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Al tercer día

La mujer sacó del bolsillo de su delantal un mechero para encender el calentador del agua y fregar los platos. Aunque hizo girar la rueda del mechero hasta que le dolió el pulgar, no logró encenderlo, así que tuvo que lavar los platos de la cena con agua fría. Al igual que las dos noches anteriores, se preparó a acostarse sin cerrar por dentro la puerta de la calle. Antes de retirarse a la habitación, desempañó con el delantal uno de los cristales de la ventana de la cocina que daba sobre el puerto. Allí abajo, los barcos pesqueros iluminados por la luz amarillenta de las farolas se balanceaban amarrados en la dársena. Con su mano todavía húmeda en el bolsillo del delantal, la mujer hacía entrechocar al ritmo de los barcos el mechero con una llave. El mechero y la llave eran de su marido, quien, al salir de madrugada tres días antes camino del puerto, se los había olvidado. Ella se los encontró en casa la noche de aquel mismo día, cuando ya le habían dicho que su lancha había aparecido vacía en alta mar.

A través de la ventana de la cocina que estaba volviendo a empañarse, la mujer distinguió en la oscuridad una lancha a motor que entraba a puerto a deshora. Dos marineros saltaron a tierra y acercaron a la orilla uno de los carros de descargar el pescado. Cubierto con el hule negro de tapar las cajas de pescado, izaron el cuerpo y lo pusieron sobre el carro. Desde la ventana, sin dejar de hacer entrechocar el mechero y la llave en el bolsillo del delantal, la mujer lo vio todo. Se alejó de la ventana y entró en la habitación donde la niña dormía y, agarrándola por los hombros, la sacudió hasta que se incorporó y abrió los ojos acuosos del sueño. En silencio, sin levantarla de la cama, le puso por encima un impermeable amarillo de lona y unas botitas negras de goma. Ella, sin quitarse el delantal, se echó por encima un chal y, en zapatillas, salió por la puerta arrastrando a la niña, que lloriqueaba.

La bajada hasta el puerto eran catorce vueltas por una empinada calleja empedrada de adoquines que brillaban en la noche húmeda. En el recodo de cada vuelta, un poyo de granito labrado representaba un paso del viacrucis. Cuando en su descenso doblaron la vuelta del décimo paso, la niña, ya despierta del todo, había dejado de lloriquear. Al pasar por el noveno, saltaba los adoquines de tres en tres, una vez con el pie derecho, otra con el izquierdo, luego con los dos pies juntos. La madre la sacudió del brazo y el juego se terminó. La niebla se depositaba en el chal de lana de la mujer, en pequeñas perlas que crecían hasta estallar y luego rodaban por la falda del delantal.

Dos hombres tiraban del carro y dos lo empujaban por la empinada pendiente de la calleja. En la tercera vuelta de su ascenso, el carro se ciñó tanto que marcó con pintura roja del buje el Jesús en bajorrelieve de granito con la cruz a cuestas. Como el cuerpo debajo del hule se deslizaba hacia atrás con cada tirón, se detuvieron, y por encima del hule, a la altura del pecho, pasaron una cuerda que ataron al armazón del carro.

Al paso de la mujer y la niña bajando por la calleja se adivinaban rostros tras los cristales de ventanas apagadas, pero ninguna se abrió. Junto a la tercera caída camino del Calvario, un gato negro y un gato atigrado apenas prestaron atención a la mujer y la niña, aunque ésta hizo un gesto de llamarlos con los dedos de la mano que el apretón de su madre le dejaba libre. Entonces la niña descubrió que podía deslizar sus botitas de goma sobre los adoquines sin apenas levantar los pies. Otra sacudida de la madre le hizo recuperar el paso.

Al doblar la cuarta estación, la mano izquierda del ahogado se descolgó del carro y se balanceaba inerte con cada tirón que lo subía cuesta arriba. La humedad se iba condensando sobre el hule negro, marcando la forma del cuerpo que cubría. Al pasar por la quinta estación, el dedo índice de la mano izquierda empezó a dejar caer gotas de agua al suelo, aunque en la humedad de la noche nadie se percató de ello.

En la sexta vuelta, donde la Verónica presentaba un velo de granito, el carro se detuvo frente a la portilla de la bodega donde el médico examinaría el cuerpo ahogado para extender el certificado de defunción. Adentro se oyeron tres golpes de los tres cerrojos del portón que se descorrían. Antes de que el portón se abriera, la mujer con la niña de la mano apareció doblando la curva, y los hombres se apartaron. La mujer soltó entonces a la niña, se acercó a un lado del carro y levantó la parte del hule que quedaba entre dos vueltas de cuerda. Asomó un pantalón de mahón empapado en agua. Entonces, sin que nadie se apercibiera, la mujer sacó del bolsillo del delantal su mano, que aún apretaba la llave y el mechero, y los depositó en el mojado bolsillo del pantalón de mahón. Dejó caer el hule sobre el cuerpo, tomó a la niña de la mano, y volvió a subir la cuesta.

Enrique Fernández, Canadá, España © 1999

fernand4@cc.umanitoba.ca



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