Regresar a la portada

Las madres Teresa y Celestina, y el mago vizcaíno

A mitad de las más de veinte leguas que separan Salamanca y Ávila, más cerca de Salamanca que de Ávila, dos grupos de caminantas cargadas con sacos de tela con sus escasos enseres se aproximan en direcciones opuestas y coinciden junto a una fuente. Allí se detienen a pasar estas horas centrales del día, cuando el sol castellano calcina la llanura polvorienta. Un grupo es de monjas y novicias, y a su frente va la madre Teresa; el otro, de mujeres de la vida, y las dirige la madre Celestina. Porque sólo alcanzamos a verlas cuando ya están dejando caer sus sacos en las cercanías de la fuente, no sabemos cuál de los dos grupos viene de Salamanca y va a Ávila, y cuál en sentido contrario. Pero tampoco importa a esta historia el saberlo.

Como las pastoras de sus rebaños, las madres Celestina y Teresa se apartan de su grey para descansar. Mientras sus pupilas, sin mezclarse, se refrescan en la fuente, las dos mujeres se sientan en sendas piedras bajo una misma encina que apenas las protege del sol. Ambas sacan un modesto almuerzo y Celestina abre el diálogo ofreciéndole a Teresa un trozo de su queso:

—Madre Celestina: Oigo a vuestras novicias llamaros madre Teresa. ¿Es vuesa reverencia por ventura la famosa Madre Teresa de Ávila?
—Madre Teresa: En verdad me llamo Teresa, soy madre superiora y de Ávila, pero no soy la famosa Teresa que vos decís. Aquélla ya murió tiempo ha. Y vos, ¿sois la Madre Celestina famosa, pues así he oído que os llaman vuestras mozas?
—Madre Celestina: Famosa soy en Salamanca y otros sitios, y todos me llaman Celestina, aunque mi verdadero nombre es otro. Tantos he usado a medida que envejecí en la putería que ya casi ni me acuerdo del mío verdadero. La Celestina que usencia dice ya lleva de muerta también mucho tiempo.
—Madre Teresa: Así que ambas somos remedos de famas pasadas, por más que puedan tomarnos por las auténticas. Que ni en la edad ni el tipo desdecimos de nuestras maestras, ni en nuestras encomiendas tampoco.

Al verlas desde lejos bajo aquella encina a la luz cegadora del mediodía, difícil era distinguirlas, no sólo de sus antecesoras sino una de otra. Eran de una misma edad, vestidas las dos con mantos oscuros que les tapaban la cabeza y de los que no se despojaban por tener experiencia del mal que causaba el sol en sus resecas anatomías. Mascaban a la par mendrugos de pan y queso reseco con sus encías, en las que apenas se levantaba algún diente solitario y semiderruido como la torre que era testigo de este encuentro desde la pelada colina cercana.

—Madre Celestina: Lleváis razón en eso del parecido. Por lo que me han contado de la Celestina que usencia dice, de ella sólo me separa el que yo aún estoy viva, aunque tan llena de achaques que pronto rendiré el alma.
—Madre Teresa: También yo voy camino de abandonar pronto este mundo. Que es harto trabajo ser guardesa de mujeres, por más que sean novicias o monjas profesas, y de este oficio vos sabéis otro tanto o más que yo.
—Madre Celestina: Lleváis razón, que las mujeres a nuestro cargo son ganado malo de guardar, pues los hombres son lobos que esperan la ocasión para arrebatárnoslas. No tengo mastín con collar de clavos para protegerlas, y a aquellos que en esa función puse, resultaron todos lobos disfrazados. Mi única arma es haber sido yo también moza y saberme todas las locuras de ser oveja tierna y haber sufrido muchas dentelladas.
—Madre Teresa: No creáis que mis ovejas son dóciles. Llevo hoy conmigo a otro convento por orden de la madre generala a más de una que viste a su mal grado los hábitos o que entró en profesión por la pobreza o por tapar alguna infamia que desdorara a su familia. Y de las que entraron como santas, algunas llevo que se han arrepentido al poco de sus propósitos de santidad. Y los lobos también merodean este ganado, y algunos vestidos de ropas talares y mantos de santidad, que no podemos sino dejarlos entrar al convento cuando nos muestran sus garras cubiertas con guantes de seda y anillos reverendos por el torno.
—Madre Celestina: Enseñarme y prometerme ricos anillos y ropas de seda es también moneda de curso corriente en mi profesión, que muchos pretenden ser caballeros cargados de anillos con pedrería preciosa que luego se tornan en vidrios falsos. Cambian pronto sus promesas de oro por amenazas de acero afilado, del que más de una vez ha sido mi cara su destino. En cuanto a la entrada en profesión de las mías, la pobreza y alguna liviandad de su juventud son también causas frecuentes de abrazar este desgraciado oficio. Aunque las hay que, habiéndoles ofrecido alguno de sus parroquianos sacarlas de tal profesión, han preferido seguir a su gusto ejerciéndola. Yo misma no cambio esta mala vida por la de estar encerrada en casa a merced de un marido para sirvienta o vaca de cría.
—Madre Teresa: Algo de razón lleváis. Por más que vuestro trabajo no sea grato a los ojos de Dios, pero supongo que no sacáis mucho mal placer de él pues lo hacéis sólo por un dinero que apenas os da para sosteneros. Es verdad que ayudáis a condenarse a hombres pecadores, pero con tanto ímpetu van a su condena que andarían ese camino sin tener que pagar el módico peaje que les demandáis. Sacáis al menos limosna de esos pecadores que, de otra manera, no habrían de darla para sustentar a huérfanas o viudas desvalidas.
—Madre Celestina: Plácenme vuesas palabras, pues nunca lo había pensado yo así y veíame en mis sueños ejerciendo este oficio en el infierno, entre las calderas de Lucifer, emparejando diablos con diablas, hombres con diablos y todo tipo de acoplamientos contra natura que allí deben ser comunes, pues el deseo de placer ha de ser el mismo, o más, allí abajo que aquí arriba. Y donde hay deseo, alguien ha de ayudar a que se cumpla.

Una nube solitaria ocultó el sol por unos instantes. Las dos mujeres se quedaron quietas y calladas, como una viñeta recortada de pastoras sin flautas, ni zampoñas, ni mancebos, solas, con su vejez por toda compañía. Volvió pronto el sol y continuaron su diálogo.

—Madre Teresa: Yo en tan baja estima tengo a la humanidad que temo que, incluso en el cielo, personas de vuestra profesión sean necesarias para alcanzar sitiales más cercanos al trono de Nuestro Señor o protegerse de las maquinaciones de ángeles soberbios. Así lo pensé viendo como en la corte y en los palacios cardenalicios abundan hombres y mujeres que ejercitan una profesión similar a la vuestra, salvo que sus recompensas son más altas.
—Madre Celestina: Por encargo de alguno de éstos he trabajado yo, que han tenido que acudir a mis bajos servicios para no ensuciarse las manos. Pero ellos, en su encumbramiento, se distancian de usencia y de mí, pues ni vuesa merced ni yo llegamos más que a ser humildes remedos y sombras de otras que nos precedieron y mejor lo hicieron. Aunque usencia me aventaja, pues vuestra Santa existió y mi Celestina no fue más que una ficción de romance. Sin embargo, era hechura de tantas iguales que la precedieron y modelo de tantas que la hemos seguido, que puédese decir que tan real o más fue que si hubiera sido de carne y hueso.
—Madre Teresa: En eso del ser o el no ser, mejor no hablemos en estos lugares pues díjome mi confesor, hombre que tiene algo de cabalista, que en tierras de Salamanca ha de vivir un vizcaíno docto en la lengua griega, que con su pluma hará que los personajes de sus escritos se vuelvan en personas de sangre y hueso, y otros que se creían de sangre y hueso no resulten más que en quimeras que eliminará con sólo un tachón.
—Madre Celestina: No será un remedo del vizcaíno del Quijote, que ése ya ha tiempo que existió y no parecía hombre de letras. En cualquier caso, espantada me tenéis, que me hacéis pensar que mis trabajos y los vuestros puedan no ser verdad, sino como el agua de esta fuente, que serpentea por el suelo sólo unos pasos apenas y ya se la traga la tierra sedienta.

Y con estas palabras y con la primera ráfaga de viento que anunciaba el principio de la tarde se desvaneció aquel espejismo de las dos mujeres y sus comitivas, hechuras breves del calor del mediodía y del murmullo del agua.

Enrique Fernández, España, Canadá © 2022

fernand4@cc.umanitoba.ca

Para enviar un comentario sobre este cuento pulsar [AQUI]

Para ver lo que los lectores han dicho sobre este cuento pulsar [AQUI]

Otros cuentos del autor en Proyecto Sherezade:

  • Estación imposible
  • La muñeca
  • Al tercer día
  • El agujero de la tortuga
  • Mis compañeros de viaje
  • Fuencarral abajo, cuadro matritense de principios del XXI
  • El niño partido en dos
  • Domingo de ramos o de pasión
  • Las parcas del quinto
  • La momia olvidada
  • Día de verano, circa 1970
  • Sirena de estación

    Regresar a la portada