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Uno más, uno menos

Todo está difícil ahora, pero para mí el ahora dura más de treinta años. Desde que era un pibe el viejo me dijo: "Aviváte, che, que la vida es rabiosa y muerde". El viejo enseñaba los dientes de la vida en el miserable arrastre de sus huesos, cirujeando, poniéndose una lata de gaseosa en el lugar del corazón, para olvidar que mi madre estaba muerta. Hasta que perdió el corazón o, mejor dicho, se lo partieron con una púa. No es lo mismo pero es igual. El Felpa lo mandó al bombo. Mi viejo y él se habían encontrado en un basural y querían la misma Singer de mierda, una Singer cansada de coser y coser pobrezas. Entonces yo andaba por los catorce y la tristeza me duró poco, estrenaba mi hombría por esos días con la Julieta y me sentía en las nubes; años después, encontré al Felpa, hecho un trapo de piso, y le di las gracias, en nombre del viejo. Me miró raro, pensaría que estaba pirado. Alguna vez hay que descansar de esta vida de porquería; mi viejo necesitaba descansar. Ahora pienso que tal vez aquella pelea fue para permitirse el descanso, sin cargo de conciencia por abandonar a los hijos. Quizá el Felpa ya sepa que todos nos merecemos un descanso; hace mucho no lo veo, quizá esté por allá abajo discutiendo de nuevo con el viejo, en otro basural del infierno. O por allá arriba. Ya no se sabe donde están el arriba y el abajo.

Fui mordido por esta vida de mala madre a los ocho pirulos. Desde entonces, me puse los fanguches del robo. El primer afano fue en el almacén de don Paco. Hacía mucho calor, como hoy, y cuando se fue a refrescar la cara, aproveché y birlé la recaudación. Nunca supo quién lo había afanado. Recuerdo que cuando mi viejo me vio llegar con la plata, me clavó los ojos, más oscuros que nunca, y me dijo: "Sos uno más".

Uno más, uno menos, no sé si importa algo. Llevo más de treinta años en este trabajo, el único trabajo que conozco, donde gasté mi niñez, mi juventud. Uno se gana buena fama en este ambiente, aquí también hay fama, dura, estropeada, con mala prensa, pero fama. Tengo fama de ser un maestro de la punga. También uno se cansa, claro que se cansa, con lo que roba apenas si encuentra otra excusa para volver a robar. Y la cana, ahí, en cualquier parte, yirando, vigilando, siempre, o pidiendo guita. Nada alcanza. Primero fue por imitar al viejo, y cuando él se piró pa`l otro mundo, fue por la comida; luego por la merca, luego por los gurises, luego todo se entremezcló; la cabeza no me anda bien algunos días, sólo sé que tengo que salir, salir. ¡Diosito cuide al que me le pegue!. Yo soy La Tumba, de mí nadie zafa, nadie...

Y hoy estaba en lo mío, en lo de siempre. Trabajando en el traslado de un bolsillo a otro. La frase es del Loco Cervantes, un amigo muy leído, al que le faltan cinco jugadores, como quien dice; últimamente no tiene ni director técnico, se le nota por como raja por ahí, por el medio de la calle, como toro en la pampa. El Loco fue golpeado por la cana una vez, y quedó así, con el equipo a medias. Pero había leído mucho, no siempre fue mugriento, y mucho también le quedó cajoneado; a veces habla y habla, yo me quedo como un bobo escuchándolo, aunque no entiendo todo.

A esa hora de la tarde, el 132 venía a la medida de mis deseos, no cabía ni un alfiler. El calor era un puñetazo en plena jeta; todos queríamos que el viaje terminara, vestidos mejor o peor, todos éramos lo mismo: un asco de sudor. La Margocita estaba fatigada, se notaba; la piba me había acompañado antes en el Sarmiento, donde pungueamos a una flaca llena de pintura y cargada de carpetas, y a un gordo que transpiraba como un balón de cerveza. Habíamos estado hasta pasado el mediodía tirados en la catrera. Margot había tenido una de sus noches feas. Cuando despertamos, nos amamos con ganas, con calor; después nos echamos toda el agua que pudimos, nos vestimos con la mejor ropa, tragamos unos chori, y salimos a reventar. Ya teníamos 168 pesos. Un día de esos que me hacen feliz, sólo el calor pesaba. Si en el 132 nos iba la mitad de bien que en el tren, zafábamos por varios días; yo podía conseguirme la merca y pasar el fin de semana volado, soñando, y Margocita iba a poder estrenar zapatos en la bailanta del domingo.

Entre la experiencia y el Loco Cervantes había aprendido que si uno va con la ropa cuidada, limpia, la gente te mira menos, se descuida con uno. Subimos en la primera parada de Larrea, y con esfuerzo, nos movimos hacia atrás. Allí estaba mi regalo, esperándome, con moño y todo; emboqué a la vieja perfumada que parecía una gallina gorda, encopetada, en aquel espacio que ocupaba cerca de la puerta de bajada. Le ojié la cartera, debía haber costado mucho, era una Pierre Cardin pero no de ésas del Once, de diez mangos. Era legítima y adentro me esperaban los huevos de oro.

Hice una seña y la piba se fue acercando más. Margot tenía un aspecto que impresionaba, tan pálida, con ojeras y esas arruguitas que le empezaban a marcar la cara, pero era linda, con ojos claros como un cielo nuevo. Tenía diecisiete pirulos que parecían el doble, pero era mi chinita linda. Bailantear la transformaba: los ojitos le brillaban, por eso hubiera querido que todos los días fueran de bailanta para ella. Nos juntamos hace más de un año, le tengo cariño, es buena y mansa, como un perro viejo; y como un perro viejo, tiene madrugadas que duerme mal y yo me quedo pensando en que seré su primer y último hombre.

Mi Margocita sudaba, y de reojo, miraba a la vieja y luego a mí. Me rasqué la oreja izquierda y ella sacó el pañuelo, era la contraseña. La vieja emperifollada estaba cerca de la puerta. Mi único temor era que se bajara antes, porque entonces debía redoblar la apuesta y reventarla en la vereda, más peligroso. Cuando la piba se le acercó, preparada para el espectáculo, me puse en guardia para tirar la punga al bajarme. Fue entonces cuando lo vi, había cambiado de aspecto, parecía un copetín, pero la cicatriz de la botella seguía en su lugar, junto al ojo. Me miraba con dureza pero no bajé la vista. Y lo miré como diciendo: "A mí no me venís con fayutadas". El Ñato era un rubio flaco y alto, cuando caminaba parecía que le sobraban huesos. Sabe que yo sé lo que él es, un chuchero. Debía besarme los pies: yo le di el valor que le faltaba, lo enseñé a odiar en aquella pelea.

Ambos estuvimos entre rejas tres años, ahora se veía distinto que en Caseros. ¡Una pinta! Esa campera seguro costaba un huevo. Me pregunté en qué andaba mientras nos fundimos enteros en la mirada, con odio. Yo seguí ahí plantado, junto a la puerta, como un dolor de muelas para los que se bajaban. Enfrentándolo. Su cicatriz era mi firma, y todavía le tenía que amargar. Por un tantito no le arranqué el ojo. El sudor me corría por las piernas. ¡Qué asco de día! Margocita había comenzado su rutina cerca de la gallina paqueta y el 132 llegaba a la parada de Callao, en la apretujadera del colectivo el calor subía, todos éramos goterones, si nos pasaban la lengua todos teníamos el mismo sabor. El Ñato no dejaba de mirarme, me conocía bien: tuvo el mejor maestro, el odio. Adivinó mi próximo paso, y noté que empujaba a los que tenía delante. El 132 ya paraba, las puertas se abrían; le arranqué de un encontronazo limpio la Pierre Cardin a la gallina, en el momento justo en que mi piba se le iba encima, como perdiendo el equilibrio. Era una de las mañas que mejor había aprendido, le enseñé todo lo que sabía. Dos paradas después, ella se bajaría y nos reuniríamos, como otras veces. Tantas veces.

Al mismo tiempo que la vieja gritaba, di el salto fuera del colectivo. Sobre la voz de la vieja pateaba otro grito, de hombre, fuerte, lleno de rabia: "¡Paráte, paráte...!" Conocía esa voz. Otros gritos se entrecruzaron. Aquello era el loquero Borda. Todo en cuestión de segundos, todo fue rápido, demasiado rápido; oí el disparo cuando el colectivo arrancaba, para detenerse de inmediato, como si el motor sufriera ataques de miedo. Abrió otra vez las puertas, y el cuerpo de la Margot rodó a la calle, pintado de rojo. No sé por que razón, en ese preciso instante miré para atrás, antes de doblar la esquina. Y vi el cuerpito, una pierna le había quedado en la escalera. Nadie vivo podía mantenerse en aquella posición. Un ronquido me atravesó la garganta. La bailantera estaba perdida, la mansa y linda Margot. Ya no más noches de dormir a los tumbos; no más fiebre, ni escalofríos. No más calenturas, no más ojitos de cielo. La manada de gritos dentro del colectivo era insoportable. Una batucada de los mil demonios. El Ñato se quedó con las ganas de pegármela. Entre el tumulto de gente bajando espantada de el 132, su cabeza sobresalía; en la distancia, nuestras miradas volvieron a fundirse en el odio. Todo esto fue en menos de lo que tardo en encender un faso. Doblé la esquina y corrí, corrí, para perderme en la tarde; corrí con mis pulmones y con los de la Margot, mi perrito bueno, mi perrito viejo, corrí riéndome de la mala suerte del Ñato, ¡puta, digo, la mala suerte!. Y corrí llorando por la piba. La vida es rabiosa y muerde, como me dijo mi viejo, y le dije a Margocita: rabiosa y muerde. Estoy lleno de mordidas.

Sigo corriendo aunque esté caminando normal, como uno más por Corrientes, dejándome llevar por el calor; mis lágrimas se confunden con el sudor, quizá todo mi cuerpo esté llorando, hoy la noche será muy triste. Ojalá tengan bailanta en el cielo, pibita de mi corazón. Uno más, uno menos... Pero no te tocaba, sos tan joven... Si hasta te iba a llevar al médico, ibas a estar bien. Ahora te voy a extrañar, sé que me entendés, la vida es rabiosa y te mordió feo; no pude hacer nada por vos. Nada, salvo quererte. Pero mañana, dentro de una semana, dentro de un mes o un año, no voy a darle las gracias al Ñato cuando lo encuentre. Porque lo voy a encontrar, piba, por vos. Lo voy a encontrar, volveremos a clavarnos los ojos. Y algo más. Entonces seremos uno más... o uno menos. Pongo a Dios y al Diablo por testigos. ¿Ahora? No me aguanto, voy a meterme en ese boliche, necesito un yin, para que el dolor no me atragante.

Buenos Aires - octubre 1998

NOTA: Empleo algunas palabras del lunfardo, la jerga porteña, que menudea entre los delincuentes. También empleo palabras al modo del habla rioplatense, como "vos", "sos", "avivate" (sin el acento en la "i", porque la pronuncian como si fuera llana), "entendés" (es la forma que utilizan aquí, donde los acentos del castellano se alteran, y algunas declinaciones), etc.

Rosa Elvira Peláez, Cuba, Argentina © 1999

repabel@sinectis.com.ar

Nacida en Cuba (La Habana), Rosa Elvira Peláez radica en Argentina desde 1993. Actualmente desempeña labores como corresponsal de Radio Habana Cuba en Buenos Aires y colabora con otros medios de la Isla, a la cual viaja regularmente. Licenciada de Periodismo de la Universidad de La Habana, con trayectoria profesional vinculada a revistas y diarios cubanos, especialmente en temas relacionados con la cultura. En calidad de periodista acompañó a delegaciones artísticas de su país en giras por América y Europa. Del inicio de su interés por las letras no tiene memoria: siempre se vio en compañía de los libros. Comparte el concepto creativo de lector, sostenido por Borges, y se incluye entre los que creen que si a este milenio sólo le correspondiera una clave de identificación, sería con propiedad "el milenio del libro". Se interesa especialmente en la narrativa (cuento y novela): el cuento, porque es la magia de un solo toque; la novela, porque es el gran espectáculo de la magia de la palabra. Le agrada pensar en la idea, defendida por muchos, de que en los signos de la escritura está todo el mundo. Siente atracción por la literatura que cabalga en mitos y leyendas y no desdeña el género policial ni el fantástico. Le fascinan las novelas de corte psicológico y aquéllas que hurgan en las costumbres y/o realidades para iluminar las maravillas que guardan. Como lectora, solamente impone un límite: la calidad y el ingenio. Tiene también interés por el arte cinematográfico y el teatral, y las exposiciones de artes plásticas, artesanías y otras categorías. Considera que la literatura es felicidad, descubrimento, misterio, aventura, conocimiento. Su listado de autores preferidos lo encabezan Jorge Luis Borges y Marguerite Yourcenar, y admira particularmente, entre los clásicos, a Shakespeare y Dante. En su relación de favoritos incluye a Henry James, Edgar Allan Poe, Julio Cortázar, Alejo Carpentier, José Martí, Gabriel García Márquez, Marguerite Duras, Henry Miller y Anaïs Nin, por citar algunos. Asistente habitual a eventos internacionales relacionados con la literatura, organizados en su país por la Universidad de La Habana, Casa de las Américas, Unión de Escritores y Artistas y otras instituciones. En La Habana y Buenos Aires ha participado en diferentes cursos sobre literatura. Entre sus entrevistas periodísticas a escritores, figuran García Márquez, Cortázar, Carpentier, Nicolás Guillén, Eduardo Galeano y Rafael Alberti. Ganó varios premios y menciones en los géneros de crónica y entrevista, en concursos nacionales de periodismo organizados en Cuba. Algunas de sus entrevistas aparecen publicadas en libros a modo de antología, editados en La Habana, por ejemplo los dedicados a la primerísima bailarina Alicia Alonso y al escritor Alejo Carpentier.

Comentario de la autora sobre el cuento:
Un día como otro cualquiera en Buenos Aires. Detrás de la violencia hay historias para contar, siempre. El cuento permite explorar el lenguaje, siguiendo el cauce del "lunfardo", como se denomina la jerga porteña. A fines del siglo pasado, Antonio Dellepiane, abogado y profesor, publicó El idioma del delito, estudio sobre la jerga lunfarda. Cien años después, el "lunfa" trasciende el mundo del hampa porteña. Hace mucho dejó de ser "filotecnicismo profesional" del delincuente y se fue entremezclando con voces dialectales gallegas, genovesas... Hoy palabras como "faso" y "cana" se emplean en la conversación cotidiana para designar al cigarrillo y a la policía, respectivamente. Para hablar con palabras de Italo Calvino, "en el universo infinito de la literatura se abren siempre otras vías que explorar, novísimas o muy antiguas, estilos y formas que pueden cambiar nuestra imagen del mundo". Siempre me han interesado los hilos invisibles que mueven el universo sonoro y significativo de las palabras, cuando uno decide poblar la hoja en blanco (o la pantalla del ordenador). Sabemos que el acto de escribir es un acto sagrado de creación. Hacemos posibles otros mundos en un único mundo inflnito. Y nos construimos a nosotros mismos, disparamos sueños y retos.
En el caso del cuento "Uno mas, uno menos" , quise canalizar parte de mis vivencias porteñas. Para mí, un sueño y un reto. Es sustancial la diferencia de las expresiones del lenguaje y las costumbres entre las dos ciudades donde cuelga mi hilo de equilibrista: Buenos Aires y La Habana. Pero el viaje por el interior de los personajes, más allá del espacio fisico en que los planté, me confirmó ese sentir, la fascinación por la dimensión extraordinaria del hombre, que nos iguala y nos diferencia, nos sorprende para bien o para mal, para alegría o pena. De una trasnochada, me salió el cuento. Ese día me había levantado con una frase dándome codazos: "uno más, uno menos". Fue el único punto de partida. Arranqué por el título y en el primer párrafo ya sabía que iba a hablar de un perdedor que conservaba espacio para la ternura, en medio de su vida con el delito. Unos días atrás, había presenciado un tumulto en una esquina: una señora se quejaba porque un muchacho le había arrebatado el bolso. Uno más, me dije. Al cuento le hice unos retoques un par de días más tarde. En total, hice tres versiones, y me quedé con la segunda, donde las palabras del lunfa van sin cursivas, confundiéndose entre las otras. El final siempre fue el mismo, áspero, como una vuelta de tuerca.

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