio y todos dicen que la niña está viva, abro los periódicos -regados de tinta negra y que siguen llegando a una velocidad abismante-, y dicen lo mismo: Jessica está viva. Llamo por teléfono a Jaime Godoy y a Julia, pero como no están -ahora los dos trabajan- llamo a los Raúles (mi amigo Raúl y su señora Mercedes) -que también viven en el exilio, aunque ellos son argentinos; 932-3374, ese es el número- y lo primero que me comentan es que la niña está viva. ¡No alcanzo ni a pronunciar palabra cuando me cuentan -de sopetón- que la niña está viva! Así, como en los periódicos -que ya ocupan el cuarto especial, el garaje y parte de la cocina-, es demasiado confuso...

Me duelen las muelas, deseo gritar, pero me tranquiliza saber que pronto llegará la babysitter, así podremos salir a distraernos por unos minutos. Y prefiero escribirlo: "babysitter", para que mi hijo no escuche, aunque a veces, para que se ría con ansias, le digo que viene la "cuidadora", y para que lo haga con más deseos recuerdo a Neruda y su gusto por los sobrenombres, y le digo que vendrá tu "mamadre", como él la llamaba (claro que a la nuestra hay que pagarle tres dólares por la hora). Y entonces la tristeza me golpea más duro porque imagino que nunca sabrá de Neruda, más bien se enterará de otras Ponderosas o novelas bestseller, pero no de Neruda. Reconozco que yo lo leí poco -ya no me avergüenza decirlo-, sólo cuando le dieron el premio Nobel -¡y qué le voy a hacer, uno es así!- sólo cuando se lo dieron me puse a leer sus libros. Me impresionó tanto cuando se lo ganó que ahí empecé a comprar todos sus libros, cosa que nunca había hecho porque tenía esa idea de que la poesía sólo servía a los afeminados y ociosos. Pero uno va cambiando, va cambiando como mi hijo que ya apenas me habla sino es en inglés; sin embargo, no puedo retarlo, me siento culpable de estas revueltas que nos ha dado la vida.

-¡No puede ser, está muerta! -les grito a los dos (ahora los dos están en mi contra).

Y decido llamar a Chile, me tranquilizo cuando llamo por teléfono a Chile, pese a las cuentas enormes que me llegan a fines de cada mes. Noto mis dedos fofos, deformes, ¿será la edad?, mientras indico los números en el dial transparente. Finalmente escucho la sirena minúscula del satélite y el "tuuuuu, tuuuuu...." familiar, persistente. Alguien contesta y lo primero que me pregunta es acerca de una niñita.

-¿Qué niña?
-¡La que cayó a un hoyo, así lo hemos escuchado por la radio y la televisión, y está viva! -dice mi padre.

Y entonces agarro el tazón de café caliente, y les creo, finalmente les creo y me quemo las manos y les sigo creyendo y la sigo aprentando con fuerza. Y una vez que estoy convencido, tranquilo, aceptado, sin dolor en la palma de mi mano, y cuando ya he dejado de leer los periódicos -que siguen llegando, ya no puedo entrar a la cocina, está la entrada bloqueada-, dejo de lado una noticia que señalaba la remota posibilidad de que la niña estuviera viva. ¿Por qué no lo leí antes? ¿Por qué no lo hice? Y me interrogo con esa sensación que he tenido al llegar siempre atrasado a todo lo que me ha parecido importante, tarde a los libros que la gente lee y comenta, a los que están en el poder y lo usan, o a la música que muchos escuchan y que siempre me ha terminado gustando, pero meses después, cuando ya nadie se fija. ¡Y así fue!, no leí el reportaje. Sucede que cuando no los alcanzo a leer, cuando sólo vislumbro los titulares, los guardo para más adelante, para cuando tenga tiempo, para cuando crezcan los niños, ¡para cuando jubile! Y lo dejé nuevamente de lado y grité convencido:

-¡La niña está viva! -y enciendo la televisión y me tiendo tranquilo en mi sofá marrón. Está viva, seguro que está viva. Muy pronto entra mi mujer y grita que me cierre el marrueco, y me dice que Jessica siempre ha estado viva:
-¿Acaso no viste como movió el brazo?

No le contesto; mi hijo me mira. ¿Cómo sería si viviera en su patria? A veces pienso en la cordillera, en el azul intenso del mar, en el congrio frito y las prietas, camino por Avenida Suecia imaginando a mi barrio, veo a don Jorge, el almacenero; pero pronto, casi al instante, me doy cuenta que idealizo, que quizás ya nada de eso existe; y reconozco que en Chile pasó lo que muchas veces pensamos no pasaría, y aterrizo en forma forzosa, accidentada, rompiéndome las rodillas, como si fuera un niño. Con qué orgullo yo también me incorporé al coro de los que un día gritamos: ¿En Chile? ¡Eso nunca!, y entonces soltábamos alegres, inmunes, la frase que nos hacía tan orgullosos: ¡Somos los ingleses de latinoamerica, aquí eso nunca, nunca pasará!

Años antes, en el liceo, un profe de castellano nos dijo algo que me golpeó a una humorada, Martín Miranda se llamó -o, ¿fue Cajigal?, el profe de historia, no recuerdo bien-, ustedes se ríen, nos dijo, pero esas rancheras lloronas, y que a veces sólo escuchan las empleadas, para nosotros tiene más sentido que todo lo que nos salpica aquel locutor de moda...... y tenía razón, pero tuve que vivir expatriado, aquí en USA, para caer en la cuenta. Por eso algunos fines de semana -la verdad es que casi siempre- los dedico a recorrer disquerías antiguas -en Rexwood, en Coventry Road-, tiendas baratas, buscando esa música mía, latina, que mi hijo tanto desprecia. Cuando nos visitó Congreso, mi hijo no quiso ir, y no supo nada de Jaime, de Raúl, de "Tilo" Gonzalez, ni tampoco escuchó la flauta de Hugo y Francisco, el saxo de Atenas o la guitarra de Jorge. Sólo ha escuchado "Para Bailar la Bamba", y porque de ella hicieron una película, no la entiende y me mira como si yo -su padre- recién hubiese atravesado el río Grande a nado, arrastrándome encima de una chalupa. A veces creo que ha estado a punto de gritarme "wetback" o espalda-mojada, como les llaman a los inmigrantes que cruzan así la frontera...

- She is alive!-me grita.

Pienso usar el teléfono, pero éste llama primero: es Raúl, mi amigo argentino, que cambie el canal, me dice, en el CBS está Reagan -¡ahora es el presidente!- el presidente anunciando públicamente que la niña murió, que siempre ha estado muerta, y ofrece sus condolencias a los familiares de la niña heroica. Setenta horas de agonía y no me he percatado del tiempo. Me he acostado por minutos porque quiero seguir leyendo los periódicos -que llegan a cada hora-, intruseando las fotos, rasguñando la entrada de mi cocina, enterándome de los detalles -porque eso es lo más importante, no dejarme engañar, no claudicar un centímetro-.... y ahora me dicen que la niña está muerta, que siempre lo estuvo....

-¡Pero si la niña está viva, carajo! -le grito. Llamo a mi mujer y le ordeno: "¡Está viva!, ¿cierto?" La tomo del cuello y le grito: "¡Está viva!, ¿cierto?" Y ella se pone a llorar y me dice que para qué compro tanto periódico, para qué los compro si después no los leo, nadie los lee. Y se asusta, porque ve que en muchos lugares anunciaban su muerte.

Desesperado intento llamar otra vez a Chile, como decía me tranquiliza llamar a Chile, pero pasado el primer impulso no lo hago, tengo temor -así es el exilio- no a que me pregunten sobre "La Ponderosa", eso ya no me asusta; pero quizás en Chile ya muchos creen que la niña está muerta. Y prefiero guardarlo -¿igual a mi hijo?-, prefiero callar, buscar las noticias, rasguñar los periódicos y creer que todos la creen viva....

1988 Cleveland, Ohio

Cristián Fierro, Chile, Estados Unidos © 1999

fierromi@mediaone.net

Cristián Fierro, de origen chileno, vive actualmente en Michigan, Estados Unidos. Estudió química en la Universidad de Chile. Comenzó a escribir al salir de su país el año 1981, como una manera de no perder su idioma. En 1985 obtuvo su doctorado en Química en Case Western Reserve University, Cleveland, Ohio. Posteriormente trabajó como postdoctor en el Fritz Haber Institut, Berlín, y en la industria privada de los Estados Unidos. Actualmente se desempeña como investigador en la Compañía Ovonic, Michigan, donde está involucrado en la nueva generación de baterías para el auto eléctrico. Algunos de sus cuentos han sido publicados en el diario La Época, La Nación y la revista Análisis de Santiago de Chile. No ha tenido ni el tiempo ni la energía para publicar sus cuentos en un libro. Una importante agencia literaria en Barcelona los consideró por un tiempo al pasar el turno de la lectura, pero Fierro no llamó lo suficiente por teléfono ni tampoco se contactó con profesionales en esta area para darles el último empujón. Sin embargo esto último ha sido beneficioso porque ha podido madurar los relatos, pulirlos a lo largo de los años para beneficio del lector. Son cuentos escritos con cariño y por un gran aficionado. Le interesa el cuento por lo intenso y comprimido de estos, y sobre todo porque es el vehículo ideal para una época donde se tiene poco tiempo. Considera a las novelas como cuentos largos, cuentos "con hormonas de crecimiento". Se confiesa un gran admirador de cuentistas como Ethan Canin, Tim Orian, Richard Ford, Tobias Wolf, Raymond Carver, Harold Brodkey. En cuanto a relatos breves se refiere, cree que Estados Unidos está definitivamente entre los grandes. El maestro indiscutido para Fierro está en Cortázar, sobre todo por la gran generosidad y cariño que demuestra con sus personajes. Nota en Cortázar al escritor "aficionado" (como el mismo Julio lo decía), ese escritor que escribe por una necesidad imperiosa por tomar un tema y trabajarlo profundamente porque para el escritor es importante y no por ser el encargo "profesional" de una revista, o un compromiso cercano con una editorial. Por eso Fierro considera el Proyecto Sherezade una contribución importante para que los escritores "aficionados" puedan darse a conocer. Considera triste comprobar la cantidad inmensa de "literatura profesional", muchas veces aburrida pero de gran difusión y que repleta estantes en las bibliotecas y librerias. Escritores profesionales que conocen su oficio, que escriben muy bien, pero que apuestan poco y que muchas veces "juegan a la segura" y por eso mismo aburren. Eso no hace mas que confundir al lector quitándole su tiempo y aplacando su interés por las historias, los cuentos, los dramas que pueden encontrar en la página escrita por un buen "aficionado".

Comentarios del autor sobre el cuento:
El cuento nació cuando al salir de Chile se me abrió la posibilidad de ver a mi país desde afuera, con una mayor objetividad y con los nuevos puntos de referencia que me ofrecían amigos expatriados, expatriados de Chile y otros países de habla hispana. Sucede que cuando uno arranca las raíces y las expone a un nuevo terreno, a otro idioma, a otras veredas, en algún momento el cambio finalmente llega y nos golpea, golpea duro y con fuerza: ese fue mi caso. Sucedió también que por esos días causaba gran expectación el accidente de Jessica, en Middland, Texas (1987). La niña de pocos años quedó ensartada en un hoyo profundo y esperaba ser rescatada por un país anhelante; Jessica tenía que salvarse, nos mostraba la televisión, para así vivir muchos años más entre nosotros. Inconscientemente, casi sin lógica, se me unieron esos dos grandes sucesos, la vida del expatriado y esa niña que trataba con todas sus fuerzas de salir a la luz para respirar la libertad. Creo que algo resultó en el relato porque en los momentos más logrados, me parece que éste logra transmitir emociones al lector. La anécdota del "Rancho la Ponderosa" fue real, me la contó un amigo con los ojos vidriosos, todavía incrédulo por lo ocurrido. En el fondo este relato también es para él, para ti, Guillermo.

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