Cuando yo tenía 20 años mi abuela, que tenía 60, ostentaba el cutis más suave, terso y hermoso que yo haya visto jamás. Aun llevaba su larga cabellera roja tirante, hacia atrás y tomada en un hermosísimo rodete. Todas las mujeres de la familia teníamos el pelo rojo y cuando alguna protestaba, ella sonriendo decía:
—Es que hay que ser muy especial para llevar el cabello rojo, no cualquiera puede.
La amé, y aun la amo profundamente a pesar de ya no tenerla, porque de ella y con ella aprendí las cosas más importantes de mi vida: el valor de la palabra, la incorruptibilidad de los ideales, el amor por la lectura, el considerar a cada ser humano como único e irrepetible, lo “barato” de las cosas que pueden comprarse.
Siempre estaba elegantemente vestida, aún cuando llevase una simple falda y una blusa, siempre olía a flores y casi siempre sonreía. Eso sí, tenía distintos tipos de sonrisas: alegre, divertida, dicharachera, cómplice, helada (había que cuidarse de ella), triste...
Mi abuelo Alejandro la miraba con total arrobamiento y ambos se dispensaban un trato tan afectuoso que yo ansiaba tener una pareja como lo eran ellos. Mi abuela tomaba, desde que yo tenía memoria, clases de francés los lunes y jueves, clases de inglés los martes y viernes y clases de filosofía hermética los miércoles y sábados.
Nunca me pregunté, hasta que fui capaz de darme cuenta de ello, cómo lograba mantener ese carácter realmente envidiable a pesar de los avatares de la vida, que no siempre le resultó sencilla. Y cuando fui capaz de darme cuenta, la cruenta enfermedad ya estaba haciendo estragos y comenzaba a afectar su cuerpo, pero no su mente, ni su alma. Para ese entonces yo ya tenía 30 años y mi abuela seguía teniendo los mismos 60.
Fue entonces que comencé a tenerla más tiempo para mí. Cualquier hueco en mis horarios me hacía volar hacia su casa para comentar con ella el último libro leído, la película recientemente estrenada, la música que aparecía en el mercado o la que estaba en él desde siempre, las cuestiones del amor, incluidas sus penas y sus alegrías.
Yo acababa de divorciarme y no quería saber nada de nada, sentía que el mundo se hundía bajo mis pies y solo las charlas con mi abuela mitigaban levemente esa sensación de angustia indescriptible, de pena... de soledad. Había perdido varios kilos y no encontraba nada que me pareciera valer la pena. Es que, como todas las “coloradas” —al decir de mi abuela— me había enamorado perdida y locamente de mi esposo y había puesto en ese matrimonio tanta pasión que ahora me sentía vacía, traicionada, rara.
Esa tarde, cuando llegué, Matilde, la señora que desde siempre se ocupaba de las tareas domésticas en la casa de mi abuela, me dijo:
Sorprendida e intrigada, me dirigí al dormitorio de mi abuela. Nuestras reuniones jamás se habían desarrollado allí, siempre nos acomodábamos en el living, yo a sus pies para que ella pudiera rascar mi cabeza, el termo con agua caliente para el mate, algunas galletitas, pero el dormitorio... Golpeé y me asomé...
—Adentro, vamos.. .me sonrió mi abuela.
—¿Por qué aquí? —pregunté
—Porque hoy la charla será íntima y secreta —dijo con una sonrisa cómplice.
Me senté a su lado y ella tomó mis manos, acariciándolas con dulzura.
—Estoy preocupada por vos —me dijo...—; la vida es el regalo más hermoso que nos hacen por una única vez, no podemos derrocharla,. y mucho menos porque un señor no resulta ser la persona ideal que alguna vez creímos que era.
Voy a hacerte una confesión. Será un absoluto secreto y jamás lo dirás a nadie. ¿Lo prometes? —y comenzó su relato:
>>Cuando conocí a tu abuelo, me enamoré perdida y locamente de él, como lo hacemos “las coloradas” —ambas reímos.
>>Me llevó tiempo darme cuenta de que no me enamoré de él, precisamente, sino de su calma, que aquietaba siempre mi torbellino, de su serenidad para enfrentar las situaciones más difíciles, de su amor por mí; de todos modos, aún seguía amándolo.
>>Una tarde, en una exposición de esculturas, me encontré debatiendo con un señor que estaba a mi lado mirando la misma estatuilla que yo, las formas que la escultora había dado a los brazos, parecía que tenían movimiento, tan naturalmente comenzamos la conversación que, naturalmente también nos encontramos tomando un café en la confitería de enfrente, como si nos conociéramos de toda la vida. Ambos poníamos la misma pasión en defender nuestros puntos de vista. Quedamos en vernos dos días después en otra exposición de un escultor que tenía una escuela opuesta. Obviamente volvimos a poner la misma pasión en comentar las esculturas. Esa pasión nos llevó más tarde a compartir la cama los días lunes y jueves...
Yo no podía creer lo que escuchaba y seguramente eso se reflejó en mi rostro, porque mi abuela hizo una pausa en el relato.
—¿Escandalizada, mi niña? Te estoy revelando una faceta que ignorabas tuviera tu abuela, verdad? También lo estaba a veces de mi misma, de manera que resolví ponerme en terapia, algo que también hacía de mi, en esa época, una excéntrica. Una amiga me recomendó a un colega suyo y nos pusimos de acuerdo en los días: los martes y los sábados comenzaría a revisar mi vida y mi personalidad, pero esos días se convirtieron en las citas que comencé a mantener con Alejandro, sí, también se llamaba así mi terapeuta.
—Arriesgué un mal chiste y le dije a mi abuela:
—Bueno, al menos no te confundirías al nombrarlos...
—Es que —continuó mi abuela— con los tres “armaba” una persona maravillosa que tenía absolutamente todo lo que esperaba encontrar... en un solo hombre y no me resignaba de ninguna manera a renunciar a una sola de las virtudes ni a uno solo de los momentos que tenía con ellos.
—Pero abu... ¿durante cuantos años mantuviste esa doble... triple... cuádruple vida!!?
—No lo sé... así como siempre he olvidado las fechas de cumpleaños, de aniversarios... jamás supe el tiempo real de las cosas. A veces una hora es solo un instante y un segundo se hace interminable... ¿no lo crees?
Yo estaba tan abrumada que pedí a mi abuela suspender el relato, necesitaba tomar aire, pensar, repensar tantas cosas... estaba realmente turbada y totalmente superada y mi abuela, perceptiva como siempre, dijo:
—Suspendemos aquí la charla? La retomamos otro día? Estoy un poco cansada.
Me hice cargo de revisar sus cosas, más que nada porque no quería que nadie descubriera nada de lo que mi abuela me había contado, de encontrarse algo entre sus papeles o ropas. Mi abuela debería seguir siendo la persona respetable y respetada que todos conocían.
Durante el velatorio recorrí las salas una y otra vez, buscando en las caras desconocidas algún indicio de “los hombres de mi abuela”.
Avanzada la noche, descubrí lo egoísta que había sido con mi abuelo y me senté junto a él, rodeándolo con un abrazo. Mi abuelo apoyó su cabeza en mi hombro y me dijo:
—La quise mucho, muchísimo, amé profundamente a cada una de las mujeres que había en ella.
No entendí lo que quiso decirme hasta que recordé, sobre su féretro cerrado, el bouquet de cuatro rosas rojas que mi abuelo había colocado, luego de besarlo.
Rosita Pincovschi, Buenos Aires, Argentina © 2015
rosiactriz@hotmail.com
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