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Rosas para Anita

Mire la calle.
¿Cómo puede usted ser
indiferente a ese gran río
de huesos, a ese gran río
de sueños, a ese gran río
de sangre, a ese gran río?

Nicolás Guillén

La miraba pasar todos los días sentado en la banca junto al mercado. La muchacha caminaba presurosa en una dirección que él desconocía. Era pequeña y frágil, morena, de pechos breves y una cara linda que él no recordaba haber visto antes. Era un rostro inédito aquel y, por lo mismo, deseado. Empezó a hablarle desde la segunda vez, ya que la primera lo tomó tan de sorpresa que no tuvo palabras que exponer. Hola, señorita, le dijo con una voz apenas audible, mientras ella se apresuraba por la banqueta, se perdía entre cientos de gentes, mi nombre es Silvio, ¿usted se llama Anita?, mucho gusto, Anita, encantado de conocerla. A Silvio le gustaba platicar a Anita de su madre (está un poco loca, viera usted) y sus perros (no me dejan en paz esos condenados, meten la nariz donde pueden, suerte que dejo cerrado mi cuarto, que si no); le contaba también que nunca había tenido una novia pues las mujeres lo rechazaban: ¿ve usted el pliegue que se me forma en la boca? Se llama labio leporino, dice mi madre que es una malformación genética. A causa suya mis compañeros de la escuela se burlaban de mí, las mujeres me evitaban. Suerte que usted es distinta, Anita. ¿Sabe? Quizá llevemos muy poco de conocernos, pero ya siento que la quiero mucho y… y… me-gustaría-que-fuera-mi-novia. Ah, me ha costado mucho decírselo. ¿Qué dice usted? ¿Que sí? Anita, no sabe cuán feliz me hace. ¿Puedo besarle la mano?

A partir de entonces, Silvio se presentaba en el parque siempre con una rosa para Anita. Se la extendía mientras ella, ajena a todo aquello, rebuscaba en su mochila, se empinaba un bote de agua, engullía papas fritas, se perdía entre peatones que nada tenían que ver con ella, porque era única. Le he traído este obsequio, espero le guste. ¿Puedo besarle la mano? Me gustaría pedirle que me deje abrazarla, ¿qué hay de malo si ya somos novios? Gracias, Anita, me hace usted el hombre más feliz del mundo. Un día de estos se lo cuento todo a mi madre.

La ansiedad de Silvio por hablarle, por extenderle una nueva rosa, que cortaba de los rosales de sus vecinas, lo llevaba al mercado a las horas más imprevistas. Por las tardes, la placita se llenaba de parejas jóvenes que se prodigaban atenciones, caricias, besos. Silvio se llenaba de rabia y luego se consolaba pensando que Anita llegaría mañana a las once, que ninguna de estas muchachas era tan bella como su novia. Por las mañanas se estaba mejor: la placita se llenaba de viejos que iban a contarse sus vidas. Se esperaba con menos impaciencia la llegada de Anita.

La muchacha pasaba por la plaza a las once de la mañana, sin demora, de lunes a viernes. Silvio había aprendido que sábados y domingos no la vería. Su ansiedad lo llevó, sin embargo, los fines de semana, con su rosa en la mano, al parquecito. Esperaba de la mañana a la tarde, pero Anita no llegaba.

Asistió al fin un domingo. Iba tomada de la mano de un apuesto muchacho. Se sentaron en una jardinera, frente a la banca en que Silvio hacía pedacitos la rosa. Se besaron lenta, prolongadamente. El muchacho hizo cosquillas a Anita y Anita al muchacho. Este le puso a Anita la mano en la pierna. Luego de seguir besándose por un tiempo que a Silvio le pareció interminable, al fin se fueron.

Lloró Silvio el resto de la tarde sentado en su banca. Lloró parte de la noche acostado en su cama. No se presentó al otro día al parque. Ni al otro. Una semana faltó a su cita con Anita. Se sentía burlado, le dolía el pecho. Al fin, un oportuno y transitorio alivio le permitió reflexionar respecto del perdón: ¿era posible? El lunes siguiente se presentó muy temprano, con una rosa en las manos, en la banquita de siempre junto al mercado. No volvería los fines de semana. Solo de lunes a viernes, a las once de la mañana, esperaría a la muchacha para contarle de la madre y sus perros, de dolores pasados, de los viejos de la tarde, de la gran felicidad de tenerla. No compartiría a Anita con nadie.  

Javier Munguía, México © 2007

diabloguarida@gmail.com

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