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Sirena de estación

La vida siempre da donde más duele, y así le había pasado a ella. Porque era guapa, muy guapa, sobre todo de cintura para abajo, y el destino le había deparado tener que pasarse ocho horas al día encerrada en un kiosco de estación en el que apenas se le entreveía el cuarto superior de su anatomía detrás de las pilas de periódicos, revistas y cajetillas. No es que su parte de arriba fuera fea, ni mucho menos, simplemente lucida, pero las caderas y las piernas eran su fuerte. Las pocas veces que salía del kiosco durante el día, todo el andén se revolucionaba. Los mozos de estación dejaban caer las maletas, las locomotoras hacían sonar sus pitidos más fuerte y los pasajeros de los vagones, sobre todo los hombres, se quedaban pegados a los cristales con caras de pez. Lo peor era que el tuerto de su marido, porque además de mal encarado era tuerto y el jefe de estación, la vigilaba todo el tiempo con el único ojo que le había quedado tras la guerra en aquella cara renegrida y picada de viruela.

El destino se había portado mal con ella. Sus padres fueron pobres e ignorantes. Después de que el hermano mayor no volviera de la guerra, se habían replegado cada vez más en sí mismos y la habían convertido en una cenicienta sin vocación. Encima, su padre enfermó y tuvo que cuidarlo, así que no pudo salir a divertirse, aunque poca diversión había en aquel poblachón en el que la estación era lo único que le daba un cierto aire de ciudad que no era. Marcharse a la capital, como muchas veces soñó, era imposible con aquellas tragedias domésticas de muertes y enfermedades. Sus amigas de infancia se fueron casando y yéndose, y se vio cada vez más sola. Los pretendientes, que no le faltaron, se acabaron cansando de esperar y se casaron con otras, o se fueron del pueblo sin llevársela una noche por la ventana de su habitación, como ella soñaba. Al poco de morir su padre, su madre le aconsejó que se casara con el único hombre que venía por casa, el jefe de estación, que había sido amigo de su padre y era viudo desde hacía unos años. A ella no le gustaba aquel hombre feo y tan mayor, pero con la pensión de viudedad y orfandad que les quedaba no había otra salida si querían comer y seguir pagando el alquiler.

Durante un tiempo tras la boda le pareció que había tomado, dentro de las circunstancias, una buena decisión al casarse. Su madre se trasladó a otra ciudad, a casa de una prima lejana, y ella se fue a vivir al segundo piso de la estación, en el pequeño apartamento que era parte del también pequeño sueldo de su flamante, aunque poco agraciado, marido. No solo la guerra le había dejado con un solo ojo, sino que una vida de trabajos y enfermedades le había dejado un físico duro y ennegrecido, con pelos por todas partes, como un jabalí de orejas boscosas, y el ceño fruncido por la contracción del ojo que la bala se había llevado con un trozo de frente. Sin embargo, los primeros meses se sintió contenta con el ajetreo de la estación, con el ver trenes llenos de gente ir y venir, con los vagones de primera con mujeres bien vestidas y hombres que siempre parecían recién afeitados y olían a lociones caras. Como no tenía nada que hacer y decía que se aburría en casa, su marido cogió para ella el traspaso del kiosco de periódicos que su anterior inquilina, una viuda de ferroviario, había dejado tras 20 años de complementar con él su escasa pensión de viudedad. A su marido no le gustaba que ella trabajara, pero se consolaba sabiendo que su lugar de trabajo caía dentro de sus dominios de jefe de estación. Era celoso y se daba cuenta de que la diferencia de años y la belleza provocativa de su mujer eran una bomba que pedía una chispa que la detonara.

A los pocos meses de trabajar en el kiosco, el aburrimiento de las horas allí encerrada se impuso a la excitación inicial de atender a los escasos clientes. La mayor afluencia era cuando algunos de los trenes de largo recorrido se paraban 20 minutos o poco más para descanso de los viajeros y a la espera de un cambio de vía. Los pasajeros, cansados de tanto traqueteo y estrechez, bajaban a suelo firme para comprar un periódico, cigarrillos, o tomar un café en la cantina de la estación, que regentaba un viejo matrimonio. En realidad, ningún tren partía directamente de la estación, ni la tenía como destino final. Era simplemente una parada de descanso y un cruce de vías.

En las horas muertas ojeaba las revistas y veía las fotos de las bellezas internacionales que enseñaban sus piernas en pasarelas de moda y otros eventos sociales. Pensaba que ella tenía mejores piernas y que era una crueldad que tuviera que estar allí encerrada sin poder enseñarlas. Después de un periodo inicial en que su marido la había llevado a bailes y fiestas donde las lució con vestidos cortos, él le dijo que no estaba bien que una mujer casada se pusiese esas ropas, que debía vestirse con faldas largas y ropas menos entalladas si no quería dejarlo en evidencia. Así que tuvo que guardar todas las faldas y vestidos cortos en las estanterías más altas de su ropero, y comprarse prendas aburridas para exorcizar los enfados del marido. Al mismo tiempo, este había pasado de la dulzura cuasi paternal de los primeros meses de matrimonio a una actitud autoritaria, de pocas palabras y de miradas severas, que por venir de aquel torvo ojo sobreviviente daban más miedo.

No se veía con fuerzas para rebelarse contra aquel Polifemo que reinaba con su gorra y su banderín rojos de jefe de estación en los andenes y edificios que, separados por un camino desierto de casi un kilómetro, se constituían en una isla en las afueras de la ciudad. Su única rebelión era llevarse escondidas algunas de sus faldas más cortas y ajustadas al kiosco, y ponérselas allí, sin que ni su marido, ni nadie, la viera. Había colocado un espejo dentro, debajo de la ventana del kiosco, y echándose un paso atrás, contemplaba sus largas piernas, sus rodillas perfectas y las sólidas y redondeadas caderas en que culminaban. Dos columnas dóricas de mármol bajo un ampuloso capitel corintio. Cada vez que tenía que salir del kiosco o antes de volver a casa se ponía encima una falda heredada de su madre que la cubría hasta medias pantorrillas y con su color apagado y corte desgarbado desdibujaba aquella perfección natural.

A pesar de solo enseñar su parte de arriba por encima del mostrador del kiosco, su belleza y juventud bastaban para atraer a hombres jóvenes y no tan jóvenes que bajaban de los trenes con la excusa de comprar tabaco o el periódico. Ella les sonreía y a veces les seguía la corriente, pero no tardó su marido en notar esos escarceos verbales y gestuales, y comenzó a levantarle la mano en casa, llamándola de todo, diciendo que de él no se reía nadie, que su primera mujer bien lo había aprendido. Aunque ella suponía que lo de la primera mujer era una bravata, ya algunas le habían venido con rumores antes de casarse de la mala vida que su por entonces prometido le había dado a su difunta hasta el punto de acelerarle el tránsito a la tumba.

Estos admiradores de 20 minutos eran unos moscardones que se bajaban de los trenes a presumir delante de ella. Después de darle a entender la importancia de sus personas y posiciones, volvían la mayoría al vagón de segunda donde les esperaba una esposa resignada con una caterva de niños a medio criar, y a veces uno de camino. Los de primera eran más sutiles en su forma de darse importancia, consultando repetidamente sus relojes de pulsera de oro, apoyados en el mostrador del kiosco fingiendo comprobar cuánto quedaba para que volviera a arrancar el tren, o pidiéndole marcas caras de puros o revistas extranjeras que era evidente que en aquel kiosco de una estación de segunda no iba a haber. Como algunos hacían el mismo trayecto con frecuente regularidad, continuaban la conversación donde la habían dejado en la visita anterior. Alguno llegó a hacerle proposiciones de citas más o menos serias, de escapadas de fin de semana, e incluso a traerle pendientes o algún regalito que tenía que esconder de su marido, que ya empezaba a mirar mal aquellos breves pero asiduos admiradores.

La verdad es que a ella no le hacían mucho tilín estos donjuanes de vía estrecha. Los que peor llevaba eran los que eran guapos, lo sabían, y ejercían de tales. Vestidos a la última moda masculina, con el pelo recién cortado y estilado, actuaban sus breves papeles de galanes de cine desde la manera afectadamente viril con que bajaban del vagón, la gabardina bajo el brazo, para encaminarse exudando confianza hasta el kiosco. Se sentían en una escena de película de espías o de intriga en la que ellos hacían el papel de figuras estelares. Solo les faltaba una banda sonora de fondo, aunque probablemente la estaban escuchando en sus cabezas al acercarse al kiosco. Eran, por lo demás, predecibles tanto en su horario, pues siempre venían en el mismo tren a la misma hora, como en la manera en que se repetían en sus gestos y bromas. Los había bautizado por el número del convoy y sus andares: el Alain Delon del 534, el Cary Grant del rápido interprovincial 420. Ella, como un títere sin piernas que no se puede despegar del mostrador del kiosco, les daba la réplica fingiendo indiferencia o riéndoles las bromas, según su marido estuviera al acecho u ocupado recibiendo o dando salida a algún convoy en el otro andén. Simplemente le divertían, eran una pequeña brisa de aire en la monotonía de su vida gris de cautiva del moro de Venecia de su marido, que en vez de mover góndolas con una percha por los canales daba salida a los trenes por vías y andenes.

Esta forma de vida de la que ya estaba harta duraba ya poco más de un año cuando, un día, del vagón de primera del rápido capitalino se bajó un joven algo desgarbado, sin afeitar y mal peinado que ella no había visto antes. Llevaba ropa cara pero arrugada y los zapatos sin limpiar. Se acercó al kiosco y pidió el periódico, y sin mirarla apenas, le dio el cambio exacto y se volvió al tren. Lo vio sentarse solo en un compartimento, abrir el periódico y ponerse a leerlo sin levantar la cabeza. Sólo cuando la locomotora pitó y dio una sacudida a todo el convoy, el levantó los dos ojos azules y tristes del periódico y sus miradas se cruzaron un breve instante. Ella le sonrió y él le devolvió lo que a ella le pareció una sonrisa triste que le había costado arrancar de sus bien formados labios que hasta entonces un rictus casi de dolor mantenía apretados.

Una vez por semana este joven volvía siempre en el mismo tren y con similar atuendo, sin mostrar mayor deseo de entablar conversación con ella. Ella ya sabía el periódico que iba a pedirle y se lo tenía preparado. Poco a poco empezaron a conversar algo, y él le contó que viajaba desde la capital todas las semanas en aquel tren que paraba en otra ciudad pequeña a unos cuantos kilómetros de allí donde había una residencia de enfermos. Su mujer estaba internada en esa residencia desde que, a consecuencia de una caída, había quedado en estado vegetativo. Se había caído del alfeizar de la ventana donde se había subido a colgar lo más alto posible para que le diera el sol la jaula con un canario que él le había regalado para celebrar el mes de casados. Como no tenía a nadie que le ayudara a atenderla y su trabajo en una firma de arquitectos le exigía largas horas de ausencia del hogar, no le quedó más remedio que llevarla a aquella residencia de pago donde uno de los doctores era un tío de su esposa, el único pariente que le quedaba. Así que cada semana, uno de los días libres que le dejaba su trabajo, acudía a visitarla en ese tren, y luego volvía en un tren nocturno que no hacía parada en aquella estación.

Un cierto instinto maternal hacia aquel triste pero bien parecido joven que no tenía una mujer que le planchara la ropa ni le limpiara los zapatos hizo que se sintiera atraída por él mucho más de lo que se había sentido por ninguno de sus galanes de andén. Sin embargo, se daba cuenta de que el joven no mostraba hacia ella ningún interés, demasiado compungido por su desgracia, a la que los doctores de la residencia no veían fin, pues la esposa seguía dormida, sin oír ni sentir nada de lo que ocurría a su alrededor. Aunque desde detrás del mostrador de su kiosco derramaba ternura y simpatía en las visitas del joven viajero, incluso tocándole algunas veces la mano en señal de compasión, él seguía inmune a los mismos encantos que hacían a otros varones bajar del tren a comprarle periódicos que probablemente ya habían leído, o cigarrillos, aunque ya tenían un paquete casi lleno en el bolso de la chaqueta.

Decidió entonces recurrir a aquella parte de su cuerpo que sabía que no podía dejar indiferente a ningún hombre. Sin embargo, tenía que hacerlo con discreción, no sólo por miedo a su marido sino también para no ser vulgar ante el compungido joven. Lo preparó todo con esmero para el siguiente día que tocaba la parada semanal del viajero. Sacó del cajón una falda roja corta, que era la que mejor le quedaba, y unas medias a juego con raya por detrás que nunca se había puesto. Esa mañana las llevó al kiosco y, media hora antes de que se parara el rápido capitalino, se las puso. Entonces aguardó a que llegara el tren y con una precisión que solo los acostumbrados a vivir entre horarios de trenes dominan, se subió a un taburete del kiosco, de espaldas a la ventana, como si estuviera buscando algún periódico en una estantería alta en la parte posterior. El resultado fue que la ventana del kiosco se convirtió en un cuadro digno del mejor artista. Aquellas piernas que las líneas de las medias hacían aún más largas y sus caderas resaltadas por aquella falda roja destacaban sobre el fondo oscuro del kiosco. Su pose no era tampoco fruto del azar pues había estudiado en las fotos de las revistas las posturas de las modelos al hacer el giro al final de las pasarelas, ligeramente doblando una pierna y proyectando la cadera de la otra pierna hacia afuera.

El joven bajó del tren, como de costumbre, indiferente y cansado, pero a medida que se fue acercando al kiosco su mirada se clavó en aquella visión solo para él destinada, aunque no lo supiera, y no pudo evitar una sonrisa en sus labios. Al llegar al kiosco, en vez de limitarse a pedir el periódico como había hecho hasta ahora, la llamó por su nombre por primera vez. Ella, haciéndose la sorprendida, se bajó fingiendo azoramiento del taburete, ajustándose la falda, que se le había subido algo en el también coreografiado descenso. Por primera vez vio cómo era la cara de él cuando sonreía, y le gustó aún más. A partir de aquel día, lo que había empezado como un frío intercambio entre una kiosquera y un cliente, terminó en auténticas confidencias, sin que necesitara volver a repetirse el número del taburete. Eso sí, el día que él venía, ella siempre se ponía una de sus mejores faldas cortas, por más que él no pudiera verle esa parte del cuerpo. Ella solucionó el problema colgando en la mitad de la puerta interior del kiosco el espejo que antes estaba bajo el mostrador. En esta nueva posición, le bastaba entreabrir la puerta con una mano para que el ángulo en que quedaba el espejo permitiera una vista lateral trasera de sus piernas y caderas, ensalzadas en toda su gloria por el vestido o la falda elegida.

Como cada vez sus conversaciones eran más largas y animadas, para no despertar las sospechas del marido, sobre cuyos celos ella advirtió al viajero, y para poder comunicarse con más calma y detalle empezaron a intercambiarse cartas que habían escrito durante la semana. Él las pasaba debajo del billete que le daba para pagar el periódico y ella las metía entre la sección de confidencias de los lectores del periódico y los ecos de sociedad.

Así, medio por sus conversaciones breves en el kisoco, medio por cartas intercambiadas en secreto, urdieron un plan para encontrarse a solas. Ella mintió a su marido que tenía que ir a visitar a su madre un par de días pues estaba enferma y necesitaba ayuda. El mismo día que pasaba el tren rápido capitalino en que viajaba el joven, ella se subió, supuestamente con destino a la ciudad en que vivía su madre. El joven tuvo buen cuidado de no bajar ese día y, además, el kiosco estaba cerrado. El marido se subió a ayudarla con la maleta y la sentó en un compartimento vacío. Tan pronto como el tren se alejó de la estación, ella se desplazó al compartimento del joven y los dos se bajaron en una parada anterior a la residencia. Era una ciudad de mediano tamaño en la que no tardaron en encontrar un hotel donde pasaron dos días de amor desenfrenado. Ella había traído a escondidas algunas de las ropas que su marido le había vetado y se las ponía para su amante en la habitación y luego para ir a cenar a restaurantes románticos a la luz de las velas.

Volvieron a utilizar este subterfugio de visitar a la madre enferma un par de veces más, pero eran conscientes de que no podrían seguir estirando este plan más, pues el marido, desconfiado por naturaleza, ya empezaba a hacer indagaciones sobre la salud de su suegra y las supuestas visitas de su mujer. Desesperada por la imposibilidad de volver a ver a su amante, le convenció de que debían huir juntos, dejar atrás aquella vida de engaños y comenzar de nuevo a vivir. El aceptó en parte porque ya había perdido toda esperanza de que su mujer despertara de su coma dado que, como el tío le había dicho, pasado unos meses, la posibilidad de recuperación prácticamente desaparecía.

Con gran detalle planearon la huida de ella, que incluía también la de él. Ella preparó una maleta, sin faltar la falda roja y las medias que aquel día luciera, y la bajó al kiosco la noche anterior a la huida. Eligió escaparse el martes por la tarde en el tren de la capital que paraba brevemente camino de la ciudad donde habían estado ya tres veces juntos con la excusa de la visita a la madre. Sabía que su marido estaba ocupado ese día y a esa hora en el otro andén esperando un tren de mercancías que tenía que retener hasta que estuviera libre la vía a la que iba a entrar. Sólo tenía que cerciorarse de que su marido había cruzado al otro andén por detrás del tren parado al que ella iba a subir. Entonces cogería la maleta y saldría del kiosco, sin ni siquiera cerrarlo, y subiría al tren, donde podría comprar los billetes al revisor y esperar un par de minutos hasta que su marido, sin saber nada, le diera salida desde el segundo andén.

Él, por su parte, iría algo más temprano a la residencia a ver a su esposa. Haría la visita de rigor y, sin que nadie se diera cuenta, se despediría de aquel cadáver viviente para siempre. Luego, con cualquier excusa, diría que tenía que regresar un poco antes a casa, así que tomaría un tren de vuelta que salía un poco más temprano y que hacía escala en la ciudad en que habían pasado aquellos días juntos. Allí se encontrarían en el hotel y, al día siguiente, saldrían para un destino lejano del que nunca volverían.

El martes señalado todo se fue desarrollando como habían planeado. Ella ya tenía la maleta preparada en el kiosco, y él se bajó a comprar el periódico del tren que hacía el recorrido hasta la residencia una hora más temprano. Nerviosos, apenas intercambiaron palabras, pero ella no pudo dejar pasar la oportunidad de que él viera que se había puesto la falda roja. Entreabrió la puerta para que el reflejo del espejo le permitiera verla. El sol, que a esa hora estaba más bajo, se reflejó en el espejo e hizo que el rojo de la falda luciera más intenso que nunca. No se intercambiaron ninguna carta pues no hacía falta, aunque ella había dejado en la página de confidencias la marca de sus labios pintados de rojo con los que había besado aquel último periódico que le entregó. Luego él volvió al vagón y partió a ver a su esposa. A ella le costó esconder su excitación en las horas que faltaban para que viniera el tren que había de llevársela de allí para siempre. Todo funcionó como estaba previsto. A las 4 entró puntual al segundo andén el convoy de mercancías que su marido tenía que retener hasta asegurarse de que la vía en que iba a entrar estaba libre. A los pocos minutos hizo su breve parada en la otra vía, delante del kiosco, el tren de pasajeros que partía en dirección de su libertad y de su amante. Esperó a que la locomotora diera el último pitido para anunciar su salida y entonces agarró la maleta, abrió la puerta del kiosco y, sin correr, se subió al tren, maleta en mano, justo unos segundos antes de que cerrara las puertas. Fue la única pasajera que subió en esa estación. Le costó subir porque la falda roja le apretaba los muslos y le hacía difícil alcanzar el peldaño del vagón. A medida que el tren se ponía en movimiento, vio, un poco confundida, que el convoy de mercancías no se ponía aun en marcha en el otro andén, como solía, unos pocos segundos después de la salida del suyo.

Era la única pasajera del vagón y eligió un compartimento hacia la mitad del pasillo, se sentó con la maleta a su lado y se puso a soñar con el nuevo futuro. El revisor que tenía que venderle el billete no llegó de inmediato. Quizá no se había apercibido de que se había subido al tren. Por fin oyó como las puertas de los otros compartimentos se iban abriendo a medida que, quien ella creyó inicialmente que era el revisor, iba buscando a la recién subida pasajera. Sin embargo, el abrir y cerrar de las puertas era demasiado brusco, casi violento. Entonces le entró el pánico, se precipitó al pasillo del tren y se encontró, a unos metros de distancia, la figura brutal de su marido que iba buscándola, abriendo con fuerza rabiosa cada compartimento. Sin que ella se hubiera percatado, el reflejo del sol en el espejo de la puerta del kiosco aquella mañana, cuando la entreabrió para que su amante viera sus piernas enfundadas en aquella falda roja, había atravesado la ventana del kiosco, pasado entre dos de los vagones parados y alcanzado la pupila del único ojo de su marido, quien en ese momento paseaba por el segundo anden. Su ojo aguzado pudo distinguir la falda roja y la mirada del hombre junto al kiosco. Volvió sigilosamente a casa y vio que faltaba una maleta y algunas cosas de ella. Siguió rebuscando y encontró escondidas varias cartas del amante de su mujer. Decidió entonces una venganza ejemplar que cayera sobre ella en plena huida, aunque le hubiera sido muy fácil abortarla en ese momento. Esperaría a que ella se subiera al tren creyendo que había logrado escapar, se subiría al tren y la sorprendería en plena huida dándole su merecido.

Cuando vio a su marido abrir casi arrancándolas las puertas de los compartimentos del vagón se apoderó de ella un terror que la hizo salir corriendo por el pasillo hasta el otro extremo del vagón. Él la vio, salió tras ella y la alcanzó cuando intentaba abrir la puerta que comunicaba con el siguiente vagón, pero estaba cerrada con llave. El marido, con manos como garfios buscó su garganta. Aterrorizada, ella lo esquivó echándose a un lado y, casi instintivamente, abrió la puerta lateral y se arrojó del tren. Aunque ya se había lanzado al vacío, su marido consiguió agarrarla por una muñeca. Trataba de volver a introducirla en el vagón, pero todo el cuerpo de ella, como una bandera desplegada al viento, se resistía a regresar. Desafortunadamente, en ese momento el tren se cruzó con otro convoy en dirección contraria. Sin que ella lo supiera, en él volvía su amante, que se había encontrado con la sorpresa de que su mujer se había despertado, contra todo pronóstico, de su sueño. Lo había abrazado como si lo hubiera visto el día anterior, y ahora, en una luna de miel retomada, volvían juntos a la ciudad.

El golpe brutal de la otra locomotora cortó como una cuchilla su cuerpo limpiamente en dos. Su marido se cayó hacia atrás con la parte de la cintura para arriba de su mujer, que, liberada de la otra mitad, volvió a entrar en el vagón. La otra mitad, de cintura para abajo, quedó empotrada debajo del gran foco de la locomotora del otro tren, como el mascarón de la proa de un barco.

Cuando los maquinistas del segundo tren se dieron cuenta de lo que había ocurrido, se apuraron a aplicar los frenos, pero el veloz y pesado convoy solo llegó a pararse por completo a la altura de la estación de donde ella había partido unos minutos antes. Sus piernas, aún más bellas si cabe por su blancura exangüe y un incipiente rigor mortis, hicieron una entrada triunfal en la estación enarboladas en el frontal de aquella locomotora. Los pasajeros que esperaban en el andén no supieron qué hacer de aquella macabra belleza. Algunos la tomaron por un estilizado anuncio de medias o de algún producto de belleza. Los mozos de estación y la pareja que regentaba la cantina, sin embargo, la reconocieron, completando con su memoria la otra mitad de ella que faltaba. El cantinero se acercó al kiosco, que seguía abierto, y miró dentro, como esperando encontrar allí esa otra mitad.

Mientras tanto, en el otro convoy, el marido había sentado la otra mitad a su lado en el compartimento del que ella había salido corriendo al verlo. Para que el espejo de encima del asiento de enfrente devolviera una estampa de una pareja de viajeros, abrió la maleta de ella, sacó una falda larga, la única de ese tipo que había, y la estiró debajo del torso, que quedó así completo y casi armonioso. Aunque la falda era de un color neutro, la sangre que de su torso amputado goteaba la fue tiñendo poco a poco de rojo. Viajaron de esta manera, como una pareja normal, hasta la siguiente parada, que coincidió que era la de la residencia donde tanto tiempo había dormitado la esposa del amante de su mujer. Sin prisas, se bajó del tren con la maleta, que había vaciado de sus contenidos para dar cabida, aunque algo apretado, al torso completamente desangrado de su esposa. Se encaminó con la maleta hacia el edificio de la estación, donde la facturó en el siguiente tren de vuelta hasta la estación de donde habían salido. Luego, se plantó en mitad de la vía por la que se acercaba a gran velocidad un rápido que no hacía parada en esa estación. Durante unos segundos, su ojo y el foco brillante del tren se midieron en un duelo a muerte, y él perdió.

Enrique Fernández, España, Canadá © 2025

fernand4@cc.umanitoba.ca

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