–¿Entendés? Me preguntó sonriendo... Es como si comenzara a jugarse la final. Los contendientes son los mejores, sólo los grandes maestros llegan. Y yo… juego con blancas –le dio una pitada al cigarrillo.
Le devolví la sonrisa, no agregué un solo comentario y entonces Juan, entusiasmado siguió:
–¿Te acordás como jugaba Fischer? Bueno... atacando de entrada, implacable, golpeando, y las negras tienen que tratar de responder.
Atiné a decirle:
–Pero Juan, date cuenta, partís de una premisa equivocada, vos serás un gran maestro, pero Marta no sabe nada de ajedrez, no llegaría nunca a esa final y eso a vos te va a desarmar...
Animada esta vez por su silencio, continué:
–Tenés que pensar otra estrategia, las negras no van a seguir tu juego, harán el suyo.
Juan conoció a Marta en una sesión de Internet... se escribieron durante horas y luego durante días hasta que quedaron en asistir a una de las cenas del canal. La vio entrar y solo su figura caminando hacia el grupo, la forma en que lo hacía, la sonrisa que le asomaba en el rostro al reconocer a los conocidos, bastó para moverle hasta el alma. No se animó a hablarle, se sintió raro, tímido, como un chico de quince años al que se le hace realidad, de repente, una imagen que solo vislumbró en sus sueños de adolescente.
Marta lo saludó como al resto, es más, aparentando indiferencia, pero también sintió en la boca del estómago una rara sensación cuando se lo presentamos. Olvidé contar que Juan y yo tenemos una amistad de esas que no necesitan decirse las cosas. Me di cuenta de su conmoción y le pasé, en un papelito el número de teléfono de Marta.
Al día siguiente le pregunté si la había llamado.
–Todavía no, me dijo... todavía no, pero la voy a llamar. No entiendo que me pasa. Me mató, me desarmó, no se que decirle...
–Creo que con un “hola, ¿como estás?” alcanza para empezar, le dije, y me reí de mi amigo, el histérico por naturaleza, el seductor.
Para él la vida era un gran tablero de ajedrez, y en cada movida se la jugaba. Era realmente un gran maestro jugando simultáneas. Y se regodeaba en cada una cuando conseguía un jaque mate. En contadas ocasiones se conformaba con que su presa inclinara el rey.
Juan me había dicho en varias, demasiadas ocasiones, cuan mujer era la suya, cuanto la amaba, cuanto no podría vivir sin ella. Y yo, axiomática por decisión propia, pensaba: dime de que fanfarroneas y te diré de que adoleces.
La cuestión es que Juan atacó no más, y en la primera jugada sacó su caballo a relucir: la invitó a tomar un café. Las negras, tímidamente, avanzaron un peón y le contaron de sus temores, de sus represiones, de sus indecisiones.
Volvimos a encontrarnos: Juan y yo, tal como solemos hacerlo cada tanto, un jueves, y me contó que habían tenido varias charlas telefónicas pero ningún encuentro, que estaba desorientado, que la mina le gustaba pero que ella no se decidía y que yo tenía razón, su matrimonio necesitaba una dosis de renovación, que había charlado muchísimo con su mujer, que había descubierto que ella seguía enamorada de él como el primer día, que tuvieron una noche de sexo y pasión como hacía tiempo no tenían, por lo cual iba a abandonar la partida y dedicarse a ella.
Lo miré suspicazmente y le dije: pero… Marta te sigue gustando.
–¡Sos una hija de puta! –rió.
Le tocaba mover a las blancas y solo asomaron un peón. Me contó que le había enviado una nota a Marta, en la cual le decía que dejaba todo como estaba, que no quería lastimarla y toda esa sarta de sandeces que se dicen cuando uno está metejoneado hasta las bolas y no sabe que hacer con ese metejón.
Cuando Juan estaba dispuesto a abandonar la partida, imprevistamente, las negras, movieron otro peón y se advirtió claramente el camino abierto hacia el caballo, el alfil tenía una diagonal libre. Marta le contestó que se sentía muy atraída hacia él, que hacía tiempo que no le pasaba esto con un hombre, que dejaba todo en sus manos. Juan se olvidó de la recuperación de su matrimonio y se lanzó de lleno a ganar esa partida de ajedrez.
Es el turno de mover las blancas. Se siente incómodo, no sabe si retirar el caballo, asomar el alfil o avanzar, lentamente, con un peón.
–¿Te lo dije? –le pregunté, pero sin intención de sobrarlo–. Te dije que se te metió debajo de la piel. Te gusta; pero no tengo bien en claro si te gusta Marta o el desafío de una mina que te da soga y te la quita...
–Sos una hija de puta –volvió a reírse.
Le pregunté si eso no se estaba convirtiendo en un latiguillo.
–Es que me conocés más de lo que yo mismo creí –me dijo titubeante.
Decidieron por fin encontrarse pero, un día antes de la cita, Marta lo llamó para decirle que no se animaba, que no quería sufrir, que tenía miedo. Las negras, no entran a la lucha. Sencillamente, avanzan otro peón y un triángulo queda formado sobre el tablero.
Volvimos a encontrarnos Juan y yo.
–¡Se terminó! –me dijo con tanta seguridad que pensé: esto recién está comenzando.
–Es más histérica que yo, me voy a dedicar a mi mujer, abandono la partida, etc. etc. etc.
Le dije que todo se estaba pareciendo a la peor telenovela venezolana y que ya resultaba aburrido escuchar siempre las mismas cosas por parte de ambos, que de todos modos no le creía nada. Y me apresuré a decirle:
–Y no me digas que soy una hija de puta –ambos nos reímos.
Pensaba decírmelo no más.
Juan retira el caballo. No ataca, se toma su tiempo, piensa. Las negras mueven su alfil. Lo llama y le pregunta el porqué de su silencio. Lo extraña, quiere verlo, pero no quiere sufrir. Deja todo en sus manos (de nuevo). Y Juan descubre entonces que realmente no sabe que carajo hacer con todo eso. Saca un poema de Miguel Hernández, me lo da a leer, dándome la razón una vez más sobre sus histéricos encuentros. El verso final del poema lo dice todo: “¿Si?, ¿ya ?... ¡Qué lástima!”
Miro el tablero y noto que es el turno de las blancas. Miro a Juan con interés. Lo noto desolado. Creo que es la primera vez que, realmente, no sabe que hacer. Está atrapado.
En su propio juego. Intento hacerle un chiste y le digo: “Se parece más al estilo de Karpov que al de Fisher”. Pero no le hace gracia. Le pregunto si en verdad vale la pena arriesgar su matrimonio una vez más y me mira desorientado. Le aclaro:
–¿Cuántas más crees que tu mujer te dejará pasar?
Pero ni bien se lo digo, me arrepiento porque siempre los sentimientos van por un lado y el raciocinio por el otro.
Le pegó y fuerte y es el turno de que muevan las blancas. El triángulo atrae su mirada, aunque sospecha que está dejando pasar algo, un matiz en el ofrecimiento de las negras. Y solo avanza un peón, protegiéndose.
Recibo un mensaje de Juan, me da la razón una vez más y van... Tiene miedo (ya lo sé), no sabe que hacer (también lo sé) y, con ese temor y esa desolación, invita a su mujer a un paseo por las frondosas calles de su barrio y de pronto se encuentran como dos adolescentes y yo no estoy segura si la pasión tenía la cara de su mujer o la de Marta. Pero no se lo digo, porque con solo mirarlo se como seguirá esta historia. Juan jugará simultáneas.
Rosita Pincovschi, Buenos Aires, Argentina © 2015
rosiactriz@hotmail.com
Rosita Pincovschi nació en la ciudad de Buenos Aires, capital de la República Argentina. De estado civil divorciada, tiene dos hijos y cinco nietos. Estudió Filosofía y Letras en la Universidad de Buenos Aires y ha realizado numerosos cursos y seminarios relacionados con la coordinación de pequeños grupos, herramientas para la tercera edad, organización de eventos especiales, etc. No terminó su carrera universitaria y se dedicó a estudiar teatro con alguno de los mejores docentes del área en su país: Juan Carlos Gené, Lorenzo Quinteros, Manuel Iedvabni, entre otros. Actualmente, escribe, narra sus cuentos y actúa.
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