Sólo cuando se hubieron calmado y asumieron la muerte de su gran amigo, tropezaron con una cuestión insoslayable: alguien debía comunicar la triste noticia a la familia del pintor. Debía ser sin duda su familia quien se ocupara del cadáver. Aunque bien sabían Tomás y Luis que ésta organizaría un funeral rancio a mayor gloria de tan distinguido linaje, un funeral donde nunca serían bienvenidos ellos, los amigos de parranda de la oveja negra de los Martínez Iriondo, una de las familias más poderosas de Cartagena de Indias. Tampoco serían bien recibidos toda esa gente de las clases modestas de su ciudad que le adoraban, todos esos seres que poblaban los cuadros de Reinaldo: las meretrices del centro de la ciudad, que se peleaban entre ellas para que les pintara, los vendedores ambulantes del barrio de Getsemaní, o esos sencillos pescadores que eran retratados como héroes anónimos (alguien dijo alguna vez con acierto que Reinaldo Martínez sabía encontrar la dignidad de los humildes). Por el contrario su familia celebraría un funeral para la clase alta de la ciudad, y los asistentes serían irremediablemente los mismos que evitaban saludarlo estando con vida, los que lo señalaban a su espalda como la vergüenza de su apellido.
Frente al cadáver de Reinaldo, Tomás y Luis discutieron acaloradamente para evitar tener que avisar a la familia de Reinaldo, ya que ambos creían que debía ir el otro, pero ante la tardanza de Álvaro, el tercero de los amigos, fue Tomás quien tuvo aquella idea del diablo. Luis la escuchó con aire incrédulo, como si no se terminara de creer lo que estaba oyendo, pero recordó el gran sentido de humor del pintor, quien se definía así mismo como el mayor mamador de gallo de toda Cartagena, y tras un instante de vacilación terminó secundando a su amigo. Ambos iniciaron lo que debía ser la última gran burla del “Caimán”: hacerse pasar por vivo una última vez ante su amigo Álvaro. Así que le vistieron y le pusieron sin excesiva dificultad en una de las sillas del salón, frente a la mesa, con el cuerpo erguido. Más complejo les resultó que “el Caimán” sujetara las cartas de la baraja, ya que por su estado insistía en dejarlas caer al suelo, con lo que no tuvieron otra opción que pegarles las cartas a la mano, que finalmente dejaron apoyada sobre la mesa. El último toque: un cigarro colocado detrás de la oreja, algo muy característico suyo.
Álvaro llegó a la casa pocos minutos después, y cuando vio a sus amigos alrededor de la mesa con la partida de cartas comenzada, se puso a blasfemar colérico en su peculiar jerga afrocaribeña. Sólo cuando se hubo calmado, se sentó y pidió cartas. Por unos segundos todo pareció normal, los cuatro amigos parecían concentrados en la partida como cualquier otro viernes, pero Álvaro pronto se desesperó por la tardanza del “Caimán” en seguir el juego y le apremió con palabras altisonantes. Reinaldo se hallaba demasiado muerto para prestar atención a las palabras de Álvaro, así que no hizo un solo gesto. Fue entonces cuando Álvaro miró con detenimiento a Reinaldo y percibió que algo extraño le ocurría, que no era normal esa expresión rígida ni esa mirada ausente, completamente ajena a cuanto sucedía en la habitación. Lo sujetó de los hombros y asustado le preguntó a gritos si se sentía bien, pero no recibió respuesta alguna, o más bien, sólo escuchó las hilarantes risas de sus dos amigos a su espalda. De repente Álvaro lo comprendió todo y rió con ellos, una risa alegre y triste a la vez, distinta a todas las risas que había tenido hasta entonces.
Decidieron abrir una botella de vino en honor de Reinaldo, e intentaron discutir de nuevo quién de ellos debía ir a dar la mala nueva a la familia de su amigo, pero cuando llegaron a la cuarta botella de vino decidieron que más bien valía continuar la partida, y que podrían decidir tan compleja cuestión por la mañana. Así que fue Tomás quien ayudó a jugar a las cartas a Reinaldo y a darle un trago de vez en cuando y sólo después de terminarse toda la reserva de alcohol de la casa salieron a la calle a celebrar por todo lo alto la despedida de su amigo.
Por entonces Reinaldo había bebido tanto que ya casi no le cabía más alcohol en el cuerpo, así que tenía gran parte de la camisa calada de vino y a duras penas podía caminar, por lo que sus tres amigos se debían turnar para mantenerle en pie. El centro histórico bullía de gente: turistas paseando, jóvenes de parranda, algunos niños harapientos pidiendo en la calle, los mismos buscavidas de siempre por todos lados buscando alguien a quien engañar, algún paseante despistado, unos pocos policías ociosos, un grupo de prostitutas que alquilaba su cuerpo por unos pesos… Entre el gentío nadie se sorprendió al ver aquel grupo de borrachos vociferantes que parecía cantarle a la luna. Reinaldo mostraba una sonrisa franca, de puro contento, porque nada podía ser mejor que estar con sus queridos amigos. Como tantas otras veces se dirigieron casi sin darse cuenta a la taberna “El pescador”. Allí se sentaron en su mesa de siempre y con una señal pidieron sus bebidas habituales al tabernero. Todo parecía en orden, la alegría compartida les había llevado a hablar de los viejos tiempos y la noche estaba llena de alegres expectativas. Sin embargo Reinaldo les hizo la mala jugada a sus amigos de alargar la pierna cuando pasaba junto a él un marino holandés que debía medir dos metros. Tras caerse de bruces, el marinero se levantó rápidamente y propinó un duro puñetazo en pleno rostro a Reinaldo. Este estaba demasiado borracho como para inmutarse, pero sus amigos se abalanzaron sobre el holandés en un abrir y cerrar de ojos, y terminaron todos rodando por el suelo, comenzando un tumulto que atrajo a la pelea al resto de los marinos holandeses que estaban en el local, al igual que a otros cartageneros que sin dudarlo se aliaron con sus coterráneos. Se vieron volar sillas y botellas por el aire, cuerpos desparramados por el suelo, cristales rotos por doquier, y mientras tanto Reinaldo “el Caimán” sonreía en su asiento contemplando aparentemente ajeno la reyerta que él mismo había provocado.
Sólo cuando los holandeses se dieron por derrotados se apagó la disputa y ambos grupos confraternizaron y se fundieron en abrazos. Entonces decidieron continuar la parranda en otro lugar, ya que la taberna para entonces estaba destrozada casi por completo y era incomodo escuchar los gritos de desesperación del tabernero. El numeroso grupo tomó la calle encabezado por Reinaldo y sus tres amigos. Entre ellos estaba Rafael Escalona, un joven que algún día sería un gran compositor de la música popular colombiana, y un tal Gabriel García, un muchacho escuálido y tímido con pretensiones de novelista que años más tarde, tras conseguir el premio Nóbel, haría llorar a miles de colombianos de orgullo.
Cuando llegaron a la plaza de Bolívar varios grupos de personas más se habían unido a ellos. Entre ellos había unos niños mendigos, a los cuales Reinaldo permitió que le vaciasen con disimulo los bolsillos de monedas para que pudieran comprar algún dulce en los puestos ambulantes. Debió ser la influencia de la luna o tal vez el influjo etílico lo que llevo a aquella masa heterogénea al paroxismo. Un joven marinero holandés se subió en la fuente de la plaza y gritó a quien le quisiera oír en un castellano trabado que en aquella ciudad había encontrado su lugar en el mundo y allí viviría el resto de su vida. Otros fueron más procaces y pidieron a voces la abolición de la muerte. Pero fueron algunas proclamas contra el presidente de la nación lo que hizo surgir de no se sabe donde a unos policías que los rodearon en pocos minutos. Empezó entonces la desbandada general del grupo. Todos intentaron escapar por las calles adyacentes con mejor o peor suerte. Los cuatro amigos lograron tomar una estrecha calle por la que consiguieron despistar por unos minutos a los policías, pese a que tuvieron que llevar en volandas a Reinaldo. Sin embargo, cuando ya creían estar a salvo, dos uniformados de la policía se toparon con ellos y les dieron el alto. Tomás Cantero, el que en mejor estado se encontraba, habló por todos ellos, mientras el resto de sus amigos intentaban disimular su estado de embriaguez. Como justificación exculpatoria mostró a los dos policías lo enfermo que se encontraba Reinaldo. Estos dos se acercaron al supuesto enfermo y por un instante se quedaron mirándole con cara de asombro, mientras Reinaldo intentaba evitar reírse ante esa delicada situación. Finalmente uno de los policías sentenció que efectivamente no tenía muy buen aspecto y les dejaron continuar señalándoles el camino del hospital más próximo. Sin embargo se dirigieron lentamente hasta la Puerta del Reloj y desde allí al muelle de los Pegasos, ya que Reinaldo se empeñaba en girar a su antojo en cada cruce de calles.
Se sentaron junto al mar, disfrutando de la noche caribeña, de la luna enorme que dominaba el horizonte, de la brisa con sabor a sal. Fue entonces que les vio Tomás, un viejo pescador amigo de Reinaldo. Se encontraba en su barcaza de pesca amarrada en el muelle, preparando los aparejos para su jornada de trabajo y les invitó a unirse a él, en su salida matutina hacia Santa Cruz del Islote, una de las islas del archipiélago de San Bernardo. Los cuatro amigos aceptaron de inmediato y se subieron con dificultad a la pequeña barcaza, donde se recostaron fatigados. El pescador intentó sin éxito conversar con Reinaldo sobre un viejo asunto, pero este se durmió casi al instante.
El severo sol hizo despertar a los amigos por la mañana, excepto a Reinaldo que permaneció durmiendo por más tiempo. La mar estaba en calma y el pescador les señaló en la distancia las islas San Bernardo y se las fue nombrando una por una. En ese momento Álvaro recordó una de las pinturas de Reinaldo, tal vez su preferida. No era muy diferente aquella pintura a la visión que tenían delante de sí en aquel momento. Álvaro no dudó en despertar a su amigo Reinaldo para que pudiera disfrutar de la espectacular vista, y lo ayudó a sentarse en la parte posterior de la barca, ya que seguía sin encontrarse bien. Minutos más tarde, cuando ya podían ver las casas apiñadas de Santa Cruz del Islote, comprobaron aterrados cómo Reinaldo no se encontraba en la barca. Entonces dieron la vuelta rápidamente con la esperanza de encontrarle nadando en el mar, con el vano sueño de que aquello fuera otra de sus bromas célebres, pero después de rastrear con detenimiento por toda esa zona tuvieron que aceptar compungidos que su cuerpo había desaparecido para siempre entre las aguas cristalinas del mar Caribe.
Aquella día se supo la noticia en toda Cartagena de Indias: el insigne pintor Reinaldo Martínez había muerto ahogado cerca del archipiélago de San Bernardo. La familia del pintor no pudo evitar que se extendiera el rumor de que se había ahogado debido a sus excesos etílicos de la noche anterior. Todavía hoy en día se puede admirar en uno de los museos de la ciudad su más conocido cuadro: una explosión de luz en un amanecer irrepetible, la visión lejana de unas islas en un sosegado mar que parecieran prometer, acaso, un efímero paraíso.
Jesús Pérez Cristóbal, España © 2007
jesus_pe_cris@yahoo.es
Jesús Pérez Cristóbal desarrolla su actividad profesional como consultor de nuevas tecnologías en la ciudad de Madrid (España). Su gran afición es la literatura, en su doble faceta: la de lector y la de creador. Como lector le atrae especialmente la literatura latinoamericana. Como autor ha tenido distintas incursiones en el artículo periodístico y en el cuento.
Lo que el autor nos dijo sobre el cuento:
El cuento tiene su origen en el descubriendo por parte del autor del Caribe colombiano, especialmente la ciudad de Cartagena de Indias. Con "La noche del Caimán" pretendía realizar un ejercicio puramente lúdico en primer lugar, y en segundo hacer un pequeño
homenaje a alguna de mis influencias literarias. Especialmente a autores que en mayor o menor grado están asociados con la tradición afroamericana: García
Márquez y Jorge Amado, y acaso con menor intensidad el Cabrera Infante de Tres tristes tigres.
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