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La transcriptora

Magdalena Miraglio tenía un oficio fuera de lo común. En el altillo de una galería del centro, recibía gente y les cobraba cien pesos por transcribir sus sueños. Sus clientes se dividían en dos grandes masas: los que se psicoanalizaban y los que se dedicaban al esoterismo. Pero también había curiosos o simples diletantes; como si fueran cuadros o fotografías, colgaban en alguna parte de sus casas esas hojitas de papel donde la letra longilínea de la transcriptora plasmaba alguno de sus sueños más felices.

Cuando alguien la visitaba, ella abría la puerta con una toca blanca en la cabeza, tan grande y redonda que parecía una luna. Luego te invitaba a pasar. Señalaba el pequeño taburete verde con orlas doradas donde uno terminaba sentado, se acomodaba en un sillón mullido de respaldar alto y sacaba su cuaderno oficio. Su mayor gesto era una sonrisa leve. Tras alzar los labios gruesos y pintarrajeados, agujereaba las comisuras hasta lograr una sombra hondísima, y decía: “Cuénteme”.

La cara y el cuerpo de Magdalena Miraglio no tenían edad; daban la impresión de no haber abandonado jamás la juventud y de, al mismo tiempo, habitar en la tierra tanto como las pirámides, por lo que el cliente se sentía a la vez temeroso y cautivado. Pero ella arqueaba apenas una ceja y, como si fuera un director de orquesta, movía la estilográfica en el aire y el visitante comenzaba a hablar.

Al principio, costaba que el sueño saliera. Sin embargo, una cosa llevaba a la otra y el cliente terminaba recordando todo. Ella escuchaba sin anotar más que una o dos palabras por frase; luego, cuando el relato llegaba a su fin, hacía un gesto de silencio y empezaba a trabajar. Escribía siempre a mano. Su letra le daba forma a esa masa verbal viscosa y repleta de conectores y muletillas que soltaban los clientes, y la volcaba en un papelito que nunca pasaba de una página. “Todo cabe en una carilla”, afirmaba al final de cada sesión y le extendía la hoja a su visitante.

Tenía prohibido que la gente leyera delante de ella. Una vez, cuando alguien se animó a preguntarle por qué, respondió: “Si usted lo hace conmigo enfrente, su sueño va a quedar manchado con mi presencia, y va a creer que la que soñó fui yo y no usted”. No obstante esto, la única cosa que pedía, amén de los cien pesos, era que los clientes le avisaran si sometían el texto a interpretación. No le importaba qué sistema, proceso, creencia o magia se usara para hacerlo; lo que ella deseaba era enterarse. Si llegaba a saber que alguien había interpretado el sueño y no se lo había comunicado, no volvía a atenderlo. Llevaba un registro con las interpretaciones. A lo largo de los años, el contenido de los biblioratos se había ido multiplicando hasta ocupar casi todas las paredes de su consulta. Nunca nadie pudo descubrir qué hacía con eso, pero algunos pensaban que se trataba de una acumulación de información para futuros chantajes.

Apenas se salía de aquel altillo, la sensación de que uno le había entregado un secreto era inmediata. Pero entonces ya se había entrado al laberinto. Ella se había adueñado de la profundidad del ser que la visitaba. Y aunque supuestamente el único registro que quedaba era el que se llevaba en sus manos el cliente, nadie podía aseverar que ella no hubiese hecho la transcripción sobre un carbónico. Así, Magdalena Miraglio se apoderaba de uno desde el primer momento. No había noticia o rumor de que ella utilizara los datos para el chantaje o el perjuicio, pero la posibilidad siempre existiría, ya que el cien por ciento de sus clientes concurría por recomendación. En consecuencia, cada uno de ellos aparecía en los sueños e interpretaciones de otro.

Eran miles las transcripciones que narraban cómo uno de sus visitantes mataba a otro de ellos, cómo deseaba a la pareja de su prójimo, cómo consumaba ese deseo, cómo la envidia y el odio y el amor tomaban las más fugaces y alocadas formas. En cada caso, Magdalena Miraglio recopilaba las interpretaciones no solo como una clave sino como un error. Tenía la íntima convicción de que la mayoría de esas interpretaciones no servía para nada y de que los soñantes lo sabían. Ninguna interpretación del sueño que fuese verdadera podía ser verbal. Uno notaba que, a su juicio, la única ciencia posible de aplicar al sueño consistía en la lectura posterior a la transcripción. Ella confiaba en ese choque, en ese espanto de sentirse un personaje, en esa pérdida de la identidad que producía leer unas pocas líneas sobre una hojita de papel.

Por eso, cada vez que la prolijidad de su estilo se lo permitía, insistía en introducir el nombre propio del soñante como parte de la transcripción. El cliente se veía desde afuera y se horrorizaba de aquello que tenía lugar en su cabeza. Muchos no pudimos dormir durante algún tiempo. Muchos luchábamos en el sueño para despertarnos. El relato de esos sueños era la parte favorita de su trabajo. En tres o cuatro frases la narración terminaba, pero uno sentía el ahogo, la cobardía, la flaqueza que habitaban en el cuerpo nocturno. Yo no sé si ella disfrutaba torturándonos a la distancia, pero yo la imaginaba riéndose con sorna al recordar algunos de nuestros sueños mientras acomodaba los biblioratos con su valiosa información.

Antenoche, con varios whiskies de más, le comenté a un psicoanalista que estaba al lado mío en la barra del Nicto sobre la existencia de Magdalena Miraglio. Más borracho que lúcido, el tipo me dijo que, al menos para el psicoanálisis, eso no servía de nada. “Es el paciente el que tiene que contar el sueño”, balbuceó antes de quedarse dormido con la mejilla apoyada sobre una servilleta húmeda. La había atrapado. Era una estafadora. Abusando de nosotros había levantado una torre inmensa de conocimiento propio. Vivía a través nuestro, se narraba a sí misma utilizándonos como excusa, y, por eso, brujería o esoterismo mediante, ahora teníamos motivo para recuperar nuestros secretos y deshacernos de su presencia en nuestras vidas.

Esa noche soñé con violencia. Me desperté enredado en las sábanas e, intranquilo, me fui a trabajar. A la salida, encaré directo al altillo. La galería estaba oscura como en un día feriado. Antes de entrar me encontré a una mujer que leía su hojita en la penumbra. Golpeé. Ella abrió.
—No lo esperaba.
—Tuve un sueño.
—Anda de suerte, tengo libre este turno.

Me hizo pasar. Yo transpiraba como un puerco. El terciopelo del taburete me daba más calor aun. No había ventanas, sólo una lámpara antigua, de luz amarillenta. Magdalena Miraglio se acomodó y me pidió que empezara. Solté todo el rollo a borbotones. Las palabras me salían como una catarata. La transcripción no le tomó más de unos minutos. Me entregó el papel y, al acompañarme hasta la puerta, pese a tantos años de conocernos, me pidió encarecidamente que volviese no bien hiciera interpretar el texto.

Afuera había un viejo. Entró y yo me quedé sentado en el umbral de un negocio cerrado. Habrá demorado unos veinte minutos. Quizás fuera su primera vez, quizás había tenido una terrible pesadilla. Salió. Empecé a caminar delante de él, a unos diez o quince metros. El viejo desconfió, pero cuando estuvimos a la luz de la calle, se dio cuenta de que sólo quería hablarle.
—Disculpe, ¿hace mucho que viene?
—Años, ¿por?
—Yo también.
El viejo se me quedó mirando.
—Nos tiene a todos en un puño. Hay que hacer algo.
—Sí, ¿pero qué?
—Juntemos gente. Traiga a los que conozca. El sábado a la noche en el Nicto, el bar de Viamonte y Centeno.

Quedamos en eso. Me pasé dos horas llamando por teléfono. A las diez éramos unas cien personas en el Nicto. Yo le había pedido a Juan Carlos que cerrara las puertas al público. Él también era cliente de Magdalena (de hecho fue quien me la recomendó). Tras horas de discusión, acordamos aparecernos en el altillo y apropiarnos de los biblioratos. Después la denunciaríamos por usurpación de título o ejercicio ilegal o algo por el estilo. Un penalista que había concurrido dijo que era difícil, pero que, en los tiempos que corrían, seguramente encontraban otra cosa para dejarla guardada. Brindamos con nerviosismo y a las dos de la mañana Juan Carlos nos echó.

Era domingo, Magdalena llegaba a eso de las nueve. La dejaríamos entrar y luego le haríamos la encerrona. Se hicieron las nueve y diez y no la vimos aparecer. A lo mejor había pasado la noche ahí. Esperamos diez minutos más. Luego nos decidimos y ocupamos toda la galería. Golpeamos y no abrió. Pateamos la puerta. No había nadie. Tampoco estaban los biblioratos ni el cuaderno. Los demás clientes comenzaron a sospechar de mí. “Le avisaste”, me espetó uno. “¿Yo? ¿No habrás sido vos?” Hubo empujones. Estábamos fritos. Ahora sí que su poder había pasado de ser una sospecha a convertirse en un arma mortal.

Abriéndome paso, salí a la calle. Casi no había autos. Algún que otro taxi o colectivo de frecuencia espaciada y nada más. Me toqué el bolsillo. Como no me había cambiado el pantalón, el papelito seguía ahí. Lo saqué. Con todo el lío del plan, no lo había leído. Abrí el pliego:

“Soy Benicio Pérez, estoy nadando en un mar hondo y negro. A veces salgo a tomar aire, otras me interno en la profunidad. Voy feliz por todas partes. Hago burbujas, hablo con voz sorda y el mundo me escucha y sonríe. De pronto aparece. Es una masa blanca, una ballena blanca. Se me acerca. Nado en dirección opuesta. Me invade el miedo. Ella es buena, pero me invade el miedo. Como viaja más rápido que yo, a los pocos metros me alcanza. Giro, no me ataca. Su piel irradia una armonía resbalosa. La odio, saco mi arpón y empiezo a clavárselo. Ella da vueltas, mi mano en el arpón la sigue. Somos un torbellino y las burbujas me ciegan. Corre sangre en el agua. Lianas rojas, vetas. Me las trago. Me sacio. Veo mi reflejo en el ojo de la ballena en medio de la agitación lechosa. Es tierno. Le clavo el arpón. Nos sacudimos. Nos sacudimos. Nos sacudimos. Me despierto y la ballena está frente a mí, en la cama, húmeda. Vuelvo a despertarme y ya no está. Lloro. Después me despierto otra vez con un arpón sobre el pecho.”

Leandro Llull, Argentina © 2019

leandrollull@hotmail.com

Leandro Llull nació en Argentina en 1983. Ha publicado los libros de poesía Disonancia del jardín (EMR, 2009), Horas menores (Huesos de jibia, 2013), A los pibes crudos (VOX, 2015), Maratón (Ediciones 27 Pulqui, 2016) y El gamo (Ediciones 27 Pulqui, 2016), y el trabajo La lengua en soledad dentro de la obra colectiva Prueba de soledad en el paisaje (Mansalva 2011). Recibió menciones del Fondo Nacional de las Artes en el año 2008 y 2012, el premio municipal Felipe Aldana 2009 y el premio del Fondo Nacional de las Artes 2013, y las becas de poesía de Estación Pringles (2010) y del Fondo Nacional de las Artes (2011).

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