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Un segundo más de vida

La prensa en estos días lo único que parece traer son malas noticias. No más abrimos el diario cuando las palabras manchadas de sangre nos saltan encima para amargarnos el desayuno. Sin embargo esta mañana, por algún extraño motivo, había entre toda esa sopa tóxica una noticia que me hizo sentir mejor. Anunciaban que para compensar el yo no sé qué del sí sé cuándo, le iban a aumentar un segundo al año. ¿Pueden imaginarse? ¡Todo un segundo de más en la existencia sin siquiera haberlo pedido! Inmediatamente me puse a hacer planes de cómo usaría ese segundo extra de mi vida. Bien me lo había dicho mi madre: "En la vida no hay que desperdiciar ni un segundo". Fue así como gasté más de cinco horas pensando cómo usar ese segundo que me había donado el destino, pero por más cuentas que hacía, no podía encontrar nada de valor que cupiera en un solo segundo. Podría matar una mosca, pero hasta matar una mosca requiere algo de preparación. Primero hay que armarse de una revista vieja, después doblarla, localizar la mosca y mandarle el revistazo. Sin embargo nada garantiza que uno mate la mosca y el proceso en sí puede tardar hasta 30 segundos, lo cual me dejaba con un déficit de por lo menos 29 segundos. Definitivamente, no, lo de la mosca no servía. Claro que eso sólo era un ejemplo de cómo no usar mi segundo extra. Alguien me sugirió que parpadeara, ¿pero para qué gastar mi segundo en algo que de todas maneras uno hace inconscientemente todo el tiempo? Así pasé las horas, haciendo mi lista de cosas que podría hacer con ese segundo precioso, pero ninguna me pareció satisfactoria: podría saltar y sacar la lengua al mismo tiempo o pegarle un tomatazo a la vecina desagradable de al lado, podría quitarle un pelo al gato o ver pasar un pájaro volando, podría reventar una burbuja o sentir palpitar una estrella, en fin nada que en verdad le añadiera un segundo pleno a la existencia. Un amigo idiota que estaba de visita me recomendó que me suicidara, pues apretar el gatillo sólo tomaba un segundo, cosa que le refuté de inmediato, porque nada garantiza que uno quede bien suicidado y además mi objetivo era disfrutar del segundo y no arruinarlo. Finalmente y después de meditarlo a fondo, decidí ahorrarme ese segundo, guardarlo para cuando en verdad lo necesitara y no emplearlo aquella noche, de modo que en vez de celebrar el Año Nuevo como todo el mundo, a las doce y un segundo, lo celebraría un segundo antes: a las doce en punto, como lo había celebrado siempre.

Veinte años más tarde

Estaba yo tranquilo, sentado en mi poltrona, tomándome una copa de vino rojo y leyendo un buen libro, cuando se sentó a mi lado. Era una hembra hermosa, de esas que sólo se ven en el cine, llena de curvas peligrosas y de miradas seductoras. La miré sorprendido y tan sólo atiné a preguntarle:

"¿Y tú quién eres?"

Me sonrió pícaramente y me respondió:
"Juvenal, vengo a llevarte, te llegó la hora".

"No me digas que eres la muerte", exclamé sorprendido. "¿Y qué pasó con el anciano alto vestido de negro que cargaba una guadaña?"

"Los tiempos han cambiado, Juvenal, hasta la muerte tiene que modernizarse. ¿Estás listo?"

Me lamenté por no poder terminar la novela de misterio que estaba leyendo, ¿sería Felipe el asesino? Y ya estaba listo a dejarme llevar por semejante hembra, cuando me acordé del bendito segundo extra. "Un momento", le dije. "¿Será que usted se acuerda de ese segundo extra de vida que no usé el 31 de diciembre de mil novecientos sesenta y..."

"Claro que me acuerdo", dijo torciendo la boca, a la vez que su cara se ponía de una dureza tan impresionante que le raspaba la belleza de la piel. "Úselo de una vez y nos vamos yendo".

"Claro que sí, ni más faltaba. Pero no hay que olvidarse de que un segundo en tiempo de los años sesenta, ahora se ha valorizado y si a eso le añadimos la tasa de interés que normalmente cobran el Fondo Monetario o el Banco Mundial, resulta que...", dije sacando mi calculadora, "que ese segundo ahora vale 236 millones 520 mil segundos, o para ser más exactos, siete años y seis meses..."

La muerte se puso furibunda; la hermosa mujer mostró el cobre y la pude ver entonces como en verdad era: el anciano de la guadaña de siempre, más feo que nunca y listo a enlazarme por el cuello. Pero como contra las matemáticas y el interés compuesto no hay muerte que valga, la vi alejarse refunfuñando y de salida, en su rabia, casi decapita al gato de un guadañazo.

Y aquí estoy sentado, haciendo una larga lista de todas las cosas que pienso hacer con estos siete años y medio extras que me quedan de vida, y la verdad es que no pienso desperdiciar ni un segundo.

Mario Lamo Jiménez, Colombia © 2006

Cosongo@aol.com

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