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El hombre de barro

Empezó a recoger sus huesos dispersos uno a uno; la muerte había sido larga y fría, y las noches de entierro más solitarias de lo que nadie se podría imaginar. A tres metros bajo tierra no entraba el calor de ninguna estrella ni se filtraba el más imperceptible rayo de luz. Armar un esqueleto casi desintegrado era un verdadero trabajo para Sísifo, ya que cuando juntaba dos huesos se desbarataban cuatro. No supo cuánto le tomó juntar las piezas de ese rompecabezas, ya que el tiempo para él había dejado de correr, igualmente podrían haber sido cuatro siglos o cuatro minutos o tal vez cuatro eternidades.

Sin embargo, lo que seguía era la parte más difícil, ya que un esqueleto de por sí servía para poco, tal vez para asustar a los visitantes del cementerio o para que lo colgaran de espanto en una noche de brujas. Lentamente fue amasando el fértil barro en que estaba enterrado, limpiándolo de raíces y de lombrices y así fueron surgiendo unas manos y unos pies, un ojo aquí y un poco de pelo más allá. Esculpir la cara fue una labor verdaderamente difícil, ya que una que otra lombriz se empeñaba en meterse por las fosas nasales y la nariz se veía reducida entonces a un montoncito de tierra. Imposible calcular tampoco si fueron eternidades o inmensidades lo que tardó en moldearse a sí mismo, pero al final cada parte hacía juego perfecto con la otra, los párpados con los ojos, los labios con la boca, la nariz con la cara... Entonces empezó a escarbar para salir de su lecho de muerte, sintió la tierra húmeda y fría, pero a medida que se acercaba a la superficie podía experimentar esa extraña sensación cálida que le recorría los huesos y que le empezaba a agitar el corazón. No se atrevía a abrir los ojos, temeroso de que nunca vieran la luz, pero cuando sus manos levantaron el último puñado de tierra que lo cubría, sintió que por sus párpados entraban millones de destellos y que estaba naciendo de lo profundo de la oscuridad.

“Despierte, señor, despierte”, escuchó como proveniente de una caverna una voz que lo llamaba.

Abrió los ojos lentamente, el mundo circulaba locamente por sus pupilas, el espectáculo era alucinante...

“Re... re... recuerdo”, las palabras bregaban por salir de su boca.

“No hable, tranquilo... Está usted todo cubierto de barro, pero no se preocupe, lo vamos a ayudar”, dijo la mujer, y enseguida gritó: “Manuelito, tráeme pronto la manguera”.

Trató de gritar que no, pero las palabras se le trabaron en la garganta. Su cuerpo disperso se confundió de nuevo con la tierra y sus huesos hechos polvo descendieron por un hilo de plata calle abajo, camino, esta vez sí, a la eternidad.

Mario Lamo Jiménez, Colombia © 2022

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