No eran las muertes a su espalda lo que le quitaba el sueño (hacía tiempo que había perdido la cuenta), ni el temor a ser atrapado por los pocos policías honestos que quedaban en la ciudad, ni tan siquiera la amenaza implacable y cotidiana a ser tiroteado por alguna de las bandas rivales que habían puesto precio a su cabeza. La verdadera y única razón de su desasosiego tenía nombre propio: Elisardo Lapiedra. Una cruz que había empezado para Onofre Benavides el día que recibió una llamada telefónica del jefe máximo.
–Onofre, tengo un encargo para ti –escuchó al otro lado de la línea.
–Dígame, jefe, de qué se trata esta vez: ¿algún atraco?, ¿quiere que elimine a alguien?
Onofre empezó a intuir de nuevo la emoción del riesgo. Tras un trabajo fino y profesional (un asesinato por encargo, sin testigos, sin huellas, un crimen como los de antes), se había pasado una semana encerrado en un triste apartamento de los suburbios de la ciudad y empezaba a estar hastiado.
–No, no se trata de eso. Lo que te voy a encargar es algo muy diferente.
–Sí, dígame jefe.
–Te voy a enconmendar a mi hijo Elisardo, para que le hagas un hombre como es debido. Necesito que lo impliques en el “negocio” para que se de cuenta de que su vida fácil debe terminarse, que necesita ir asumiendo responsabilidades poco a poco. Debe saber lo duro que cuesta ganar el dinero que él tan alegremente dilapida.
Onofre conocía a Elisardo desde que era apenas un chiquillo, aunque llevaba muchos años sin verle. El rumor que había escuchado era que el joven, que tenía destinado a dirigir más tarde o más temprano las riendas del “negocio”, se había convertido en un hedonista irresponsable, amante del alcohol, las mujeres y los coches caros, y que despreciaba los valores de disciplina y austeridad que su padre había impuesto en la organización desde hacía años.
La primera reunión con Elisardo fue ciertamente desalentadora. Onofre le había citado en una discreta cafetería situada en un humilde distrito alejado del centro de la ciudad. Durante más de dos horas esperó al joven infructuosamente. Sólo cuando, aburrido de fumar cigarrillos y beber cafés, se disponía a abandonar el local, contempló atónito como Elisardo aparcaba junto a la acera de enfrente un llamativo descapotable rojo que emitía una música infernal. En el asiento del copiloto se hallaba un joven de similar edad que Elisardo y, en los asientos traseros, dos guapas y jovencísimas chicas reían. Onofre había deseado que el suelo se hundiera bajo sus pies, mientras quedaba inmóvil contemplando tras los cristales de la cafetería cómo Elisardo, que vestía ropa deportiva, cruzaba la calle y entraba en el local, haciendo un mohín de asco, y sólo sonreía levemente al encontrar la mirada a Onofre.
–Lo siento pero no he podido llegar antes.
Onofre tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para no dejar traslucir su gran enojo.
–No te preocupes. Deshazte de tus amigos y vámonos a hablar a otro lugar más tranquilo.
–Eso es lo que quería contarte. Hoy no tengo tiempo para hablar contigo... se me había olvidado que había quedado con estas dos pichoncitas para jugar al tenis en el club... no te preocupes, te llamo yo.
Antes de que pudiera reaccionar, observó incrédulo como el joven salía del local y se dirigía cruzando la calle hasta el descapotable, junto al que esperaba un policía con una libreta en la mano. Elisardo apenas tardó unos segundos en sacar unos billetes de su cartera y sin intercambiar palabra alguna con el policía se los entregó. Luego se montó en el descapotable, lo arrancó de modo agresivo y se perdió del ángulo de visión de un desmoralizado Onofre.
Durante las siguientes semanas apenas pudo hablar con Elisardo, aparte de unas breves conversaciones telefónicas. En otras dos ocasiones intentó reunirse con él, pero en ambos casos el joven no acudió al lugar de encuentro. Ante tales dificultades llamó por teléfono al jefe máximo:
–Se paciente, Onofre. El muchacho esta en una edad difícil. Tienes que ser imaginativo y sobre todo tener mucha psicología... –le ordenó este.
Onofre decidió cambiar de estrategia. Bajo el consentimiento del jefe máximo puso al Herniado, uno de sus hombres de confianza, como guardaespaldas de Elisardo. Así tendría información de la vida que llevaba el joven: los lugares que frecuentaba, sus amistades, sus vicios. Además confiaba que un tipo duro con el Herniado, cuyo expediente policial habría necesitado varios volúmenes, pudiera ir influyendo poco a poco a Elisardo.
–Espero que le des buenos consejos a Elisardo... Y no se te olvide que tienes que tener mucha psicología –le dijo al Herniado sin saber muy bien lo que significaban sus palabras.
De esta forma Onofre pudo tenerlo localizado la mayor parte del tiempo y más de una vez fue a verle de improviso y consiguió charlar con él. Poco a poco empezó a contarle los planes de la organización: le hablaba de futuros atracos, de los negocios turbios que regentaban, de los policías, políticos y funcionarios que tenían sueldo de la organización...Elisardo no parecía muy entusiasmado con lo que escuchaba y en cuanto podía se escabullía para seguir con su activa y ociosa vida.
En aquel tiempo su mayor éxito fue que portara una pistola. Si bien no fue la que le ofreció Onofre (una ordinariez en su mal gusto, según las propias palabras de Elisardo), sino una traída directamente de Miami, con la empuñadura en plata y unos pequeños diamantes a lo largo del cañón.
Sin embargo los progresos no duraron mucho y pocas semanas después empezó a tener de nuevo dificultades para encontrarse con Elisardo, debido a que la información que le pasaba el Herniado era cada vez más difusa, menos exacta. Alguna vez le pilló en alguna mentira, que quiso atribuir más a una confusión que a la mala fe de su subordinado. Pero sus sospechas tomaron otro cariz el día que se encontró con el Herniado en una reunión secreta con otros miembros de la organización. A todos los presentes les sorprendió el cambio de imagen del Herniado. Ahora vestía un elegante traje azul de diseño sobre una carísima camisa y llevaba puestos unos finos zapatos relucientes. Además había cambiado de peinado y por primera vez desde que lo conocían se había echado perfume. No parecía el mismo. Así que no pudo ser de otro modo que hubiera varios comentarios jocosos sobre su indumentaria en la reunión.
Convenciéndose que el Herniado era incapaz de influir en la conducta de Elisardo y temiendo la influencia contraria, se reunió con el Herniado y le ordenó que dejara de ser el guardaespaldas del Elisardo. Entonces supo que el jefe máximo había ordenado al Herniado que sólo aceptara el mando de su hijo. Antes de irse, el Herniado hizo una pregunta a Onofre que le dejó perplejo:
–Onofre, dime la verdad. ¿Tú crees que yo tengo estilo?
Por aquel tiempo Onofre Benavides empezó a notar que le constaba mucho conciliar el sueño y, en ocasiones, durante las largas noches de insomnio, sentía que su corazón se desbocaba. Había pasado más de seis meses de la llamada del jefe máximo y no había logrado prácticamente ningún avance. Sospechaba que otros miembros de la organización se mofaban de él a su espalda y se daba cuenta por pequeños detalles que su poder menguaba y que estaba empezando a perder crédito entre los suyos.
Una sutil advertencia del jefe máximo, debida a su falta de progresos con su hijo, disparó la ansiedad de Onofre. Percibió claramente que todos los años en que había sido un magnifico profesional no servían para mucho y que bastaba una sola palabra del jefe máximo para que él fuera silenciado para siempre. Fue entonces que decidió ser más osado, arriesgar al máximo: implicaría al joven Elisardo en un asalto a una oficina bancaria.
Días más tarde Onofre y dos de sus pistoleros se encontraban a las 10 de la mañana en un apartamento del barrio de las Delicias. Elisardo no había acudido a la cita, pese a que Onofre le había convocado una hora antes, previendo su tardanza. En la casa se respiraba un ambiente tenso, apenas disimulado con algún comentario que rompía un silencio expectante o con unos gestos gastados: el gordo Santos jugueteaba con su arma, el Rubio miraba por la ventana la lluviosa mañana y Onofre se paseaba una y otra vez por el breve ámbito del apartamento.
La tensión subía por momentos, hasta que poco después de las diez y media de la mañana notaron cómo alguien golpeaba la puerta del apartamento con la señal convenida. Al dejar entrar a Elisardo y al Herniado, pudieron ver las caras de cansancio de ambos.
–Perdonad, se me hizo tarde –dijo Elisardo a modo de disculpa.
Reunidos los cinco alrededor de una mesa, Onofre Benavides intentó explicar el papel de cada uno de los presentes en el atraco. El plan estaba muy pensado, nada debía fallar si cada uno hacía su tarea: Onofre, el gordo Santos y el Rubio entrando violentamente en la oficina y Elisardo y el Herniado cubriendo la retirada.
–¿Es que acaso yo no voy a entrar en la oficina? – interrumpió Elisardo con acritud, sujetando con una mano su pistola con diamantes incrustados, que se hallaba sobre la mesa.
–No –replicó Onofre contundente–, tú te quedas con el Herniado en el coche, esperándonos y vigilando por si viene la policía.
–¿Pero quién te crees que eres tú para darme ordenes?
En ese momento hubiera deseado tener el valor de descargarle con un puñetazo toda la tensión acumulada durante los últimos meses, pero Onofre se limitó a mirarle con furia contenida, y decidió revisar de nuevo todo el plan para aliviar el nerviosismo que se respiraba en la sala.
Una hora más tarde tres hombres entraban con pasamontañas, pistola en mano, en la oficina bancaria del número 24 de la calle Cardenal Contreras. Los pocos clientes que a esa hora se encontraban allí, y los trabajadores del banco levantaron las manos sin el menor signo de resistencia. El guardia de seguridad no tuvo tiempo de reaccionar y encañonado fue conminado a dejar su arma en el suelo. Fue en ese momento cuando apareció Elisardo sorpresivamente tras la puerta, poseso, gritando que nadie se moviera. Confundido por los gritos imprevistos de su compañero, el gordo Santos, abrió fuego contra el guardia de seguridad. Este quedó malherido en el suelo, aullando de dolor. Los rehenes comenzaron a gritar y uno de ellos, preso del pánico, realizó un brusco movimiento intentando refugiarse en una de las salas, pero Elisardo le alcanzó a disparar por la espalda antes de que pudiera esconderse.
En ese estado de confusión, de terrible nerviosismo, Onofre fulminó con la mirada a Elisardo, que estaba plantado junto a la puerta, con el arma en alto, y dio la orden de huir de allí cuanto antes. Los cuatro corrieron, entonces, hasta la puerta, donde el Herniado les esperaba con el motor del coche encendido. En el trayecto, camino a la guarida, sólo hubo gritos y acusaciones entre Onofre y Elisardo.
Cuando llegaron al apartamento Onofre dijo al gordo Santos y al Rubio que se perdieran una temporada. Luego hizo un gesto al Herniado para que lo dejara sólo con Elisardo. Éste miró a Elisardo buscando su aprobación y luego se metió en la cocina.
–No te aguanto más –le dijo Onofre a Elisardo, mientras sacaba el arma y apuntaba al joven.
–No te atrevas a apuntarme o lo pagarás muy caro.
–Tú más.
Onofre sabía que, si apretaba el gatillo, su vida no valdría nada, que le perseguirían hasta el final de sus días, que cada mañana que se despertara tendría la certeza de que la muerte le andaba buscando, que llevaría una vida perra y vagabunda. Por unos segundos meditó la trascendencia de lo que iba a hacer y teniendo la certeza que no tenía otro camino que apretar el gatillo, disparó tres veces sobre el cuerpo del joven, que se desplomó cayendo aparatosamente contra la mesa.
Momentos después surgió Herniado tras la puerta y se encontró a Elisardo desangrándose en el suelo.
–¡Estos jóvenes de hoy en día no tienen remedio! –dijo con desgana.
–Definitivamente, no –contestó melancólico Onofre, sabiendo que aquella era la última vez que hablaría con el Herniado y que, si alguna vez se volvían a cruzar, alguno de los dos terminaría probablemente con una bala en la frente.
Jesus Pérez Cristóbal, España © 2008
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