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El candidato

Después de no verlo por casi quince años, ahora Aicardo Umaña se ha convertido en candidato a la presidencia de la república. Su ascenso hasta la candidatura lo inició con campañas para pavimentar calles de barrios periféricos de la capital y para repartir juguetes en diciembre. Fue diputado, más tarde senador, y en algunas reuniones internacionales presentó ponencias para que el país pudiera salir del subdesarrollo. Ahora, por la televisión promete, cito: eliminar el déficit en nuestra balanza de pagos y de paso rescatar al país de las pezuñas de apátridas noches infaustas, fin de cita.

Recuerdo que él tenía vena de candidato para todo, de líder. En el colegio ayudó a organizar el voluntariado infantil de la Cruz Roja y el cuerpo de los Boy Scouts. En cada izada de la bandera a cargo de nuestro curso era el animador, el orador y el declamador de turno. Aicardo es abogado y en Francia estudió política internacional. Luego que el doctor Severo Umaña dejó la embajada, le costeó a Aicardo, su hijo, un viaje de seis años por todos los países de Europa. ¡Cómo hubiera sido de bueno encontrármelo en Roma! Hubiéramos bebido vino entre las ruinas del Foro y después él hubiera dicho un discurso lleno de floripondios junto a algo que tocó César Augusto, mientras dos gatos y yo lo escuchábamos. Bueno, por lo menos nos habría sobrado risa.

Durante estos dos últimos años he seguido paso a paso su carrera de candidato presidencial, pero me he tomado el cuidado de no presentármele, de no dejarme ver de él. Lo he visto por la televisión haciendo su campaña. Con esa sonrisa de foto de cumpleaños instalada en su cara robusta, dice: yo soy tal, yo haré ésto, yo prometo, yo haré lo otro, hasta yo podría, seré yo quien, si yo hubiera sido escuchado, yo dije. Y empuja con vigor el índice derecho contra su pecho cuando dice el yo.

He concluido que su manera de señalarse a sí mismo cuando pronuncia el yo es un movimiento que ha requerido mucho ensayo. Me lo imagino todas las mañanas ante el espejo, en práctica de su única gimnasia digital. Antes que diga el yo, su mano derecha ya está empuñada y el índice dispuesto a disparársele. Llega el yo y es como el instante cero para los cohetes espaciales en Houston: el índice de Aicardo va directo al esternón. De acuerdo con la cantidad de yoes que diga en su intervención, su mano derecha permanecerá empuñada o no todo el tiempo. Una ocasión, en un discurso de noventa minutos para inaugurar una exposición internacional de cañas para saxofones altos le conté ochenta y siete yoes. Creo que ese día su mano terminó entumecida.

Cuando lo entrevistan por la radio no puedo mirarle su mano derecha con el índice tieso, pero alcanzo a escuchar el ruido seco y afelpado de la punta digital sobre la corbata, a la altura del esternón. En las plazas públicas, que es donde estoy más cerca de él, su mano permanece por horas a la intemperie de la tarde y de mis ojos. No hago más que mirarla y contar los yoes que él dice. A veces mi conteo adquiere el ritmo del corazón del atleta que está a punto de culminar alguna prueba de fondo, y debo contar a pares con el fin de no quedarme atrás. Por el temor a que él de pronto perciba mi mirada y entonces responda mirándome, siempre me escondo detrás de un árbol o me hago en el marco de una puerta. A decir verdad, le temo más a los ojos de Rosita, su esposa. Mientras él habla, ella está a su lado con un ramo de flores. Sonríe, estira el cuello y gira la cabeza como un periscopio. En casa le dirá a Aicardo que allá estaba Fulanito de Tal o Sutanito de Cual. Además, como no es mucha la gente que asiste a las plazas, cada vez debo mantenerme más escondido.

La campaña electoral está por terminarse y Aicardo ha llegado a la completa punta de su publicidad. A diario la prensa lo muestra en grandes fotos y posando de mil maneras, menos su índice y su boca. Ese dedo está siempre fusilándole el pecho, y la boca abierta como una O mayúscula, subrayando la vocal del consabido yo.

En las fotos está de smoking en un lujoso salón y brinda con champaña, de sport y casco amarillo carga un niño y mira una obra que construyen, de saco y corbata en una conferencia o en una mesa redonda, todo de blanco en un campo de golf, en traje de baño en la piscina de su casa. Precisamente en la última foto que le vi estaba asomado al borde de su piscina. Acababa de terminar la braceada, el cabello chorreaba mucha agua. Tenía la boca abierta, como haciendo un gesto de vencedor. Los brazos en palanca para levantar el cuerpo, la pierna izquierda ya sobre el borde. El índice derecho estaba recto y dirigido hacia arriba, en actitud bélica. ¡Cómo me reí de ese dedo! Me reí hasta cuando miré su pecho. Recordé que siendo jóvenes, los dos fuimos muchas veces a balnearios, y que jamás le vi un lunar grande en el pecho. Seguí mirándole el pecho, observándolo con mucho detalle. Vi una mancha redonda, oscura, un bajo relieve sobre el esternón. Esa mancha era nada menos que un hueco profundo en la piel que a lo mejor le llegaba hasta la espalda.

José Cardona-López, Colombia, Estados Unidos © 2000

j.cardona72@yahoo.com

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