Si nuestro actual estado anímico se pudiera traducir en nombres propios, yo debería tener tres: el primero sería Soledad, que es mi nombre real; el segundo: tristeza; y el tercero: desesperación; y los tres me los he ganado a pulso. Pero no siempre merecí esos nombres; antes era una madre y una esposa como tantas. Raúl, mi marido, y yo, junto a nuestro hijo Esteban, formábamos una familia aceptablemente feliz, con los altibajos propios de cualquier vida de tipo horizontal, a veces aburrida, pero a mí me gustaba ese no esperar nada, era como vivir por inercia, sin esfuerzo.
Pero un aciago día, mi marido se encontró a Arturo, un antiguo compañero de estudios, y lo trajo a casa, y desde ese momento la horizontalidad de nuestra vida se quebró y todo comenzó a perder el equilibrio hasta que cayó estrepitosamente al suelo, como un funámbulo de circo que pierde pie y se precipita al vacío. Pronto me di cuenta de que el demonio había puesto cerco a mi persona. Yo, como mujer casada, le di largas para evitar escenas violentas y ese fue mi error y mi pecado. Porque debí decírselo a mi marido, exponerle que su amigo era el diablo hecho carne. Hombre viril, joven, fuerte, simpático, atrayente, con un físico que no pasaba desapercibido incluso entre los hombres. Y yo, tonta de mí, fui cayendo sutilmente entre sus redes; un roce, un apoyarse en mi cuerpo incluso con mi marido delante, sabedor de que yo sería incapaz de dar un escándalo. Lo terrible es que esos escarceos se fueron haciendo necesarios para mí, hasta que llegó un momento en que añoraba sentir sus fuertes manos y su recio cuerpo junto al mío. Y esas manos, que al principio se apoyaban sin aparente trascendencia, pronto se acercaron a zonas excitables y yo me apartaba, aunque no con la firmeza que hubiera sido necesaria. Y las manos seguían y prolongaban sus caricias y yo… me moría por sentirlas. Hasta que un día, en uno de los viajes de mi marido, Arturo apareció en casa con un pretexto y todo acabó en… no me atrevo a decirlo, es demasiada vergüenza la que siento. En plena locura apareció mi esposo y desde aquel preciso momento mi vida se terminó. No hubo gritos ni violentas escenas, sólo silencio y vergüenza.
Nos separamos sin más dilaciones y Raúl pidió la patria potestad de mi hijo sin que yo pudiera hacer nada, pues me amenazó con hacer público lo mío con Arturo. Y tuve que callar, pero no porque pudiera ser de dominio público, sino porque, aunque aquel fuego, aquel ardor duró sólo pocos minutos, todavía seguía palpitante en mi mente y en todos los poros de mi piel; y este es el castigo que merezco. Por ello, ahora sólo puedo ver a mi Esteban, mi niño, dos fines de semana al mes, ¡qué poco alimento para mi maternidad! Y digo yo, ¿y si yo hubiera encontrado a mi marido con otra como el me encontró a mí? ¿Qué hubiera sucedido? Lo de él hubiera sido, para muchos, una lógica hombrada, para otros un desliz y para los menos una grave falta, pero siempre perdonable. Sin embargo, para mí era un gravísimo pecado y por supuesto absolutamente imperdonable. ¿No somos las mujeres personas que pueden caer en tentaciones como los hombres? ¿O acaso estamos hechas de insensible madera? Le pedí perdón infinidad de veces, e incluso me arrodillé al hacerlo, y sólo obtuve el máximo desprecio aun cuando yo entendía a mi marido y sentía por él compasión, pero lo más terrible de todo es que, herido y cargado de rencor, se lo contó a mi hijo en mi presencia, señalándome con la palabra: puta, que desde entonces llevo grabada en mi corazón como un estigma maldito.
Menos mal que era un niño pequeño y no entendió el alcance de las palabras de aquella tarde. Tampoco ahora creo que esta situación le esté afectando gran cosa. Él sigue con su vida, su colegio, sus amigos. En fin… la vida sigue. Lo importante es que mi niño sea feliz.
Gracias a Dios pude conseguir la patria potestad. ¿Qué sería de mi hijo al lado de esa…? Yo la quería y le daba todo lo que necesitaba ¿Por qué tenía que beber de otras fuentes?
Esteban, mi hijo, es un buen muchacho, pero todavía es muy niño. Cuando crezca y pueda entender las cosas de los adultos hablaré con él y le explicaré, y esta vez sin rencor. Me arrepiento de todo lo que pasó aquel terrible día y me hubiera gustado perdonar a mi esposa, pero en el fondo de sus ojos todavía se puede ver esa luz de locura, ¿o creo verla?
Mi madre es maravillosa y yo la quiero mucho; es muy bonita y a veces, cuando no se da cuenta, me quedo mirándola embelesado. Es sacrificada, espontánea y triste…; éste es su rasgo más peculiar, pues desde hace años no la he visto nunca reír ni siquiera sonreír. Sus pequeñas manos son la dulzura que mi vida ha deseado siempre; ahora, ya no las siento, no ha vuelto a acariciarme como lo hacía antes, diría que parecen más pesadas; no roza, aprieta. No ha vuelto a dirigir sus grises ojos hacia mí, están apagados; no ha vuelto a susurrar: “te quiero, hijo” como solía hacer; ahora no, permanece callada, absorta. Cuando estoy con ella, sólo dos fines de semana al mes, su gesto amargo me hiere y desearía no volver a verla para poder guardar la impronta de la otra madre: la alegre, cariñosa y amorosa. Ella intenta parecer animada, pero detrás de sus ojos hay lagunas de lágrimas deseando ser derramadas. Me dicen, ¡malditos sean!, que mi madre es una cualquiera, y que mi padre la pilló en la cama con un amante y que por eso es él quien tiene la patria potestad. Antes de que me lo dijeran ya lo sabía yo; recuerdo aquella noche como si me la hubieran grabado a fuego en mi cabeza: mi madre llorando arrodillada en el suelo y mi padre a su lado amagando el puño contra ella e insultándola.
Miré en el diccionario lo que significa potestad y me enteré de que es dominio sobre algo; lo cual significa que es mi padre el que tiene posesión sobre mí y ¡yo no quiero! porque deseo las caricias de mi madre de antes, pero tampoco quiero que la potestad la tenga ella. Soy yo quien quiere el dominio sobre mí mismo. Los padres no se enteran de que los hijos no somos de ninguno de ellos, sino de nosotros mismos.
Mi padre me llena de regalos y siempre me está dando dinero, pero yo lo veo a mi lado sin que su mano acaricie mi cara y me diga: “te quiero, hijo”, y eso me hiere más que nada. Él es un hombre rudo, seco, bueno, honrado y triste; también está triste, como mi madre y como yo; parece que nos hemos contagiado del mismo virus. En mis recuerdos de niño, siempre se encuentran presentes las risas, las caricias de mi madre, los viajes y sobre todo la sensación de seguridad que emanaba de mi casa. Ahora, esa sensación tampoco existe, por eso es más grande el dolor de su ausencia y a medida que he ido creciendo, dentro de mí se desborda el pánico por no ser capaz de aguantarlo.
En el colegio cada vez somos más los que estamos viviendo o sufriendo la separación de nuestros padres y hay de todo: los que parece que en su vida no ha sucedido nada y se amoldan a lo nuevo recubriéndose de una coraza camaleónica. Los que se aprovechan de la situación y del tira y afloja de uno y de otro para su provecho. Pero yo, y estoy seguro de que otros como yo, ni nos amoldamos, ni nos aprovechamos, sino que sufrimos por la entrada de la tristeza en nuestras vidas.
Debería ser un niño y me gustaría estar pensando en jugar al fútbol, al baloncesto, o en estar huyendo de las chicas como otros chicos de mi edad. Sin embargo, han hecho de mí un adulto con pocos años de vida y mi único sueño es que desaparezca de mi vida la tristeza: Hay noches, en casa de mi padre, en que me acuesto y no consigo dormirme porque junto a mí se acuesta el desconsuelo y añoro las manos de mi madre acariciándome, y hay noches, en casa de mi madre, en que me acuesto y tampoco consigo dormir porque añoro la pasada fugaz por mi cabeza de la mano de mi padre. Y deseo como nada en este mundo apagar la luz sin llorar.
A mí no me importa que mi madre engañase a mi padre, ¡a mí no me ha engañado! ¿Por qué tengo que pagar por ello? No entiendo que algo así pueda romper tres vidas. Creo que el amor debería ser más fuerte y perdonar sin condiciones, como yo siempre les he perdonado a ellos. Ahora estoy en la cama y aparto la cara de la húmeda almohada, porque a mi mente acuden escenas dulces de lo que podría haber sido y no ha podido ser por la culpa de un corto pecado con una larga y dilatada condena que nos ha castigado a los demás, con culpa o sin ella.
Me gustaría atreverme a decirles a los dos que no pido estar en medio, que no deseo que discutan por mí, que no quiero que se amenacen por tenerme, que me gustaría desertar y escaparme de los dos para huir de la tristeza que está minando mi vida y que si sigo con ellos acabará por roerme al igual que un cáncer. Pero la vida no está preparada para los niños; no podemos hacer nada, sino sufrir por los pecados de los mayores, porque no podemos vivir por nuestra cuenta, ¡no nos dejan!
angelmontesvalero@yahoo.es
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