Al primero lo traje hace unos meses, un amigo que lleva treinta años de muerto y que me hizo señas desde la cuneta. Lo reconocí inmediatamente porque estaba igualito que el día que se mató con la moto, cuando los dos teníamos dieciséis, el pelo largo, la chaqueta de cuero y el casco debajo del brazo. Él tampoco tuvo ningún problema en reconocerme cuando paré el coche, a pesar de que los treinta años transcurridos desde la última vez que nos vimos me han desfigurado. Supongo que, a sus ojos de muerto, yo sigo teniendo el mismo aspecto de entonces. Mi amigo muerto me dijo que se le había averiado la moto y que lo acercase hasta la casa de sus padres. Me he dado cuenta de que los muertos mienten mucho y mal, se nota que ni ellos mismos se creen sus mentiras. Durante todo el trayecto no dejó de hablarme de recuerdos lejanos que para él habían ocurrido ayer. Al llegar al pueblo, me pidió que detuviera el coche donde había estado la casa de sus padres, que murieron a los pocos años de su accidente. Se bajó del coche y entró por la puerta tapiada con ladrillos de la casa que lleva años deshabitada. Siempre que paso por allí, saludo con la mano a alguna de las ventanas condenadas, por si está asomado.
La semana pasada le paré a una chica de la que fui novio y que se murió en un hospital de la ciudad. En el borde de la carretera, con su minifalda y su bolso de piel, estaba igual que cuando la vi por última vez antes de que fuera en secreto a la ciudad. Cuando subió al coche me dijo que venía de hacer unas compras y que había perdido el último autobús de regreso. Me costó trabajo no reírme de aquel peinado y maquillaje ridículo que entonces tanto me gustaba. En todo el viaje no dejó de coquetear conmigo y de hablar de sinsustancias, sin importarle la diferencia de edad que nos separa ahora que puedo ser su padre. Por deseo de ella, la dejé a la entrada del pueblo. No quería que la vieran conmigo en el coche, por las malas lenguas. No quise decirle que, de todas formas, no iba a verla nadie.
Los muertos de muerte reciente son más entretenidos. Hablan de cosas más cercanas y a veces hasta me olvido de que están muertos. Desafortunadamente, además de mentirosos, los muertos son muy malos conversadores pues tienen unos temas de conversación muy limitados. Prisioneros de un mundo que ya no existe, sólo hablan de sí mismos y se repiten continuamente. A veces me hacen preguntas, pero si mi contestación no es la que esperan, me ignoran y siguen hablando como si les hubiera contestado lo que quieren oír. Si les digo que están muertos, se ríen y me dicen que sigo tan bromista como siempre, o no me hacen caso y siguen hablando. A veces me hartan, y a más de uno lo he llevado hasta el cementerio a la entrada del pueblo y le he enseñado su tumba a la luz de los faros del coche, que nos iluminan a través de las rejas de la puerta. Entonces, simplemente cambian de tema y empiezan a pasearse por el cementerio hasta dar con las tumbas de otros conocidos comunes que murieron antes que ellos. Los muy hipócritas expresan sus condolencias y rezan una oración por el otro finado.
En ocasiones coincide que traigo a dos o tres a la vez, pero es muy cansado, porque no reconocen la presencia de los otros pasajeros. Comienzan a hablar todos a la vez, como una radio mal sintonizada entre dos estaciones, y se me hace imposible seguirles el hilo. Además, al llegar al pueblo tengo que hacer varias paradas para ir dejándolos. Tardo mucho en encontrar el sitio que me dicen porque las señas que me dan son generalmente de lugares que ya no existen hace muchos años y me cuesta recordar. Al bajarse no dejan olor a muerto, sólo me dejan un manchón de humedad en el asiento que se va al llegar el día.
Al parar a recoger a un muerto conocido se me han colado en el coche desconocidos, gente transeúnte que debe estar enterrada en el pueblo o en sus cercanías. Enseguida se nota que son forasteros, aunque quieran hacerse pasar por conocidos. Los suelo dejar en la plaza, pero sólo aguantan unos días allí antes de desaparecer y volver a la carretera. Algunos, de tanto colárseme en el coche, ya son conocidos, e incluso ya dudo si las historias que me cuentan son verdaderas, así que ahora les paro siempre y los dejo en el mismo sitio de la plaza.
Poco a poco he ido llenando el pueblo con los muertos que voy trayendo conmigo. No molestan a nadie, comparten las casas con los vivos sin causar más que alguna mancha de humedad en sus antiguas habitaciones, o dar algún sobresalto a un gato despistado. Cuando salgo para el trabajo antes de la amanecida, los veo asomados a las ventanas de sus antiguas casas, o paseando solos por las calles vacías, pero entonces se hacen como si no me conocieran. Deben tener miedo a que vuelva a llevármelos del pueblo conmigo.
Enrique Fernández, Canadá, España © 2003
fernand4@cc.umanitoba.ca
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