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Domingo de ramos o de pasión

Al alcanzar su grupo procesional el atrio de la iglesia, el niño corrió hacia su madre, al igual que todos los otros niños. Vestidos de blanco rompieron filas y revolotearon entre la multitud, agitando las palmas trenzadas que durante casi dos horas habían llevado en desfile por las calles de Gijón aquel 10 de abril de 1938 de tímido sol. Era más que la usual procesión de Domingo de Ramos lo que se celebraba. Era también un desfile por la liberación de una ciudad hasta unos meses atrás en manos de los rojos, que no habían permitido actos religiosos. La madre se agachó y le dio un beso al niño en la frente, le cogió de la mano y lo guio entre la multitud hasta un lugar que les permitiera ver el resto de la procesión llegar al atrio. En ese momento entraba la recién creada bandera falangista. Formados de a cuatro en fondo, con sus flamantes camisas y sus pantalones bombachos, no ocultaban las ganas de terminar las dos horas de desfilar delante de la estatua de Jesús en el burro, que todavía se bamboleaba un poco más atrás. El niño miraba con envidia los correajes de charol y las insignias multicolores que reverberaban sobre el fondo azul oscuro de las camisas. Entonces, sin volverse a mirar a su madre, señalando con el dedo hacia una de las últimas filas de falangistas que estaban entrando, dijo: “Mira, ése es uno de los señores que vinieron a buscar a Don Esteban.” Un escalofrío, no percibido por el niño, recorrió la columna vertebral de la mujer al oír unas palabras que le hicieron recordar lo ocurrido hacía apenas un año.

Ella estaba en la capilla improvisada en el sótano de su casa, poniendo flores a la estatua de San Cristóbal con el niño Jesús a cuestas, la única que se había podido salvar cuando quemaron la iglesia. Era un San Cristóbal muy grandote y algo renegrido por el humo. En su brazo izquierdo portaba un niño Jesús a la altura del hombro. Con el derecho, sujetaba una vara de caminante rematada en una palma martirial cubierta de pan de oro algo descascarillado. No es que le gustara mucho la estatua, pero al menos era tener algo. Mientras ella daba el último retoque a las flores, Don Esteban, vestido de paisano, encendía unas velas para la misa que iba a celebrar en la mesa de comedor de estilo castellano que servía de altar. Entonces, en la puerta de la calle, dos golpes; luego, un silencio; y luego, otros tres. Ella abrió confiada al reconocer la clave acordada entre las pocas feligresas sabedoras de la existencia de la capilla clandestina, pero se encontró con dos hombres, uno muy alto con un fusil al hombro, que la apartaron a un lado y se dirigieron hacia Don Esteban. Él, que estaba de espaldas encendiendo las velas, no se había percatado de su entrada. El más bajo le tocó en el hombro y dijo, como si recitara algo que había venido ensayando: "Esteban García Eizaga, acompáñenos a un interrogatorio.” Don Esteban, como quien se lo esperaba, casi esbozando una sonrisa, respondió “como ustedes manden” y los siguió hacia la puerta. A la mujer, que quería impedir que se lo llevaran, la sujetó por la muñeca el más alto, el del fusil, que le dijo, sin mirarla a la cara, que no se preocupara, que esa misma noche se lo devolverían después de que prestara declaración. Don Esteban asintió con la cabeza mirando hacia ella y se dejó llevar. Antes de cruzar la puerta, se volvió brevemente y sonrió hacia el altar. Debajo de la mesa, el niño había hecho un altarcito con una caja de cartón y, aparentemente ajeno a lo que ocurría, procedía a cubrirlo con un pañuelo. Ésa fue la última vez que ella vio a Don Esteban.

La mujer miró al grupo al que apuntaba el niño y vio a muchos hombres vestidos de uniforme, todos parecidos. Una rabia feroz se apoderó de ella y, si el niño la hubiera mirado a la cara, se habría dado cuenta de que su rubio cutis había enrojecido y una vena en la sien izquierda le palpitaba casi al ritmo de los tambores procesionales que resonaban en la distancia. Sólo sintió el tirón que su madre le dio de la mano y oyó un seco “ven”. La madre y el niño rodearon la iglesia y llegaron hasta unos postes clavados en el suelo de hierba, entre los cuales unos bancos improvisados y una barra hecha de cajas de botellas amontonadas servían para que los que acababan de desfilar descansaran bebiendo unos vasos de sidra. Algunos hombres se fijaron en la atractiva mujer que venía con un niño de la mano pero, intimidados por la proximidad de la iglesia y la formalidad de la festividad, se callaron el piropo al que su hombría les obligaba. La mujer le preguntó a uno quién era el jefe y éste, sin quitar los labios del vaso, señaló a un hombre mayor apoyado en la barra que, algo apartado, sorbía una copa de coñac mientras empezaba a separar tabaco para liar un cigarrillo. La mujer rodeó los bancos y se acercó a aquel hombre, al que una cicatriz profunda le recorría la mejilla izquierda. Le contó la historia de Don Esteban y lo que el niño, que nunca miente ni fantasea, acababa de decirle. El hombre le prestaba atención sin dejar de liar el cigarrillo. Ella terminó de hablar justo cuando él ya se lo llevaba a la boca. Antes de responderle, lo encendió con un mechero sacado del bolsillo derecho de la camisa y, mientras exhalaba la primera bocanada, respondió: “Es posible, señora.” Como el cigarrillo no tiraba bien, volvió a sacar el mechero y a encenderlo de nuevo, esta vez una bocanada más profunda: “Varios ha habido que se han apuntado a Falange en los últimos tiempos para curarse en salud, gente que no tiene la conciencia tranquila”. Entonces se agachó y, con el cigarrillo todavía en la comisura de los labios, puso su cara a la altura de la del niño, que se estremeció al ver de tan cerca la cicatriz: “A ver, majete, vete hasta donde está el señor ése para que también pueda conocerlo yo”. La madre dejó ir la mano del niño, como dándole permiso. El niño deambuló entre los grupos y sólo se veía su ramo de palma y su cabecita asomar a veces entre los bancos de hombres uniformados que bebían y hablaban acalorados. Entonces el niño se paró junto a un grupo que estaban de pie, con los vasos en alto mientras uno de ellos lanzaba un largo brindis. Se acercó al más alto, pero éste, con la mirada en el vaso, no se apercibió de la diminuta figura que se había detenido a sus pies. Para llamar su atención, el niño se puso de puntillas y levantó el ramo hasta la altura de la cara del hombre. Éste, sorprendido, miró para abajo y vio al niño. En un acto instintivo de ternura, dobló las rodillas y puso su cara a la altura del niño. Desde esa posición se le abrió una línea de visión directa a la barra, que hasta ahora le habían ocultado los banderines de papel que colgaban entre los postes. Allí vio a su capitán, que lo miraba detrás del humo del cigarrillo. La cicatriz de la cara se le había enrojecido, como un rayo entre nubes. A su lado reconoció a la querida del cura aquel al que otra beata había denunciado por vivir arrejuntados. El hombre dejó el vaso en el suelo, esbozó una sonrisa y tomó con delicadeza el ramo del niño, al que izó sin esfuerzo con sus musculosos brazos, hasta sentarlo sobre las insignias de su pecho. En la carita de susto del niño al verse ascender de repente por los aires reconoció las facciones del cura cuando lo pusieron contra el muro del cementerio a la luz de los faros del camión. El hombre, con el niño a cuestas, se puso a caminar lentamente hacia donde el capitán sujetaba por la muñeca a la mujer que, con ojos de fuego, le gritó desde lejos: “¡Devuélveme a mi Esteban!”.

Enrique Fernández, Canadá, España © 2014

fernand4@cc.umanitoba.ca

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