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Veleros de papel

Había una vez un náufrago que no quería salir de su isla. Cuando una goleta llegaba a la costa, él sólo pedía, si era posible, que le dejasen algunas botellas vacías y las hojas de papel que ya no empleasen. Si un grumete curioso le preguntaba que por qué no quería embarcarse, volver a Venecia o a Roma, él se encogía de hombros, como pidiendo paciencia con un viejo chiflado, y le hablaba de un babuino que vio una vez en una taberna, sentado en un rincón sobre una barrica; un mono curioso, tocado con un fez lleno de parches, que fumaba en una pipa de caña como si no hubiera otra cosa mejor en el mundo. Hacía anillos y nubes de humo, y los observaba flotar y desvanecerse mientras su amo bebía y gruñía, buscando pelea.
–Yo, mio caro pirata, me dedico a escribir lo que voy discurriendo –sonreía, trazando formas absurdas con un palito en la playa–. Lleno el papel de tachones, lo emborrono de espirales y garabatos, ¿has visto el vuelo de una libélula, o los saltitos que dan las urracas? Luego hago un barquito y lo suelto en el mar.

Los marineros volvían al barco; y mientras partían, él les decía adiós con la mano. «Addio, figlioli!, tanti saluti!» Y seguía haciéndolo hasta que la última bandera azul y dorada ondeaba más allá del horizonte, siempre con la misma sonrisa sin dientes.
–Vivo sin tener que vestirme, tengo fruta, agua dulce; por las noches me tumbo en la arena templada y contemplo la luna. Veo cómo las estrellas avanzan como un millar de tortugas buscando las olas, el canturreo regular del océano. Más tarde, me quedo dormido.
»¿Dónde, en Venecia o en Roma, podría hacer lo que hago?

Domingo Alberto Martínez, España © 2019

despertafierro@hotmail.com

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