De noche, el chófer nos ocultó en la limosina, y viajamos cubiertos por los cristales negros y la matrícula falsa. Nos dijo que nos llevaría a un lugar más seguro, donde tal vez podríamos sobrevivir. Mi hermana permaneció muda, con los ojos semicerrados; mi madre no movió las manos sobre la falda, sus ojos vacíos miraban la nada; yo observé los detalles del paisaje alumbrado por la luna.
Al amanecer, llamó mi atención un extenso campo poblado de árboles, de cuyas ramas colgaban cientos de bolsas. Pregunté al chófer. Dijo que en esas bolsas había niños descuartizados por los dioses.
Poco después llegamos. La limosina partió inmediatamente a gran velocidad.
Nuestros pies se hundieron en la arena sucia. Mi hermana se arrodilló, ensuciando el vestido blanco; mi madre suspiró varias veces, sin cambiar el aspecto de su mirada; yo me sentí observado.
Caminamos toda la mañana. El calor y la humedad empaparon las ropas de sudor, los arbustos espinosos rasgaron nuestra piel, la desolación ocupó el lugar de las almas. Interrumpimos nuestro andar ante un arroyuelo de agua fétida, que confundía su olor con el de la carne podrida de los árboles de niños que traía el viento. Alguien me perseguía.
Durante horas, nos arrastramos como fantasmas por la ribera. Cuando íbamos a caer extenuados, quedamos perplejos al verlo: un árbol gigante que perdía la copa en el cielo, iluminaba el claro del monte con hojas rutilantes. Sobre sus ramas bajas, dos hombres vestidos de traje reían y nos tomaban fotografías. Entre los raigones, había una cabaña. Quien estaba persiguiéndome, me encontró.
Un muchacho huesudo, de aspecto enfermizo, con pelos y granos en la cara, y la boca abierta llena de baba, surgió a mis espaldas. Con una mano me mostró una fotografía, con la otra levantó un cuchillo. Los hombres del árbol reían como demonios.
Mi hermana se había sentado en la arena, y jugaba con las bellotas que caían del árbol luminoso; mi madre rompió a llorar, mesándose el pelo, dando alaridos de dolor; yo miré la fotografía y el cuchillo. Era un bebé rozagante, con la cabeza dorada por una aureola. El cuchillo tenía sangre fresca, y señalaba la cabaña bajo el árbol luminoso.
Dejé a mi hermana con el vientre hinchado de jugar con las bellotas, y a mi madre muerta con el brazo alzándose acusatoriamente contra la copa de luz. Tuve que entrar en la cabaña, con el muchacho sonriente que rasgaba la foto.
Alvaro Bozinsky, Uruguay © 2007
ajbozinsky@hotmail.com
http://alvarobozinsky.blogspot.com
Alvaro Bozinsky, nacido en Paysandú (Uruguay) en 1974, es un escritor
básicamente autodidacta, que, pese a dieciocho años de creación literaria
ininterrumpida, recientemente ha comenzado a difundir su obra.
Lo anima un espíritu de experimentación y vivencia con la palabra, por
lo que ha explorado el cuento, la prosa poética y la novela, recurriendo a
diferentes técnicas personales que lo llevan desde el texto prolijamente
estructurado hasta el rozamiento con la escritura automática.
Entre una decena de proyectos, actualmente está escribiendo la novela
surrealista El Conflicto Eterno; en fase de corrección, la prosa poética
Tres Velas; tiene terminada aunque inédita una veintena de cuentos bajo el
título Cuentos de Horror y Asco; y Exequias. El último libro, un
experimento fuera de encasillamientos, co-escrito con otro colega, bajo el
seudónimo de Falus Luciferno.
Lo que el autor nos dijo sobre el cuento:
Como muchos de mis cuentos, la materia prima es completamente onírica. Si
yo fuera psicólogo, habría analizado el sueño, pero como prefiero el arte,
lo convertí en cuento. Creo que lo mejor es la atmósfera, aunque confieso
que no tuve que hacer ningún esfuerzo por conseguirla: venía incorporada.
Como anécdota, a este cuento lo leí en una reunión de talleres literarios
de jóvenes y adultos, presididos por profesoras de literatura. Los primeros
dijeron que yo era peor que Marilyn Manson, los segundos guardaron silencio,
y las terceras se apuraron a dar lectura a otro cuento.
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