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Los dientes de Maritsa

Coloqué cuidadosamente ambas prótesis al lado de la cara de Maritsa. Los postizos parecían sonreír la buena acción con historia de hacía muchísimos años.
–Prométeme, cariño, que no permitirás a nadie… a nadie (repetía con énfasis) verme sin los aparatos.

Así llamaba Maritsa a sus postizos. De hecho, nadie la había visto en años sin ellos. Incluso nadie la recordaba ya de otro modo. Los dientes postizos de Maritsa habían sido conocidos en todo el pueblo. Desparejos, ya amarillentos, acompañaban su sonrisa desde hacía tanto tiempo que parecían haber estado en su boca desde su nacimiento mismo.

Sin embargo, no era así. Maritsa no era exactamente de la familia en lo que a sanguineidad se refiere, pero todos la queríamos más de lo que se quiere a una hermana, o a una tía, muchísimo más de lo que se quiere a una cuñada, por su puesto…

Mi abuela me contó que Maritsa había llegado al pueblo un buen día, portando una pequeña valija, con algunas ropas, dos candelabros y un sombrerito colocado en forma descuidada. Descendió del tren y se quedó allí, paradita, sola, en el andén de la estación, envuelta en el humo gris de la locomotora que la trajo desde la gran ciudad. Solo al rato, José, el guarda de la estación, vendedor de boletos, la divisó y se acercó a preguntarle si necesitaba algo. Maritsa le mostró un papel que tenía en su mano, cuyo contenido José no pudo descifrar. Intentó hablar con ella… imposible, entonces, en su gesto tan característico de cuando no sabía qué hacer, se quitó la gorra y se rascó la cabeza; parecía que en él buscaba inspiración para su actitud posterior. La invitó a seguirlo e intentó llevar su valijita, pero Maritsa la apretujó contra su pecho, con lo cual José decidió no insistir.

Mientras iban caminando, Maritsa miraba con sus grandes ojos a diestra y siniestra el vasto campo que separaba la estación del pueblo y se detuvo para examinar el arco de bienvenida. Lo siguió por la calle central, en realidad la única que existía entonces, sonriendo a quienes detuvieron lo que estaban haciendo solo por lo extraño que resultaba una visita al pueblo y qué decir de una jovencita.

Mi abuela se le acercó e intentó hablarle pero tampoco se entendieron; entonces decidió, junto a otras mujeres del pueblo, instalarla en uno de los graneros hasta que decidieran que hacer.

Maritsa era buena costurera, lo demostró casualmente, al arreglar una de las cortinas de las ventanas del granero, con lo cual poco a poco comenzó a coserle algo a todos, y poco a poco comenzó a ganarse la simpatía de los pobladores, que le construyeron un dormitorio y un baño detrás de ese granero; pero nosotros, los chicos del pueblo la adoptamos inmediatamente, cautivados por sus grandes ojos negros y la sonrisa que tapaba con alguna de sus manos. A la hora de la siesta, nos reuníamos debajo de la acacia que estaba en las afueras del pueblo y Maritsa venía con nosotros. Allí comenzó a aprender a hablar, con nosotros, y como pago por ese servicio, comenzó a contarnos cuentos, cada vez un poco más extensos. Las historias eran fantásticas, había una en particular que le hacíamos repetir una y otra vez por extraña. Contaba que había máquinas parecidas a pájaros gigantes pero eran de metal, y surcaban el cielo y dejando caer una especie de flores que al tocar la tierra estallaban en mil colores y con mucho ruido… pero que hacían daño a la gente y eso nos parecía extraño. Sacaba grititos de nuestras gargantas cuando nos contaba que gentes se enfrentaban unas con otras portando algo parecido a la escopeta de don Zenon cuando salía de caza pero que se extendía más allá de su boca en algo semejante a un estilete y que hacía que uno de los contrincantes cayera hacia atrás dando volteretas que nosotros relacionamos con las que hicieron los de aquel circo que una vez pasó por el pueblo. Y también nos contaba que jugaban en la nieve, que tampoco habíamos visto nunca, y que con ella hacían muñecos grandes y luego salían a patinar, pero no en patines como los que teníamos nosotros sino en unos que terminaban con un filo en la base parecido a la herramienta que usaba Marcos, el talabartero, para marcar los cueros antes de cortarlos.

Llegó el dia del cumpleaños de Eli y comenzamos a organizarle un festejo, fue entonces que nos dimos cuenta que no sabíamos cuando era su cumpleaños. Le preguntamos, lo ignoraba. Entonces decidimos que sería el dia en que las flores del campo parecen explotar juntas en colores y aromas que todo lo invadían; haríamos un picnic debajo de “nuestra” acacia, todos llevaríamos algo para compartir y le haríamos un hermoso regalo. Le preguntamos qué quería. Maritsa se tomó un instante para pensar, paulatinamente sus ojos se fueron agrandando y llevándose la mano derecha a la boca dijo… dientes. Y fue allí, en ese momento, en el que nos dimos cuenta… Maritsa siempre, siempre, elevaba una mano hacia su boca antes de sonreir y reir…

Nos contó que los había ido perdiendo de a poco, de a mucho, por mala alimentación, por falta de cuidado, porque de donde venía había que cuidar la vida y pocas veces la vida incluye los dientes…

Todos fuimos a contarle nuestro problema a Moshé, el único médico, traumatólogo, obstetra, dentista del pueblo. Nos escuchó atenta y sonrientemente y nos pidió algunas horas para darnos una respuesta. Tiempo después, nos enteramos que todos aportaron algo y mandaron a buscar a la ciudad los elementos necesarios para la dentadura de Maritsa. Tiempo después, nos dimos cuenta del enorme sacrificio que habían hecho, juntando monedas, huevos, harina, en momentos en que nada sobraba y todo faltaba.

Una tarde, después de varias en las que Maritsa iba y venía del consultorio, se corrió la voz. Moshé había terminado “la prótesis” de Maritsa, y ésta la probaría.

Fuimos en bandada y alborotadamente a buscarla. En bandada y alborotadamente la seguimos hasta el consultorio. En bandada y en silencio esperamos que Maritsa apareciera de nuevo en la puerta.

Apareció… y lenta… muy lentamente… sin elevar ninguna de sus dos manos, abrió su boca y sonrió… Sonrieron su boca, sus ojos, toda ella, sonreímos nosotros y luego reimos a carcajadas y estruendosamente todos… nosotros y Maritsa decidimos que ése era, sin duda alguna, el día de su cumpleaños.

El tiempo transcurría y nosotros crecíamos. Algunos se iban del pueblo a la ciudad para estudiar. Algunos volvían, otros no. Maritsa comenzó a quedarse más tiempo en casa de mis padres y le habilitamos una habitación para que estuviera realmente cómoda. Y allí estaba, cocinando, planchando, arreglando las ropas… No nos dimos cuenta de las hebras plateadas que comenzaron a aparecer en su cabeza aquí y allí… y su salud comenzó a resquebrajarse… Una tarde, debajo de la ya añosa acacia, mientras nos demorábamos en un descanso mirando el cielo, me preguntó si alguna vez me había pedido algo. Sorprendida por el tono de su voz y la pregunta giré la cabeza y la observé atentamente al tiempo que negaba con el gesto. Entonces fue que me dijo:
–Hoy te voy a pedir que me hagas una promesa, no dejes que nunca, nadie, me vea sin mis prótesis.

Y aquí estoy, cumpliendo la promesa.

Rosita Pincovschi, Buenos Aires, Argentina © 2015

rosiactriz@hotmail.com

Rosita Pincovschi nació en la ciudad de Buenos Aires, capital de la República Argentina. De estado civil divorciada, tiene dos hijos y cinco nietos. Estudió Filosofía y Letras en la Universidad de Buenos Aires y ha realizado numerosos cursos y seminarios relacionados con la coordinación de pequeños grupos, herramientas para la tercera edad, organización de eventos especiales, etc. No terminó su carrera universitaria y se dedicó a estudiar teatro con alguno de los mejores docentes del área en su país: Juan Carlos Gené, Lorenzo Quinteros, Manuel Iedvabni, entre otros. Actualmente, escribe, narra sus cuentos y actúa.

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