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Meter cuchillo

Estoy en la sala de espera. Son las seis menos cuarto de la mañana. Llegué con mucha anticipación para hacerme una resonancia magnética y la ansiedad se va incrementando. “¡Contrólate!”, me digo antes de tomar un periódico y hojear algunos titulares.

La última vez que me hice el chequeo del bulto instalado en la mitad de mi espalda fue en el año 2015. El neurocirujano de aquel entonces me sugirió retirarme el lipoma que había encontrado, pero desistí. “Quiero morirme sin que me metan cuchillo”, pienso para mis adentros. ¿Lo conseguiré?

Ocurre que el bulto ha crecido y, según me informan sin que yo incurra en ninguna clase de aspaviento, luce tres veces más grande que hace ocho años. Mis problemas de columna son —ay, ¡los genes!— hereditarios. Mi padre, por ejemplo, se suele hacer resonancias prácticamente cada año y se sume en una especie de locura que saca de quicio a todos (sobre todo a mi madre, por supuesto).

Mamá tiene que acompañarlo y estar a su lado tomándole la mano (y poniendo en riesgo su salud, claro está) para que la claustrofobia no le gane la pulseada. La escena, de sólo imaginármela, me resulta espantosa: mamá cuidando a mi padre como si fuera su hijo, como si estuviera cumpliendo el rol de la madre que él no tuvo (que no conoció ni conocerá, como les ocurre a todos los huérfanos que pierden a su progenitora durante el parto). “La vida es así”, me digo: “Pero, ¿cómo diantres será la muerte?”.
—¿Es su primera resonancia? —pregunta la facultativa que toma notas.
—No —respondo—. Hace ocho años me hice una. Me encontraron un lipoma que ha crecido bastante.
—¿Toma alguna medicación especial?
—Ansiolíticos para poder dormir mejor, sufro de insomnio.
—¿Ha tomado algún medicamento hoy?
—No. Ninguno.
—¿Por qué?
—Quiero enfrentar las cosas sin ayudas… ¡yo me hago cargo, doctora! —exclamo pensando en lo que lo que me queda de vida y en lo que me queda de muerte.
—Pero ¿es claustrofóbico?
—Por supuesto. Y sufro de ataques de pánico.
—Escúcheme atentamente para que no tenga problemas —me dice mientras me inyecta un líquido especial en la vena para que la resonancia tenga contraste.

Me recuesta en una suerte de camilla que empieza a recordar súbitamente. Luego me introducirá, despacio, en ese tubo que se me antoja como una nave espacial. Después me dice que no me asuste, que habrá ruidos extraños y vibraciones —“ya lo sé”, pienso recordando mi primera resonancia—, que no pierda la calma. Me coloca unos audífonos y me dice que todo saldrá bien. Yo no le creo.
—¿Cuánto demorará? —le pregunto atajando mis nervios todo lo que puedo.
—Entre treinta y cuarenta y cinco minutos.

“Medio partido de fútbol”, pienso y de inmediato cierro los ojos y me veo a mí mismo lejos de todo. Lejos de mí, lejos del miedo. Me veo dentro del lipoma y luego me veo desnudo en una playa de Mollendo. Al fondo asoma el castillo Forga: juego con mis hermanos y mamá luce tan joven y esbelta (alguna vez fue así, lo juro). Se insinúa, sin pedir permiso, una melodía llamada La rueda mágica y Fito Páez, mi fiel compañero de avatares de toda laya, me dice al oído: “Todo lo que pude sentir, todo está sellado en mi alma”. Vibro, tiemblo y me angustio. De pronto abro los ojos. No fue una buena idea porque la claustrofobia gana por goleada. “No voy a pedir ayuda”, me digo. “Deja de ser miedoso, ¡la putamadre!”.

“En menos de una hora”, me prometo, “estaré escribiendo sobre esto para superarlo, para sentirme mejor y para soñar con resultados alentadores”. Sé que ahora sí es inevitable: me tendrán que meter cuchillo. Perderé el invicto. Después vendrá, como siempre, la escritura: el conjuro inapreciable.

Antes de empezar a escribir, en mi vida había muchos más miedos.

Antes de este texto urgente y desasosegado hubo otros: buenos, regulares y pésimos. La mayoría, olvidables.

Pienso en la arena del mar que cabe en mi ombligo. En la arena que cabe en ese bulto que altera mi espalda. En la arena que podría soportar en mi boca antes de morir asfixiado. No sé por qué asoma el mar si acabo de volver de Cusco y de sus parajes andinos extraordinarios (allí me encomendé a la Pachamama). No sé bien lo que me pasa, sólo escribo como un desquiciado. No puedo hacer otra cosa.

Creo que, en la primaria o a inicios de la secundaria, empecé a escribir como jugando. Y si hablo de un juego primigenio tendría que explicar lo importante que ha sido y sigue siendo el fútbol en mi vida (aunque para tamaña empresa tendría que escribir otro texto). Después del fútbol, mientras seguía acumulando lecturas y películas, vinieron las mujeres, el alcohol y algunos viajes. Este texto abarca apenas un día —una mañana, 45 minutos— en la vida de un hombre que ya tiene más de cuarenta y debe hacerse una nueva resonancia magnética. Un hombre que se va haciendo cada vez más viejo, un hombre que, gracias a las historias que escribe, sigue (cándida y apasionadamente) aspirando al infinito. Un infinito exento de lipomas, cirugías, galenos…

Vuelve a asomar esa rueda mágica. Mamá me dice que todo va a estar bien. No obstante, yo sé que miente. No importa: todo lo que pude sentir, todo está sellado en mi alma.

Arequipa, 5 de septiembre de 2023

Orlando Mazeyra Guillén, Perú © 2023

mazeyra@gmail.com

Ilustración de Manuel Giron, 2015 © ProLitteris

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