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La muñeca

Hacía 35 años que Doña Gertrudis Guerrero vivía sola en su casa. Su soledad era elección propia pues tenía desperdigados por la isla multitud de parientes ansiosos de acoger en su casa a la adinerada parienta. Gertrudis vivía sola y sin salir de su casa desde hacía 35 años por causa del "sinvergüenza de su marido", como solía referirse al ya difunto. Era la heredera única de un no despreciable pecunio de gallegos ahorradores. Como su madre había muerto de sobreparto, se crió en un internado de la capital. Durante una de sus estancias veraniegas en el pueblo se casó con Antonio Martí, mozo de tienda de la ferretería paterna. Antonio causaba estragos entre las jóvenes del pueblo con sus ojos verdes y su sonrisa de dientes blanquísimos. Un roce accidental con Antonio al ir a buscar unos clavos al otro lado del mostrador, seguido de una mirada y una sonrisa, condujeron a los hechos que hicieron que Gertrudis anunciara a su padre su decisión irrevocable de casarse con Antonio o meterse a monja en la capital. El padre, deseoso de un heredero varón que continuase con el negocio familiar, prefirió aceptar el ultimátum por más que desconfiara de Antonio. El banquete de bodas fue de lo mejor que se recuerda en el pueblo ya que el ahorrador gallego no escatimó en la boda de su hija única. Este exceso, junto con la abundante comida y bebida, tuvieron un letal efecto sobre él, y a la semana expiró sobre el mostrador de la ferretería mientras cortaba una bobina de alambre con unos alicates. Sus temores se mostraron fundados pues a los pocos meses de la boda Antonio empezó a faltar a sus deberes al lecho conyugal más de lo esperable. Un alma caritativa envió a Gertrudis una nota diciéndole que su marido se veía al anochecer con una hermosa mulata viuda en un barracón para depósito de mercancías que el padre de Gertrudis había construido en la playa. Esa misma tarde Gertrudis descubrió la horrenda verdad espiando entre las tablas mal clavadas del barracón. Tras considerar soluciones que pasaban por diferentes combinaciones de muertes y suicidio, se limitó a atrancar por dentro la puerta de casa. Al llegar Antonio e intentar entrar, Gertrudis le dijo desde el balcón que para ella él estaba muerto, que nunca más se le acercara. Por más que Antonio lo desmintió todo, pidió perdón, la miró con sus ojos verdes y, finalmente, amenazó, nada valió. Durante varias semanas Antonio no desistió, pero Gertrudis clavó ventanas y puertas tan concienzudamente que éste no logró acceder a la casa en ninguno de sus intentos de asalto. Además, el difunto gallego había dejado una cláusula en su testamento que aseguraba a su hija la propiedad exclusiva de su herencia. Antonio y su mulata dejaron el pueblo, y años después la mató en un motel de Miami al sorprenderla con otro y luego se suicidó. Gertrudis, por una mezcla de miedo infundado y vergüenza, nunca volvió a salir de casa. La casona heredada de sus padres tenía un bonito patio interior con palmeras y jardín que hacían su encierro más llevadero. La ferretería la arrendó a unos parientes que le pagaban la renta puntualmente. Si necesitaba algo del mundo exterior, se comunicaba por el balcón del segundo piso con las muchas recaderas del pueblo que le traían lo necesario. Al cabo de unos años contrató a Benigna, una mujer de pocas luces y palabras con la que había jugado en su infancia. Sólo un reducido círculo de amigas eran aceptadas en su fortaleza. Encerrada en la casona por decisión propia, Gertrudis pasó los años entre las labores domésticas, el piano, los solitarios y las interminables partidas de parchís con sus visitas. Este encerramiento la hizo retroceder a sus aficiones de niña y sacar de los baúles muñecas que la llegada de Antonio había arrinconado. Otro de sus pasatiempos era leer la prensa del corazón. Los grandes romances y bailes de la realeza de Europa le servían para aliviar la monotonía de sus días. La princesa Diana de Gales, con su candorosa sencillez, era sin duda su favorita. Estudiaba atentamente sus vestidos y sus gestos en las fotos a todo color de las revistas. Había ido acumulando desde juegos de té con las caras de la familia real hasta figurinas de porcelana de la princesa y Charles. Pero la joya de su colección era sin duda la muñeca de tamaño natural. A pesar del astronómico precio no dudó en pedir por correo aquella reproducción de la princesa de sus sueños. Cuando al cabo de varios meses llegó la enorme caja al depósito postal del pueblo, una comitiva de ciudadanos acompañó al cartero, que para llevarla hasta la casa de Doña Gertrudis tuvo que tomar prestado el carrillo que usaban en la iglesia para sacar las estatuas de los santos en las procesiones. Una comitiva de vecinos escoltó la caja hasta la puerta de la casona, que Benigna abrió mientras Gertrudis, desconfiada, espiaba detrás de las cortinas del balcón. Siguiendo instrucciones de Gertrudis, Benigna hizo descargar la caja justo a la entrada del portal y cerró la puerta para decepción del cortejo de curiosos. Las dos mujeres desclavaron la tapa y desembalaron nerviosas la muñeca, aún más real de lo que el anuncio decía. El color de carne pálida era exactamente el que correspondía a un miembro de la realeza europea, así como el elegante pelo corto con flequillo levantado, y sus ojos de cristal daban la sensación de que las seguían cuando se movían por la habitación. El traje de bodas con que la muñeca estaba vestida requirió algunos arreglos de Gertrudis, pues el viaje había causado algunos desperfectos en las delicadas gasas. Mientras le arreglaba el vestido, Gertrudis le puso una de sus mejores batas de casa. Debajo del vestido de novia la muñeca llevaba ropa interior de seda como correspondía a una noche de bodas real, atrevidas fantasías de color rojo púrpura que le hicieron recordar las más decentes que ella había usado para ocasión semejante. Inspirándose en los que veía vestir a la princesa en las revistas, Gertrudis fue confeccionando diferentes modelos para la muñeca: un elegante traje de chaqueta corto oscuro para recepciones informales, un vestido de noche con los hombros al aire para los bailes y cenas de gala, y un cómodo mono de apres-ski, probablemente demasiado caliente para el clima de la isla.

Por las tardes Gertrudis y Benigna sentaban a la muñeca en una silla del jardín bajo las palmeras, y Doña Gertrudis hacía a Benigna vestirse con cofia y delantal blanco para servir el té en un juego de plata. Luego, cuando Benigna volvía al interior de la casa, Gertrudis abría una revista y comenzaba a leerle a la muñeca sus andanzas principescas: "Diana de Gales viaja a la India donde es agasajada por un grupo de bailarines locales", o "La princesa visita un hospital de niños vistiendo un elegante traje de tarde de la casa Dior". No se limitaba a leerle las revistas sino que también le alababa el nuevo peinado o le criticaba el escote atrevido de la última recepción, le aconsejaba no fiarse demasiado de su atrevida cuñada, o le informaba de los escándalos de aquella otra princesa tan ordinaria que no se le podía ni comparar. Podían pasar horas en amena conversación sólo interrumpida por la llegada callada de Benigna a retirar el servicio de té o a sentarse en silencio a respetuosa distancia.

Para gran frustración de las fieles visitas, que mostraban mucho interés por ver a la muñeca, Gertrudis sólo les permitía una rápida mirada a distancia. Ante la insistente presión de las visitas por ver la muñeca, Gertrudis se fue volviendo cada vez más celosa de su intimidad y gradualmente, con la excusa de imaginarios dolores de cabeza, las partidas de parchís de las tardes cesaron. En el pueblo la curiosidad por la muñeca había aumentado proporcionalmente y circulaban historias fantásticas de que la muñeca agitaba ligeramente su pecho como si respirara y que movía la cabeza asintiendo o negando, y otras aún más descabelladas. Por una indiscreción de Benigna se supo de su lujosa ropa interior de seda roja, lo que hizo a los hombres del casino fantasear en sus tertulias y contarse inverosímiles aventuras de lejanos viajes a París. Incluso algunas esposas pidieron por catálogo lencería que compitiese con la de la muñeca.

Fue un golpe terrible para Gertrudis y su muñeca enterarse de la infidelidad del príncipe Carlos. "La otra", como Gertrudis se refería siempre a la amante de Charles, no se podía comparar en absoluto con Diana, que era mucho más fina, joven y de más categoría. Gertrudis le aconsejaba a la muñeca cómo comportarse dignamente en la desgracia, y cariñosamente la regañaba cuando le leía que los paparazzi la habían sorprendido en playas exóticas con apuestos desconocidos que se rumoreaba eran sus amantes. El día en que se hizo público el divorcio, Gertrudis y la muñeca, tomadas de la mano, sin hablarse, lloraron juntas bajo las palmeras hasta que cayó la noche.

Pero el golpe más terrible para las dos mujeres estaba aún por llegar. Se enteró de la noticia por Benigna, quien decía haberla oído en la plaza al salir a comprar: la princesa Diana había muerto en un accidente de auto en París. Cuando por fin llegó la primera revista con las fotos del accidente, Gertrudis salió al jardín a leérselas. Pero algo había cambiado, la muñeca no prestaba atención a las palabras de Gertrudis, sus ojos no brillaban de rabia o triunfo como antes, se limitaban a mirar vacíos como bolas de cristal. Era evidente que estaba muerta. Gertrudis decidió acostarla en su cama y dispensó a Benigna de dormir en la casa durante las noches. Por medio de Benigna consultó con el párroco si sería posible darle sepultura a la muñeca en su panteón familiar. La petición no era descabellada pues la familia de Doña Gertrudis había donado mucho dinero para la construcción de la iglesia, y ella personalmente había pagado el último arreglo del tejado. El párroco acudió personalmente a casa de Doña Gertrudis a disuadirla de tal disparate y terminó por negarse en rotundo a ello, aun consciente de que así perdía futuras donaciones. Varios meses se sucedieron en este impasse, la muñeca yaciendo en la cama mientras Doña Gertrudis intentaba encontrar un lugar para enterrarla en sagrado. Sabía que no podía competir con el fastuoso funeral que se había celebrado en Londres, pero había unos mínimos requerimientos con los que cumplir.

En febrero se perdió la última esperanza de enterrar a la muñeca como Dios manda porque todos los párrocos de la zona se habían aliado en su negativa. Una comisión del ayuntamiento vino a verla para que desistiese de la absurda idea, y unos parientes suyos y de su marido se unieron para declararla incapacitada. Gertrudis lo vio todo muy claro y se atrincheró aún más en su casona. Su desconfianza llegó a echar a la calle a Benigna tras más de 25 años de servicio, acusándola de un inexistente robo. Fue durante la semana de carnaval cuando Gertrudis tuvo la idea de cómo adelantarse a los planes de sus enemigos y librarla de la humillación pública de ser sacada de casa en traje de bodas y paseada ante los libidinosos ojos de los vecinos. La noche del martes de carnaval puso su plan en ejecución. Agarrando la muñeca por los pies la arrastró hasta la cochera de la casa. Allí languidecía un mastodóntico De Soto 12 cilindros, regalo de bodas de su padre. Recientemente Benigna, alegando que lo podría manejar hasta el pueblo vecino para adelantarse a la lenta distribución de las revistas, lo había resucitado con no poca ayuda del mecánico local. Gertrudis descartó la espaciosa valija como opción indigna y sentó a la muñeca en el asiento delantero. Luego engalanó el auto con flores precipitadamente arrancadas del jardín. Con calma se vistió el chaqué que su marido había usado en su boda y un improvisado bigote postizo. Sentada al volante en la oscuridad de la cochera, abrazada a la muñeca, esperó hasta la media noche y arrancó el motor. Con un crujido seco los portones se abrieron de par en par ante el empuje del auto. El pesado De Soto salió bamboleándose, dejando algunas flores al rozar con los portones. A pesar de los años, Gertrudis recordaba las lecciones que su padre le había dado al regalarle el auto. Creía también recordar las calles del pueblo, pero ahora todas tenían nuevas casas y donde antes había campos en que ella había jugado surgían ahora bloques de ladrillo. Algo desorientada tuvo que retroceder varias veces para evitar las multitudes de pierrots y arlequines, diablos y muertes, hombres travestidos y mujeres semidesnudas. Aunque al principio el anacrónico auto cubierto de flores pasó desapercibido, un niño vestido de ángel apuntó un dedo acusador y exclamó: "Allá va la muñeca". En un segundo deformes disfraces rodearon el auto e intentaban meter sus brazos por el resquicio de la ventana para tocar a la muñeca, que sonreía indiferente a la multitud. Pisó el acelerador a fondo y una pareja de arlequines estamparon sus caras desencajadas de dolor contra el parabrisas, pero el potente De Soto los lanzó al pavimento. Seguida por el grotesco cortejo de mujeres con barbas, hombres con pechos, y máscaras sin rostro, Gertrudis enfiló la cuesta que conducía al acantilado donde estaba el faro. Nunca quedó claro si la impericia de Gertrudis al volante, el nuevo trazado de la carretera, la vejez del auto o, simplemente, la mala fortuna hicieron que se saliera de frente en la primera curva y se precipitase desde seiscientos pies de altura sobre las rocas de la playa. No se pudo hacer nada hasta la mañana siguiente. El mar había arrastrado los restos del coche de un lugar a otro y ni la muñeca ni el cuerpo de Gertrudis estaban adentro. Varias semanas después, un turista asustado vino a comunicar que el mar había arrojado a la playa el cuerpo de una ahogada. Cuando el forense llegó, descubrió la muñeca, con el traje de bodas hecho jirones, y la cara y las manos carcomidas por las rocas. En la confusión del momento, como se hacía con los cuerpos de los ahogados, la muñeca había sido conducida al depósito del cementerio donde amarilleó durante varios meses en un rincón. Como el cuerpo de Doña Gertrudis no aparecía, sus impacientes herederos decidieron finalmente hacerle un funeral solemne de corpore insepulto. El enterrador había llegado a detestar la mirada de cristal de la carcomida muñeca arrinconada en el depósito, así que en el último momento metió el cuerpo en la caja vacía de Gertrudis. Los que bajaron la caja notaron que pesaba mucho pero no dijeron nada.

Enrique Fernández, España, Canadá, US © 1998

fernand4@cc.umanitoba.ca

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