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ESTACIÓN IMPOSIBLE

Continuo auditae uoces uagitus et ingens
infantumque animae flentes, in limine primo
quos dulcis uitae exsortis et ab ubere raptos
abstulit atra dies et funere mersit acerbo.

Eneida VI: 426-29

Cuando se despertó de mañana tras los sueños agitados de la noche, se encontró con que la fiebre había desaparecido. Sin que nadie le viera, salió de casa al alba, llevando sólo lo necesario para un agradable paseo por el campo, una decisión que nunca tendría tiempo para lamentar lo suficiente. No son estas tierras benévolas, ni tampoco lo es su sol abrasador, con el caminante que se atreva a atravesar sus parajes desiertos en esta época del año, más propicia para dormitar en la penumbra fresca. Las primeras horas se sucedían placenteras mientras caminaba en el frescor de la mañana por terrenos yermos y agostados. La monotonía de los campos segados era rota solamente por algunos cerros pelados de laderas calcinadas. Y poco a poco, inexorablemente, el sol subió a lo alto del cielo.
No tardó mucho en maldecir el impulso que en mala hora le había hecho salir a ser calcinado bajo aquel sol de justicia y devorado por las moscas que se agolpaban sobre su cabeza hasta no dejarle respirar. Zumbaban en sus oídos y trataban de introducirse en sus fosas nasales resecas por el calor. Cuando vadeó el cauce seco del río aprovecharon su respiración jadeante para metérsele en la boca, y tuvo que escupirlas en una saliva espesa con sabor a polvo. Cuando ya el sol había alcanzado su zénit y sus ropas estaban empapadas por el sudor, distinguió a lo lejos una construcción, extraño desafío a la horizontalidad de aquellas soledades donde ni siquiera un árbol se levantaba sobre las hierbas y los matorrales. Sin dudarlo un instante se encaminó hacia allí, buscando una sombra amiga que le permitiera pasar las horas centrales del día apurando lo que de agua le quedaba y las escasas vituallas que había traído para esta jornada. Durante unos minutos interminables marchó a buen paso, chorreando sudor y devorado por el enjambre de moscas. Al acercarse más distinguió los detalles de lo que se le antojaba un fresco lugar de descanso para su fatiga sudorosa: una construcción de dos pisos, abandonada a juzgar por el ruinoso estado de sus muros, tejados y ventanas. De las cuatro ventanas, dos en la primera planta y dos en la segunda, sólo una conservaba atributos para merecer ese nombre. Las otras tres, ya simples agujeros sin restos de madera ni cristales, miraban sombrías sobre un horizonte de una claridad cegadora. El tejado estaba cubierto por todo tipo de hierbas, como si los edificios, al revés que los hombres, tuviesen que esperar a la vejez para lucir abundante cabellera. Los muros de cemento, de puro desconchado, apenas dejaban adivinar restos del antiguo encalado, con grietas que delataban el desgaste de la intemperie.
Cuando por fin llegó hasta el edificio lo rodeó para huir del sol, y cuál no sería su sorpresa al descubrir que estaba en una estación de tren abandonada. De repente a este lado se encontró con un pequeño andén, en el que las hierbas que crecían en los entresijos del adoquinado luchaban desesperadamente contra las losas por sobrevivir. Muchas de las losas se habían desprendido y eran devoradas por la hierba que las digería lentamente entre sus raíces. Al final del andén las hierbas truncaban súbitamente las vías del tren, como una extraña vía muerta que desembocase en la llanura de campos segados sin límites que le rodeaban. Los raíles oxidados y las traviesas resecas habían creado un involuntario jardín de rectángulos de espinos que crecían entre las piedras. El edificio de la estación se prolongaba por el lado del andén en un tendejón que albergaba tres bancos de madera resquebrajada, con restos de pintura en las esquinas y clavos de hierro en avanzado estado de desintegración que dejaban chorretes rojizos en la madera al disolverse. Al inspeccionar con más atención el interior se dio cuenta de que nunca nadie se había sentado en aquellos bancos para esperar trenes que nunca llegaron, y que nadie había despedido desde aquel andén con llanto a seres queridos que nunca se habían ido. El interior estaba inacabado, los tabiques abandonados a medio hacer, en una esquina una pila desmoronada de ladrillos, unas cuerdas y una carretilla inservible abandonada al final de una jornada de trabajo qu e fue la última. Con un sentimiento de tristeza apuró el escaso almuerzo que en la boca reseca le supo a tierra, sentado en uno de los bancos a la oscura sombra de aquella estación tan deshabitada. Decidido a esperar a que bajara el sol para emprender el camino de regreso a casa, se reclinó lo más confortablemente que la madera dura y seca le permitió. No tardó en adormilarse.

No sé durante cuánto tiempo estuve así adormilado. Sentí un escalofrío, como si estuviera en una corriente de aire frío. Entonces supe que alguien me observaba, y mis ojos se abrieron rápidos con miedo. Sobre el banco de enfrente está echado un perro de dos palmos de alzada, con una cabeza a todas luces demasiado grande para su cuerpo que parece soportarla a desgana. Uno de sus ojos es de una blancura opaca y el otro me mira pero parece que está mirando a través mío, a algún punto en la distancia. La inmovilidad del animal me tranquiliza. Es muy viejo; su pelaje ralo y descolorido, de una tonalidad de gris difícil de definir; sus mandíbulas encajan mal y sobresalen unos dientes desgastados y amarillentos que en su día debieron ser feroces y amenazadores. Al jadear con bocanadas lentas saca una lengua amoratada y temblorosa. Así estamos, frente a frente, durante unos segundos hasta que me decido a ofrecerle los restos de mi almuerzo. El animal no muestra intención alguna de acercarse, así que le lanzo un trozo de pan que aterriza entre sus patas delanteras. Sin ni siquiera mirarlo se levanta, desciende penosamente del banco e indiferente cojea hasta el borde del andén.
Entonces veo que un hombre se acerca siguiendo la vía con paso tranquilo. El perro mueve cansino el rabo y comprendo que está dando la bienvenida a su dueño. Tiene unos treinta años, vestido con las ropas propias del campesino: camisa blanca remangada, pantalones azules de un género basto, unas alpargatas también azules y una gorra visera de color oscuro. El sol sigue en su zénit. A medida que se va aproximando puedo distinguir un hombre alto y fuerte, de rasgos finos y bien parecido, y con la tez muy clara, sobre todo para alguien que pasa largas horas en el campo bajo el sol. Sus ojos son negros, como su pelo, y sus fuertes manos huesudas denotan pericia, y no cuesta mucho imaginárselo segando los agostados campos con gesto fácil. El también me ve y me dirige una amistosa sonrisa al mismo tiempo que con la mano derecha se toca la visera en gesto de saludar y con la izquierda rasca la cabeza del perro. -"Buen día tenga el caminante", me dice manteniendo la sonrisa con tono grave y voz agradable y pausada. -"Buenos días a usted también, aunque mejor sería si no fueran tan buenos y refrescase algo" -"Yo ya estoy acostumbrado al calor y al frío, son ya muchos años trabajando al sol o a la lluvia. Uno se hace a todo". Efectivamente no da muestras de estar acalorado, sin que la menor gota de sudor delate el sofocante bochorno que nos envuelve. -"¿Mucha faena hoy?", le pregunto por cortesía y sin saber cómo interrumpir el silencio forzado que ha surgido. -"Siempre hay algo que hacer, cada día de cada estación, año tras año. Esto es un trabajo que no tiene días de descanso. Unos más y otros menos, como hoy, pero siempre algo" -"Ya veo que no trae ningún apero", le digo -"No, para la faena de hoy no hace falta". Mientras me dice esto me doy cuenta de que está escudriñando el horizonte por donde se pierde aquella vía difícil de distinguir entre los matorrales. Con una sonrisa y por seguir la conversación le pregunto: -"¿Qué? ¿Esperando al tren?" Me quedo atónito cuando apunta con la mano hacia el horizonte y contesta: -"Sí, y llegará puntual como siempre, ya se le ve". Me vuelvo para mirar y creo que estoy ante un espejismo: no muy lejos, silencioso, avanza hacia nosotros un tren, sin ruido ni humos que delaten su presencia. -"Este tren siempre llega a su hora", repite aquel hombre. Yo no puedo articular palabra y durante unos segundos que me parecen eternos no aparto los ojos del convoy que se acerca lentamente hasta que entra en la estación: la máquina es anticuada, quizás de vapor pero no deja salir ningún humo. Al llegar a la estación y frenar emite un prolongado chirrido. Los tres vagones de madera barnizada y reseca, cubiertos de polvo, amortiguan con un golpe hueco la brusca parada. Luego ni un sonido, todo silencio, un silencio profundo al que envuelve aquel calor paralizante. -"Ya le dije que este tren siempre llega a su hora. Además hoy no va lleno". Me acerco al primer vagón que tiene las puertas abiertas pero nadie se baja. Los cristales están cubiertos de polvo y el sol se refleja en ellos. Con la mano limpio el polvo de uno de los cristales. Miro al interior y está lleno a rebosar: hombres y niños cubren los bancos y comparten apretujados el suelo del pasillo. Todos inmoviles, todos callados, todos diferentes pero iguales. Miro al pasajero que está al lado de la ventana. La sangre le cubre el pecho del uniforme militar formando una costra endurecida sobre la que varias moscas se han posado. La cara manchada de lodo y sangre, con los ojos inmóviles congelados en una mirada de espanto. Y en ese rostro me reconozco a mí mismo con dieciocho años muerto en una guerra a la que nunca fui. Junto a él estoy yo vestido de primera comunión con la mirada triste de los niños muertos. En el suelo estoy yo con un tiro en la sien del que sale un hilo de sangre que cae sobre una barba que nunca llevé. En el vagón estoy yo inmóvil en cada asiento, en cada ventana, en cada esquina. Allí estoy yo horriblemente desfigurado por una explosión. Allí estoy yo sentado como si durmiera. Allí estoy yo consumido, con el perfil afilado por la fiebre, mechones de pelo pegados a la frente por el sudor frío que se ha secado, envuelto en una mortaja blanca.

Entonces, en el andén, el hombre pone sobre tu hombro la palma de su mano que sentirás como un pedazo de mármol a través de tu camisa en la que el sudor se habrá quedado frío. Entonces el perro romperá aquel cuadro de inmovilidad y renqueando subirá al tren. El animal desde la plataforma del último vagón mirará impaciente a su amo, que dirá amistoso: -"Bueno, ya veo que éste no es su tren, sea paciente". Y se subirá al tren que chirriando, como al llegar, empezará a moverse. Antes de que se cierre la puerta del vagón te hará un gesto de despedida tocándose la visera con la mano izquierda, mientras el perro, por primera vez, te mirará fijamente con su ojo sano y enseñándote los dientes amenazadores emitirá un gruñido que te helará la sangre, y el tren se alejará lentamente por la llanura y tú te quedarás envuelto por un silencio que nunca antes habrás oído y que te cubrirá frío como un sudario y el sol seguirá en su zénit.

Enrique Fernández, España, Canadá, US © 1996
fernand4@cc.umanitoba.ca

El autor

Enrique Fernández, de origen español pero afincado en Canadá y los Estados Unidos, está escribiendo su tesis doctoral sobre la representación del cautiverio en Cervantes en la universidad de Princeton. Le interesa el cuento como género "mínimo" para explorar y combinar las convenciones literarias y también como género ameno y que puede alcanzar al lector que nunca tiene tiempo. El cuento "Estación imposible" es un ejemplo de su intento de escribir dentro de una tradición literaria del descenso a los infiernos y al mismo tiempo incluir las formas abiertas de narración modernas en las que tanto el narrador como los personajes se disuelven. Se confiesa admirador, como no, de Borges y Cortázar entre los cuentistas modernos y del teatro de Pirandello y Brecht. La influencia de los clásicos, según confiesa, es en su caso mera deformación profesional.

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