Como me lo relató Yoly
Amelia cerró sigilosamente la puerta como si temiera despertar a su hermana recién muerta. Afuera, sucedían todas las cosas que suelen suceder afuera. Ella, sin embargo, no notaba nada. Su mundo se había detenido. El deceso de su hermana vino a culminar una espiral lenta, muy lenta; en uno de sus vértices, recuerdos de la guerra de los mil días; en una curva, la llegada de Roberto, hacía ya cuarenta años, cuando la juventud reposaba en una curva anterior; más anteriores aún, los ecos de los niños en el patio de la escuela, cuando Ibagué era más pueblo todavía, cuando las palmas de plátano en los patios de las casas se detenían estáticas, como para escuchar al viento, porque para la radio faltaban muchas curvas todavía.
Entonces, el destino de las dos hermanas ya se había detenido. Asentada Joaquina como maestra de escuela, rígida y dulce, porque no dudaba en despachar con un reglazo el dorso de la mano del alumno inquieto, para luego, retirada en su oficina, gozar del murmullo de los niños en el patio, las risas, sus juegos, sus niños. Sus niños... Alberto, el más destacado de la clase, algún día será un gran hombre, es el más despierto y hay que ver sus dotes para la oratoria, la poesía, bueno, algunas veces se distrae en matemáticas, pero nadie es perfecto, ¿sabes? creo que será abogado, escritor, deberías verlo con qué astucia convence a los demás, los organiza, es un líder nato. Y Joaquina, en parte, no se equivocaba. Alberto, con el paso de los años se convertiría en el político más prestante de la región del Tolima, llegando incluso a ocupar una curul en el Senado de la República por muchos períodos legislativos, aun cuando su reputación no fuese la mejor.
La muerte de Joaquina era esperada. Sus compañeros del asilo evitaban su paso, como si su presencia les recordara su propio destino. La gangrena diabética habría terminado por destruirle sus dos piernas, pero la muerte llegó antes y, antes aún, la demencia. En sus últimos meses, Joaquina había decidido el reciclaje del papel higiénico. Con desmedida obstinación, se empeñaba en colgar del tendedero los cuadritos del material, de manera que el sol de la mañana los secara para las faenas vespertinas. Roberto observaba sus afanes meneando la cabeza con desaprobación. El nunca las juzgó, nunca opinó, asintiendo siempre, murmurando para sus adentros ruiditos que sólo él entendía y que terminaban siempre en la confirmación de la frase que Joaquina proponía. Hay que secarlos, hay que secarlos.
Una mañana, Joaquina se despertó muy agitada. Sus cabellos grises, desordenados, enmarcaban un par de ojos que no miraban al presente. Terriblemente angustiada, caminaba de un lado al otro del asilo. ¡Los niños! ¿Por qué no escucho a los niños? Tan sólo Amelia comprendió lo que pasaba. Tranquilizándola, la sentó en la mecedora del pasillo y a medida que el vaivén de la silla sosegaba a la anciana, las palabras de Amelia se balanceaban en el aire... los niños, Joaquina, no pueden jugar ahora. Ya empezaron las clases de la tarde. Entonces Joaquina seguía balanceándose durante horas, los piecesitos empacados en un par de pantuflas nuevas que alguna de sus sobrinas le había traído el domingo anterior. Sus manos de vez en cuando, describían un círculo en el aire, como si explicara algún giro de dicción o alguna figura retórica, para luego seguir mirando al infinito, con una sonrisa que impregnaba el pasillo, la escalera y el asilo entero.
Amelia bajaba la escalera buscando las palabras que habría de decirle a Roberto. Pensaba en su llegada, cuarenta años atrás. Llegó sin preguntar, para quedarse. Y las dos señoras cincuentonas no preguntaron mayor cosa. A lo mejor, pensaron, una presencia varonil venga bien en la casa, ahora que los tiempos no son tampoco para estar tranquilas. Y Roberto se instaló como si hubiera pertenecido a la casa desde siempre. Comía poco y no molestaba para nada, así que las señoras no exigieron por su estadía más que la presencia tranquilizadora de su voz rugosa y monótona. Con el paso del tiempo, esta simple transacción de alojo, comida y protección, fue convirtiéndose en un cariño auténtico, en parte porque Roberto, mucho menor que las hermanas, simbolizaba para ellas el hijo que nunca tuvieron. Algunas noches, Joaquina pasaba algún tiempo velando su sueño, no sin antes haberlo cubierto con una cobija de bayeta roja porque el frío del amanecer podría constiparlo.
Y Roberto fue conociendo de a pocos la historia de las hermanas. Sin interesarse mucho tampoco. Le fueron contando sus cosas, como quien habla para sus adentros mientras realiza las labores de la casa. Ésta, Roberto, es la efigie del General Aquilino, nuestro padre, guiaba descuidadamente Amelia mientras limpiaba el polvo del retrato...
Fueron otros tiempos. Terminada la Guerra de los Mil Días, Aquilino había retornado a su tierra tras años de lucha. Pero había retornado vencedor, con las medallas y tierras que esto representaba, así que decidió asentarse y hacer algo con los cientos de hectáreas obtenidas. Así es que fundó una hacienda arrocera, la más próspera, la más envidiada de la región. Y decidió casarse. Y le era fácil, a decir verdad, dada su capacidad económica y política. Yolanda, la madre de las niñas era una mujer educada para casarse. Y bien se avino.
La muerte de Yolanda transcurrió en misteriosas condiciones. Después de la guerra, la violencia política fue inevitable. Yolanda enfermó una buena noche, algún desorden gástrico o algo similar, nada de importancia; sin embargo, se hizo necesario llamar al médico. El único del pueblo y conservador. Yolanda falleció poco después de su visita. Envenenamiento, dijeron los allegados al General; por no complicar más las cosas, dejaron el asunto como quedó.
Decidido a olvidar, el General aceptó un cargo en algún ministerio de la capital. Encargó a sus hijas a una niñera, culta, aunque de clase inferior. Y partió. La comunicación con sus hijas se limitaba a dos o tres cartas que enviaba y recibía mensualmente. En éllas, las niñas le hablaban del amor que tenían por su niñera, por lo bien que las trataba. Sin dudarlo, entonces el General, pensando en sus hijas, decidió casarse de nuevo. Con la niñera, que conocía escasamente. Sin embargo, como su cargo le impedía viajar a su tierra para realizar el matrimonio, emitió un poder acompañado de una carta a su amigo, el alcalde del pueblo, quien, de buena gana, los casó, por correspondencia.
Lo demás, Roberto, son imágenes rápidas, como sacadas de algún cuento, la niñera, ahora administradora de la hacienda, se entregó a dilapidarla, fundó un casino en la casona, algo nunca visto en una provincia alejada de todo, lámparas de cristal, meseros con corbatín, el whisky rodaba por las gargantas de aquellos provincianos acostumbrados al aguardiente, transparente, anís de las montañas. Pronto la nueva esposa había perdido la mitad de la hacienda. Y la dignidad en brazos de un amante diferente cada noche. Nosotras, no atinábamos a comprender lo que estaba sucediendo. Sólo recuerdo que un buen día nos vimos en la calle, buscando alojo en los parientes más considerados.
Roberto pensaba entonces en este abuelo, tratando de entender las relaciones de sangre, áquella familia que le adoptara pero que tampoco le interesaba mucho tener.
Amelia terminó de bajar las escaleras. Su paso cansado revelaba el peso de aquello que tendría que decir, de aquello que aún no sabía cómo lo diría.
¿Roberto? Perdóname que te moleste... ¡es tan tarde! Sólo quería que habláramos de Joaquina... Joaquina. La palabra hizo gárgaras en la garganta de la anciana; más que un no querer pronunciarlo, un decirlo como un temor seráfico, respetuoso. Roberto tornó su mirada a la anciana, parpadeando, tratando de dejar atrás las imágenes de un sueño en el que se encontrara inmerso. Amelia prosiguió, dudosa. No sé cómo decírtelo... es tan tarde y Joaquina se ha marchado. Se ha marchado, atinó a decir Roberto, con voz de autómata, se ha marchado. Porque Roberto, al hablar, jamas demostraba inflexión alguna. Siempre afirmaba, jamás una sorpresa, una duda.
En un rincón, dormita un loro viejo, cansado. Roberto ha dejado de recibir comida, no se acostumbra a sus nuevos dueños. Por su mirada, creo que ha decidido marcharse en pos de Joaquina.
Ignacio Arango, Colombia © 1996
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