Era una casa grande, comprada por mis antepasados a mediados de mil ochocientos. De anchos muros de piedra y, para mis ojos infantiles, enorme. Solo vivía allí mi abuela, viuda desde que recuerdo. Para ella era una bendición tener a sus nietos y nos agasajaba como si fuéramos cerdos a los que había que cebar para la matanza.
Lo pasábamos bien. Muy bien. El pueblo no tenía nada del otro mundo: un lavadero —que hizo mi abuelo—, una iglesia mudéjar preciosa, dos calles paralelas a la carretera nacional, dos bares y el ayuntamiento. Y libertad, mucha libertad. En invierno habría unos cuarenta vecinos, viejos en su mayoría, que no habían querido dejar sus casas para ir a las ciudades. En verano era otra cosa: las casas se llenaban de ruidosos veraneantes. Muchos de ellos hijos retornados de sus trabajos mal pagados, que hacían alarde de una vida que seguro no llevaban, pero que al menos habían podido librarse de la servidumbre del ingrato campo.
Casi todas las casas se ponían en marcha para la temporada estival. Cerca de la nuestra llegaron unos veraneantes. Una pareja de Tarragona que huían del calor y el bullicio de la costa buscando el fresco del interior. De buena gana le hubiéramos cambiado nuestra casa por la suya. Con abuela y todo. Aquella pareja venía con una chica. No era guapa. A los trece años —de entonces— las chicas no eran guapas. Alta y desgarbada, vestía de manera extraña. Siempre con pantalones. Parecía más un chicazo que una chica. Pero a mi hermano le hizo gracia. Dada la proximidad de las casas, nos hicimos amigos. Mi hermano más.
Casi todos los días salíamos a dar una vuelta por el pueblo. Le enseñábamos los alrededores, no bañábamos en el río helado, íbamos a por agua a la fuente, incluso a la verbena de las fiestas patronales. Yo miraba a mi hermano en la peña, bailar agarrado con aquel saco de huesos, y casi vomitaba. Con diez años no podía entender ese comportamiento. ¡Con lo bien que nos lo habíamos pasado todos los años hasta que llegó ella! Mi hermano se había enamorado.
Las tardes tórridas de siesta las pasábamos en su casa. Se había traído muchos libros. Leía sin parar. Nosotros mirábamos los dibujos y, si no tenían, nos cansábamos.
Le gustaban los de miedo. Cuanto más miedo, mejor. Ya le podrían haber gustado los de amor —era una chica, no se podía esperar menos de ella—, pero no. Además, se sabía un montón de historias que ponían los pelos de punta. Cuando las contaba yo salía de la habitación pretextando que tenía que ir a hacer pis. Mi hermano se quedaba embelesado, como una mosca en un pastel. No sé si sería por la historia o por la chica.
Otro tipo de novelas que le gustaban eran las de detectives. Le entusiasmaba jugar a detectives y descubrir a los malos. De vez en cuando jugábamos. Era divertido. Siempre me tocaba ser el malo y tenía que dejar pistas para que me descubrieran. Lo peor era cuando me mandaban matar. Entonces huía.
El gusto por lo truculento nos llevó a investigar a las afueras del pueblo. La abuela nos había dicho que no cruzáramos la carretera bajo la pena de «castigados sin salir en todas las vacaciones». El invierno de hacía dos años, un camión atropelló y mató a un chaval que vivía a las afueras del pueblo cuando iba por la carretera de noche. Solo había una manera de ir a la otra parte pueblo sin atravesar la carretera por encima: por debajo, lógico. Cuando la construyeron tuvieron que dejar libre el paso natural para el agua y el ganado: hicieron una especie de túnel cuadrado de escasos sesenta centímetros de ancho con dos separaciones, parecía las narices de un monstruo. Ese era el sitio para pasar. Lo llamaban las alcantarillas.
Una vez fuera del oscuro túnel de escasos veinte pasos de nicho, se abría un mundo desconocido: campos, eras, piedras amontonadas, aperos de labranza viejos, olvidados, y una casa grande de tres pisos y tejado casi hundido. Ese era nuestro destino. Nos habían dicho que no nos acercáramos a ella. Estaba fuera de nuestra demarcación y era un tema que no se podía negociar.
Nuestra infantil tendencia a saber «qué pasará si…» nos llevó a trasgredir la norma. Un jardín rodeaba la casa. Varios árboles enormes la vigilaban de cerca. La cancela herrumbrosa, cerrada con un alambre, invitaba a no pasar. Pese a estar deshabitada, el camino de piedras se veía bien cuidado, sin ninguna hierba. Por los lados, los hierbajos eran más altos que nosotros. Desde allí se podía ver la puerta de la casa y las ventanas. La puerta era de madera y parecía pintada hacía poco y las ventanas estaban cegadas con ladrillo. Mi hermano y su chica se quedaron mirando hechizados y yo salí corriendo a esperarlos en las alcantarillas. Al rato volvieron muy contentos: habían llegado hasta la puerta.
Aquella casa se convirtió en tema de conversación durante días. Todas las historias de miedo tenían como escenario la casita de marras. Recuerdo el día que decidimos —o mejor dicho, decidieron— buscar información. Mi hermano le preguntaría a la abuela y ella a sus padres. La respuesta de mi abuela fue directa: «No te importa» y «Sabéis que allí no podéis ir». Fin de la investigación. Para ella fue más fácil, quizá porque era forastera. Su madre preguntó en la tienda y le contaron la historia y ella, ni corta ni perezosa, se la contó a la niña. Esa misma tarde, a la hora de siesta, nos la contó. Poco más o menos era que la casa perteneció a unos señores con mucho dinero que habían muerto de manera extraña. No se sabía si habían muerto o desaparecido. El caso era que los hijos no se ponían de acuerdo para venderla —o era que tenían miedo— y mandaron tapiarla. Desde entonces, la casa estaba deshabitada y nadie se atrevía a entrar en ella. Era un lugar peligroso y nada recomendable. Si la madre de la niña pensaba que así disuadiría a su hija de investigar, no la conocía.
Una semana les llevó preparar la entrada en la casa. Con las dotes de investigadora de ella y la chaladura de mi hermano, fueron recogiendo cosas que les pudieran hacer falta para entrar en la casa encantada —como la llamaban. Mi hermano buscó por casa de la abuela viejas herramientas de mi abuelo: un martillo, una tenaza, unos alicates, unas cuerdas, varios útiles más y un candil viejo que encontró en la cuadra. Yo conseguí aceite, unas cerillas y un saco de arpillera. Esa fue toda mi aportación a la causa. Ella trajo su imaginación. Mujeres.
Caía la tarde de aquel día de finales de agosto cuando nos dirigimos, como protagonistas de los libros de aventuras, a la casa encantada. Ellos iban muy contentos, preocupados pero contentos. Incluso iban de la mano, como los novios. Yo detrás, despacio, con el aceite para que no se derramara. Llevaba un susto de campeonato. Se podían oír los latidos de mi corazón. Lo sé porque al pasar cerca de un pajar, sin hacer ningún ruido, una bandada de pájaros salió volando; yo creo que oyeron mi corazón desbocado.
Llegamos a la puerta del jardín. Mi hermano, macho alfa, quitó el alambre y abrió la puerta metálica que lanzó un quejido. Quizá quiso avisar a los moradores de la casa que alguien pretendía entrar. Los árboles nos miraban de cerca. Iban los dos delante. Yo a unos cuantos pasos. Llegaron a la puerta. Mi hermano dejó el saco en el suelo y buscó la herramienta. En su vida había utilizado nada de aquello. Con gran soltura agarró el martillo y una vieja palanqueta. La puso sobre la cerradura y dándole un golpe seco, que retumbó hasta en el campanario del pueblo, le asestó un golpetazo que la hizo desaparecer dentro de la casa. El ruido de la pieza al caer me produjo un sobresalto y retrocedí varios pasos más. Mi hermano y su chica miraron hacia atrás. Nadie a la vista.
—Entremos.
—Yo os espero aquí.
—Así se hace, valiente.
—No te rías, que no tiene gracia. Me quedo aquí para vigilar, no sea que venga alguien y os pillen dentro.
Al cabo de un rato volvieron. No me dijeron nada. Mi hermano cerró la puerta, colocó la cerradura para que no se viera desde fuera que estaba rota, y volvimos en silencio. Después de cenar quedamos para ir a dar una vuelta. Estaban serios, muy serios. Mi hermano apareció con el saco.
—¿Dónde vas con eso?
—Tenemos que volver a la casa.
—¿Qué dice, estás loco?
—Puedes quedarte si quieres. Nosotros vamos.
—Y una mierda, me voy con vosotros, a ver si te crees que soy un gallina.
La recogimos en su casa y nos fuimos hacia la casa. Era una noche de luna llena que nos alumbraba sin necesidad de más luz. Llegamos a la puerta en silencio. Repetimos los pasos.
—Puedes quedarte si quieres.
—Sí, me quedo.
Entraron en la casa. Al momento me pareció oír un ruido a mi espalda y entré como un rayo. Tropecé con mi hermano que estaba parado a unos pasos de la puerta.
—¿Qué haces, payaso?
—Nada, que quiero ir con vosotros —ella me miró casi sin verme.
Era una casa vieja pero cuidada. Muy cuidada para estar deshabitada. Las cortinas estaban limpias y las alfombras brillaban bajo la indecisa luz de candil. Las paredes forradas de madera y los cuadros se veían limpios de polvo. Aunque sabíamos que las ventanas estaban tapiadas, la luz de la luna se colaba por ellas. Pasamos despacio hasta una habitación amplia. Al entrar, pudimos ver una gran biblioteca con estanterías repletas de libros desde el suelo hasta el techo, dos sillones encarados y una chimenea encendida. Aunque era verano, no hacía calor. Desde uno de los sillones se elevaba una pequeña columna de humo. Olía dulce, a tabaco de pipa. Pero allí no había nadie. Volvimos al pasillo. Al fondo había una puerta entreabierta que dejaba pasar una luz muy blanca y de la que salía una música preciosa. Mi hermano y yo nos quedamos petrificados. Ella siguió. La llamamos desesperados. No contestó. Mi hermano trató de detenerla sujetándola por el brazo. Se revolvió como una fiera y él frenó en seco. Llegó a la puerta, la abrió del todo, dejó escapar la luz cegadora y desapareció engullida por ella. La puerta se cerró de golpe y la casa comenzó a temblar. Sí, a temblar. Como si tuviera fiebre o frío. Hacía ruidos extraños. Varios cascotes se desprendieron del techo, una ráfaga de aire apagó nuestro candil.
—¡Vámonos, hermano, esta casa se cae!
—No puedo irme sin ella.
—Tenemos que salir de aquí y avisar para que nos ayuden.
Como pude saqué a mi paralizado hermano, que lloraba como un niño. Ya fuera, vimos que todo estaba tan normal como cuando llegamos. No se movía. No había polvo. No se oía ningún ruido extraño, solo los grillos. Mi hermano se acercó a la puerta y la abrió con precaución. Yo iba detrás, no sé si por para darle ánimos, por cotilla o por miedo a quedarme solo. La llamó. Estaba muy oscuro. Encendió el candil y lo levantó: no había más que polvo en el suelo y paredes desvencijadas.
—Vámonos, no podemos hacer nada.
—No la puedo dejar aquí.
—¿Y qué vas a hacer, entrar tú solo?
—Ve a por ayuda. Te espero aquí. ¡Corre!
Llegué a casa casi sin resuello y le conté a mi abuela lo que había pasado.
—¡Ay, Dios mío! Avisa a sus padres.
Mientras intentaba contarlo otra vez, llegó la Guardia Civil. Fuimos todos los implicados, y algún curioso, a la vieja casa. Esta vez por encima de la carretera. Llegamos en comitiva silenciosa hasta la puerta. Mi hermano estaba en el mismo sitio en que lo había dejado. Continuaba llamándola, ya casi sin voz. Los guardias lo apartaron y entraron en la casa. Vimos las luces de sus linternas moverse en el interior. Al cabo de poco rato volvieron:
—Aquí no hay nadie y nadie ha entrado en mucho tiempo. Está todo lleno de polvo y telarañas.
Durante dos horas estuvimos en el cuartelillo contando lo que había pasado. Por supuesto, no nos creyeron. La casa estaba deshabitada y no había signos de que allí hubiera entrado alguien y menos que hubiera desaparecido. Nos preguntaron mil veces las mismas cosas. Mi hermano y yo casi no podíamos más. Repetíamos sin parar lo mismo. Al final no les quedó más remedio que dejarnos en paz y empezar la búsqueda de la niña.
Lo que quedaba de verano lo pasamos con las partidas que batían el término y, después, la comarca. Tras quince días de búsqueda intensiva, lo dejaron. No estaba por allí. El padre de la niña, en su desesperación, entró en la casa y con un hacha hizo añicos lo que queda en pie. Salió llorando. Tapiaron cualquier punto de acceso con ladrillos. Nadie se acercó más a aquella casa.
En vacaciones de Navidad volvimos toda la familia al pueblo. Mi hermano había pasado el principio de curso muy serio. Casi ni hablaba. Nada más llegar, desapareció en silencio. Lo encontré frente a la puerta tapiada, llorando.
El día de Nochebuena volvió a desaparecer y, al ver que no volvía, salimos a buscarlo. Lo encontramos colgado de un árbol, frente a la casa donde desapareció su amor de adolescencia.
Manuel Serrano Funes, España © 2022
msfvlc@gmail.com
Ilustración realizada por Manuel Serrano Funes © 2022
Lo que el autor nos dijo sobre el cuento:
Este cuento está ambientado en mi pueblo natal y mis andanzas por aquel lugar mágico de mis mocedades. La historia es ficticia, al igual que la casa y los personajes (mi abuela no es ficticia y las regañinas tampoco).
No pongo nombres a lo personajes y desentraño la trama desde mi punto de vista, de manera sincrónica y continua.
La historia está narrada en pasado, casi lejano, pero con la visión de un chaval de diez años al que su hermano desaparece de la peor forma.
Recuerda en parte a Primer amor, primer dolor de Martín Vigil o Del rosa al amarillo, la película de Summers.
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