Subir a la terraza a ver la ciudad, a tomar el sol o a tender la ropa es meterse en lo más íntimo de sus dominios. Hay que pasar a la fuerza por el quinto para acceder a la terraza. Tan pronto como uno pone el pie en el descansillo entre el cuarto y el quinto, ya se han colocado las tres a las mirillas de sus puertas respectivas, temerosas y curiosas. No queda espacio que no estéa la vista de una de las tres mirillas, ni siquiera yendo a gatas. A veces un crujido de las puertas resecas o una tos inoportuna delata su silente presencia tras las mirillas. Luego, cuando uno llega a la terraza, casi puedes sentir como te siguen los pasos por el techo de sus casas. Si pudieran, se pondrían de rodillas en el techo para pegar una oreja entre los plafones.
Descienden de vez en cuando desde su atalaya a buscar las cartas al buzón, o a sacar la basura. En esas subidas y bajadas reúnen toda la información que necesitan de lo pasado en la finca que no les haya llegado con claridad. Los domingos parece que se turnan para ir a misa y no dejar el inmueble sin vigilancia. Los veranos casi nunca se van de vacaciones y, si lo hacen, cubren rigurosos turnos para que no nos quedemos solos los vecinos.
El patio interior es su otro canal de información. Es un patio estrecho y sucio por el que suben todos los ruidos y olores de las cocinas y los baños. Aunque nunca se asoman, siempre tienen las ventanas abiertas y las persianas bajadas. Ven y oyen asísin ser vistas ni oídas, sentadas en la oscuridad al acecho de vidas ajenas. Sólo cuando decidimos hacer obras en el portal o arreglar el tejado o el patio salen de sus pisos, todas a la vez, nerviosas e inquietas por los obreros desconocidos que se mueven por sus dominios cambiándolo todo de sitio y haciendo ruidos cuyo significado no pueden descifrar. Durante esos días están desquiciadas, como si un gran abejorro con el que no pueden enfrentarse hubiera caído en sus telarañas, que amenaza destrozar con sus movimientos espasmódicos.
A veces siento ganas de pasar una escoba gigante por la parta alta de la casa para limpiarla de estas telarañas. Otras veces siento ganas de fumigarlas, o de levantar el techo de la casa para exponerlas a la luz del sol y ver cómo corren a esconderse debajo de las camas y las mesas. También me gustaría ponerles asedio y obligarlas a salir, cortándoles la luz y el agua, pero estoy seguro que sería un asedio largo, pues les bastan unos chuscos de pan reseco para sobrevivir durante meses. Además, seguro que unirían y compartirían sus rancias vituallas. Pero todo esto son fantasías. De momento me limito a caminar por casa sin hacer ruido, o a sujetar la puerta del portal para que el muelle no la cierre con estrépito. De todas formas, sé que estas precauciones son inútiles pues ellas lo oyen todo. Temo que alguna noche de verano, mientras duermo con las ventanas abiertas, se descuelguen por el patio interior para inocularme su veneno y embalsamarme en una mortaja de cenizas. Creo que, a la larga, lo harán.
Enrique Fernández, Canadá, España © 2014
fernand4@cc.umanitoba.ca
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