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Verdades y mentiras

Había veces en las que casi se olvidaba de quién era.

Sin embargo, no se olvidaba de cosas como la voz de su madre o las lágrimas de su compañera de mesa en el instituto cuando le vio besando a otra chica. Eso pertenecía a su vida, a la auténtica vida de Miguel. Pero eran cosas del pasado.

No sabía muy bien cuándo había empezado a sentir la necesidad de ser otra persona. No porque no le gustara la persona que en realidad era, sino porque le divertía la reacción de los demás ante sus vidas imaginadas y se había convertido en una costumbre.

Poco a poco había ido perfeccionando sus mentiras y ahora se deslizaba con toda facilidad en la piel de un autor de teatro, de un director de una compañía discográfica o de un periodista que acabara de volver de Dubai. Incluso había logrado desfigurar su propio idioma con diferentes acentos que le permitieran pasar por francés, italiano o polaco. De acuerdo con su personaje transformaba su actitud, sus maneras, su forma de moverse, como si en cada historia de su vida hiciera nacer un nuevo yo distinto del anterior.

Había conocido a su esposa, Lara, bajo la personalidad de un hombre de negocios que había hecho una fortuna vendiendo software informático. En sus primeras citas le habló de sus viajes por motivos de trabajo a lugares que a ella le parecieron fascinantes: Nueva York, Toronto, París. Sus conversaciones estaban llenas de pequeñas anécdotas sobre hoteles, vuelos, aeropuertos y reuniones con clientes.

Sin embargo, cuando la relación se fue haciendo más seria, más formal y empezaron a plantearse la idea de vivir juntos, tuvo que imaginar rápidamente una brusca caída de las bolsas y un descalabro en su negocio. “Todo se ha venido abajo”, le dijo.

Con el poco dinero que le quedaba pensaba abrir una tienda de libros. Sería una forma de empezar de nuevo.

Ella nunca dudó de sus palabras y creyó firmemente que la pequeña librería en la que realmente trabajaba le pertenecía.

El hecho de que sus padres hubieran fallecido le permitió inventar también una interesante historia sobre su familia que impresionara a Lara. Si todo ello contribuyó a que decidiera aceptar su proposición de matrimonio no sabría decirlo. Esperaba que así fuera. La imagen de hombre emprendedor, de hombre de éxito que le había ofrecido no dejaba lugar a dudas.

A los compañeros de trabajo les había hablado de su origen francés y de los años que había pasado en Francia donde su padre poseía unos viñedos.
–Las tierras se dividieron a su muerte –les contaba– y mis hermanos se llevaron la mayor parte. En realidad yo nunca quise estar en el negocio. Mi auténtica vocación era escribir.

Los otros aceptaban su palabra con una sonrisa y tal vez un poco de envidia. Pero eso no le importaba. Lo único que debía hacer era tener cuidado y recordar sus propias mentiras para no levantar sospechas si se equivocaba.

Hubiera podido ser un actor de éxito si se lo hubiera propuesto, pero tal vez el público de un teatro no era lo suficientemente grande comparado con el público de todo el mundo que tenía ante él. Y el cine le parecía demasiado distante, demasiado artificial. Nada semejante a la historia que podía contar al vecino o al hombre que le vendía el periódico en la esquina.

Un verano Lara y Miguel decidieron tomarse unas vacaciones en un pequeño lugar de la costa mediterránea. Iba a ser una semana de descanso. Lara había insistido asegurando que les vendría bien.

Aunque en principio trataba de que Lara no se enterase de sus nuevas identidades, tampoco le preocupaba demasiado. Probablemente hacía tiempo que ella sospechaba la verdad. La relación entre ellos se había ido enfriando y tenían ya pocas cosas que decirse. Seguir juntos formaba parte de esa rutina de la que él escapaba cada vez que ideaba una nueva mentira. Por eso se presentó como un promotor inmobiliario ante el hombre que ocupaba la sombrilla vecina en la playa, o como un periodista al camarero del hotel.

Una mañana, Miguel, harto de sol, de arena y de turistas paseando con orgullo sus sonrosadas barrigas, se había quedado leyendo el periódico en el salón del hotel en el que se alojaban mientras Lara iba de compras. Todo parecía tranquilo y agradeció tener unos momentos para él solo.

Entonces se dio cuenta de la presencia de una mujer sentada en un sofá al otro lado de la habitación. Lo mismo que él, estaba leyendo el periódico.

Procurando no ser demasiado directo, se dedicó a observarla. Tendría unos treinta años, vestía un pantalón corto azul y una camisa blanca que dejaba ver un escote bronceado. Llevaba el pelo recogido en una coleta y, a pesar de su apariencia informal, Miguel supo reconocer una elegancia innata en su atuendo.

Por dos veces ella levantó la vista y sus miradas se cruzaron. La tercera vez esbozó una sonrisa. Miguel sonrió también. Por un instante dudó si acercarse a saludarla, pero hubiera sido demasiado atrevido. Por eso volvió a hundir los ojos en el periódico, aunque ya sus páginas habían dejado de tener sentido, como si estuvieran escritas en otro idioma.

Al rato la vio levantarse y salir. Se dirigía a los ascensores.

¿Se atrevería a seguirla?

Sin pensarlo más, Miguel se levantó también y caminó tras ella.

Se sonrieron. Un breve y cortés "buenos días" y entraron juntos en el ascensor.

De cerca era aún más atractiva. Bronceada, esbelta, con unos ojos castaños grandes y decididos y una boca risueña. Fueron unos segundos pero para Miguel fueron más intensos que si hubieran sido dos horas. Su proximidad le dejaba sin respiración.
–¿A qué piso vas?– preguntó ella.
–Al... cuarto –acertó a contestar.

En realidad no había pensado para nada ir a la habitación que compartía con Lara, pero ahora tenía que ir a alguna parte si no quería parecer un idiota.
–Bonito hotel –dijo ella, obviamente tratando de romper un silencio incómodo.
–Sí –contestó Miguel. Y luego se quedó callado. Él, experto en hablar y contar historias, no sabía qué decir.

La chica salió también en el cuarto piso y juntos caminaron unos pasos el uno al lado del otro, aún en silencio.
–Hasta luego –fueron las últimas palabras de ella antes de que él introdujera su llave en el número 405. Ella siguió andando hasta desaparecer al fondo del pasillo.

Una vez en su habitación, Miguel supo que tenía que volver a verla, que haría lo imposible por encontrarla de nuevo y conocer quién era. No le importaba dónde estuviera Lara y estaba seguro de que a Lara tampoco le importaba dónde estuviera él.

Pasó el resto del día consumido por la ansiedad, mirando: en el comedor, en el pasillo, en la playa. Pero nada. Ella no estaba.

Aquella noche le asaltó un inquietante pensamiento. Había estado deleitándose con la idea de cómo sería su siguiente encuentro, imaginando el momento y el lugar, la ropa que ella llevaría puesta... ¿un vestido azul, tal vez, ligero y vaporoso como ella misma? Y entonces pensó que hablarían y que ella preguntaría ¿dónde vives?, ¿en qué trabajas?

Podría ser un profesor de vacaciones. Eso le daría cierto prestigio y un aire intelectual que solía gustar a las mujeres. O tal vez un arquitecto. Sí, un arquitecto iría bien. Alguien con grandes proyectos en la cabeza y dinero en el bolsillo.

Y mientras se perdía pensando en las muchas posibilidades que su imaginación le ofrecía, se dio cuenta de que sería una lástima que esa mujer no le conociera de verdad. Que si un día lograba que se interesara por él tendría que ser por el verdadero Miguel por el que se interesara.

Todas las convicciones de la mitad de su vida se vinieron abajo. No podía soportar la idea de mentirle. Ella iba a ser muy especial.

Al día siguiente volvió a sentarse en el salón excusándose ante Lara por no ir con ella a la playa pretextando un lumbago que no tenía.

Y aguardó, parapetado detrás de su periódico, tratando de no parecer demasiado ansioso cuando el camarero vino a traerle un café.

A los pocos minutos la vio. Pantalones cortos, una camiseta roja de tirantes, el pelo suelto esta vez.

Ahora las miradas fueron directas y la sonrisa abierta, como la de dos personas que hubieran quedado en encontrarse. Como un hombre y una mujer que tuvieran una cita.
–Buenos días –fueron las palabras de ella. Y señaló la butaca de enfrente–. ¿Te importa si me siento aquí? No quisiera interrumpirte pero parece que el salón está muy concurrido hoy.
–Por supuesto que no me importa –respondió él. Y miró a su alrededor. Efectivamente había dos sofás ocupados, pero al fondo, junto al bar, había una mesa libre. El pensamiento de que ella estaba realmente interesada en su compañía le excitó.
–Me llamo Penélope –siguió ella alargando la mano para que él se la estrechara.
–Yo... Miguel.

Parecía que le costaba hablar. Las palabras salían de su boca con dificultad.
–Un buen sitio para las vacaciones ¿Habías estado aquí antes?– preguntó ella ahora. Y mientras hablaba cruzó las piernas mostrando un poco más de su piel bronceada.
–No. Es mi primera vez.

Sí. La primera vez que estaba en ese lugar. La primera vez que se sentía tímido. La primera vez que estaba dispuesto a no mentir y a revelar al verdadero Miguel.

Penélope continuó hablando. Su voz casi le mareaba. Vivía, como él, en Madrid. Había venido a pasar las vacaciones con una amiga pero a los dos días su amiga había tenido que marcharse por un problema familiar. Ahora estaba sola, dispuesta a descansar y pasarlo bien. Su trabajo la dejaba completamente agotada y necesitaba recargar pilas.

Él le confesó que estaba allí con su mujer. Y le habló de la librería, de los libros...
–Yo trabajo en televisión –afirmó ahora ella–. Soy productora. Tengo un puesto de mucha responsabilidad, pero me encanta aceptar retos. Mis colegas se sorprenderían de verme aquí tan relajada –añadió riendo.

Su risa encendió sus ojos con un brillo que dejó a Miguel como hechizado. Qué poder de fascinación desprendía. Tan guapa... y productora de televisión, encima. Debía tener hombres por todas partes, los que quisiera, pensó con una punzada de tristeza en su corazón.

Hablaron y hablaron. Luego, Miguel se dejó llevar a la habitación de ella e hicieron el amor. Sin prisas. Los dos parecían dar y exigir lo mismo, al mismo tiempo.

Las horas pasaron como en un sueño para Miguel. La dulzura de Penélope, sus besos, sus ansias, le nublaron la razón.

Antes de despedirse se intercambiaron teléfonos y direcciones de email. ¿Volvería a verla? Seguramente no. No ahora. Más encuentros en el hotel levantarían las sospechas de Lara. Pero después... Para Miguel la vida le había devuelto su verdadera identidad, el hombre que siempre fue dentro de él. El que en realidad nunca había cambiado por más que hubiera intentado disfrazarse.

El verano fue quedando lejos. Penélope mantuvo su promesa de escribir y Miguel recibió sus mensajes con regularidad. Algunas veces los emails se retrasaban: un viaje a Barcelona, otro a París. Pero al final las noticias volvían.

Miguel le contaba cosas sencillas que nunca hubiera sido capaz de descubrir a otra persona: el trabajo en la librería, su afición a las novelas de misterio, sus intentos de escribir... También había sido sincero al hablarle de Lara. Aunque a Penélope no parecía importarle demasiado el hecho de que estuviera casado.

****

Ocurrió durante un fin de semana. Era ya entrado el otoño en Madrid, cuando todavía los días son cálidos a la espera de que el frío se presente de golpe, con toda su fuerza. Miguel había tenido que ir a visitar a un viejo amigo que había estado en el hospital y que ahora convalecía en su piso de un barrio de las afueras.

Caminó de la estación de metro a la calle que le habían indicado sin estar completamente seguro de la dirección que tomar. Aquel barrio le era completamente desconocido. Aquí un parque, solitario y descuidado, con botellas rotas en el suelo, vasos de plástico arrugados y otros rastros de alguna borrachera. Allí un par de tiendas cerradas y un bar.

El siguiente bloque de casas contenía un pequeño edificio que ostentaba el letrero de "biblioteca municipal". Curiosamente parecía el único lugar con vida de los alrededores.

Miró tras los cristales de la puerta de entrada y alcanzó a ver una pequeña sala pintada de blanco con estanterías llenas de libros cubriendo las cuatro paredes. En el centro había un mostrados de madera sobre el que se erguían un par de ordenadores. Y una mujer con una bata blanca, de espaldas, se inclinaba ante unos niños.

Dudó un instante. Quizá aquí podrían indicarle la dirección que buscaba...

Y ya se decidía a entrar cuando la mujer alzó la cabeza dejando ver su rostro de perfil y su pelo largo y castaño.

En ese momento Miguel se dio cuenta de que se trataba de Penélope. Ella no le había visto.

Salió corriendo como despavorido. El propósito que le había llevado hasta allí se le olvidó por completo. Ya sólo ansiaba volver a casa.

Una vez allí se refugió en el dormitorio. Estoy cansado –le dijo a Lara. Y comenzó a pensar.

¿Se había equivocado y la mujer de la biblioteca sólo se parecía a Penélope? ¿Era su obsesión por ella la que le hacía verla aun donde no estaba? O tal vez se trataba de una hermana...

Consumido por un calor que se parecía a la fiebre, Miguel tuvo que aceptar la verdad. Penélope simplemente había hecho lo mismo que él: pretender ser otra persona.

Ahora se daba cuenta de su propia conducta.

Él había dejado que ella conociera su verdadera identidad. Penélope en cambio no había revelado la suya. ¿Por qué? Tal vez las mismas razones que le impulsaban a él: inseguridad, timidez, diversión...

Entonces pensó que podría enviarle un mensaje y confesarle que la había visto y que le daba igual que fuera bibliotecaria, enfermera o señora de la limpieza. Que lo que somos en realidad va más allá de un nombre y una profesión...

Más tarde se sentó ante el ordenador y empezó a escribir:
“Penélope, tengo que confesarte algo. Te he mentido. En realidad soy piloto. No estaré disponible en unos días. Mañana vuelo a Londres y de ahí a Los Ángeles...”

Un piloto haría buena pareja con una productora de televisión. Mejor que un librero y una bibliotecaria.

Mercedes Aguirre Castro, España © 2016

macics@yahoo.co.uk

www.mercedesaguirrecastro.com

Mercedes Aguirre es especialista en mitología griega y escritora de ficción, de relatos e historias inspiradas en los mitos griegos. Como profesora universitaria en la Universidad Complutense sus áreas de investigación son la mitología griega, la literatura griega, la iconografía y la recepción de la mitología griega en el mundo moderno. Es autora de numerosos trabajos de investigación sobre mitología y literatura griegas, tanto en español como en inglés, y ha participado en numerosos congresos. Por otro lado, ha publicado como co-autora una serie de libros que recrean los mitos griegos: Cuentos de la mitología griega (I-VI),Cuentos de la magia griega, Cuentos del teatro griego, Cuentos de la filosofía griega... uno que recrea los mitos vascos: Cuentos de la mitología vasca y otro los mitos celtas Cuentos de la mitología celta (publicados por Ediciones de la Torre).
También es autora en solitario de otros libros de ficción inspirados en los mitos, pero en los que éstos están transformados en unas historias completamente desconectadas de la antiguedad: Nuestros mitos de cada día (finalista del I Premio Literario Éride Ediciones), del que se hizo una nueva versión titulada Relatos míticos del mundo cotidiano/Mythical Tales of the Everyday World (en edición bilingüe español-inglés) publicados por Éride Ediciones. Por otro lado, ya sin tener una relación estrecha con los mitos, está la novela El narrador de cuentos y la última novela El cuadro inacabado. Su relato La pared fue finalista del II Concurso Internacional de Cuentos de Ediciones de la Torre.

Lo que la autora nos comentó sobre su cuento:
El germen de este cuento tuvo lugar en Dorset (Inglaterra), hace varios años, después de una conferencia sobre la figura del mítico Ulises que hablaba de cómo el héroe griego era capaz de asumir distintas personalidades e inventar largas historias para salir airoso de algunas de sus aventuras. Entonces se me ocurrió la idea de un personaje actual que adoptara personalidades variadas a su conveniencia, de acuerdo con las situaciones que vivía. En mi cuento mi personaje podía ser un mentiroso compulsivo o alguien que necesitaba esconderse tras la personalidad de otro para hacer frente a diferentes situaciones –como un actor que tuviera que representar diferentes papeles. Al final tiene que enfrentarse al dilema de elegir entre decir la verdad o volver al cómodo refugio de sus mentiras.

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Otros cuentos de la autora en Proyecto Sherezade:

  • Los que salen de noche
  • La vecina de al lado

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