Entonces permaneció inmóvil, hundido en el asiento como si fuera una barrera protectora, paseando los ojos en torno, tímidamente y con temor, a la búsqueda de algún signo de alarma o reconvención en los demás; pero, al parecer, no habían reparado en eso, pues todos se encontraban cómodamente arrellanados en sus butacas, la mirada clavada en el escenario, los rostros imperturbables, denotando una profunda concentración en cada nota del concierto.
El alivio no se prolongó demasiado. Cuando de nuevo se vio sacudido por una furiosa catarata, percibió detrás de él una voz malhumorada ordenándole silencio. Se limitó a realizar un gesto con la mano en señal de disculpa y luego, en una denodada lucha contra el tiempo, comprendió que debía hacer algo antes de que sobreviniera el próximo ataque de tos. Ya no era suficiente el pañuelo, ni esperar la ayuda del impetuoso tronar de la orquesta. Sin duda lo mejor era retirarse de la sala; pero el hecho de levantarse, cruzar entre las numerosas piernas extendidas, convertirse en una figura que obstaculizara la visión del escenario, lo hizo desistir de inmediato. La certeza de hallarse apresado en el asiento resultaba una experiencia inédita, que de pronto lo sumió en un estado de intranquilidad, angustia y hasta miedo; por eso, poco a poco, fue perdiendo toda atención en el desarrollo del concierto y solamente quedó pendiente de la ineludible invasión de la tos.
Y cuando por fin ocurrió, como único acto de defensa, se inclinó hacia adelante mordiendo el pañuelo. Permaneció así, el rostro apoyado en las rodillas, procurando atenuar cualquier sonido, hasta que la convulsión de su pecho fue desplazada por una dosis de malestar y agotamiento.
-Señor, sírvase uno.
Levantó la cabeza, algo sorprendido por el ruido del papel rasgado con cierta violencia y la voz de la mujer, suave y cordial. Observó el rostro sonriente, la mano tendida, el tentador paquete de caramelos.
-Tiene la garganta muy seca. Un caramelo lo aliviará. Pruebe.
-Vamos, amigo -intervino el hombre que estaba sentado a su lado-. La señorita tiene razón. No puede seguir así toda la noche.
-Está bien -debió admitir que podía ser una buena solución; con cuidado, tratando de evitar el estridente roce del papel, tomó un caramelo-. Gracias.
-¿Me permite, señorita? -exclamó un joven sentado en la butaca de atrás, interponiéndose entre la mujer y él-. Yo también siento una molestia en la garganta. El cigarrillo, sabe.
-Por supuesto. Sírvase. Y usted,¿gusta uno?
Amablemente dispuesta, ella se dio vuelta y ofreció el paquete de caramelos a las otras personas, que enseguida se mostraron ávidas y jubilosas, como si hubieran descubierto la fuente de una nueva y fascinante diversión.
-Oh, es usted muy atenta.
-¡Qué suerte! Yo me olvidé de comprar.
-De chocolate, como me gustan a mí. Gracias, señorita.
No pudo comprender, creyó debatirse en un sueño absurdo y tumultuoso. De repente, el inusitado esfuerzo que había realizado durante largos minutos para ahogar la tos, se tornaba completamente estéril, sin ningún sentido ante la algarabía que fue creciendo más y más. Ya nadie pareció preocuparse por guardar silencio. Como en una especie de contagio colectivo, los accesos de tos, sin disimulo, surgieron en diversos puntos. Numerosos paquetes de caramelos se abrieron con impaciencia; el rumor de las voces, chillonas y confusas, empezó a cubrir el ámbito. Sintió el deseo de protestar, de exigir una cuota de mesura y decoro.
Pero, al dirigir la mirada hacia el escenario, supo que ya era tarde e inútil. La orquesta había dejado de tocar. Los músicos, inmóviles, sostenían los instrumentos en una postura ausente. Le costó aceptar que hubiera concluído el concierto y atribuyó semejante actitud a una muestra de fastidio y reprobación. No obstante, todo adquirió un carácter fantásticamente increíble al observar que el director se hallaba de frente a la platea, con un aire algo desafiante, como si quisiera ejercer un dominio absoluto.
Porque fijamente erguido, el rostro grave y absorto, la mano derecha esgrimiendo la batuta con asombrosa habilidad, trató de imponer el ritmo adecuado al concierto de toses, papeles destrozados y charla bulliciosa que colmaba poderosamente la sala.
Ángel Balzarino, Argentina © 1998
balzarin@santafe.com.ar
http://www.geocities.com/Athens/Parthenon/5222
Ángel Balzarino nació en 1943 en Villa Trinidad (Provincia de Santa Fe- República Argentina). Desde 1956 reside en Rafaela (Santa Fe). Ha publicado los siguientes libros de cuentos y novelas: "El hombre que tenía miedo" (1974), "Albertina lo llama, señor Proust " (1979), "La visita del general" (1981), "Cenizas del roble" (1985), "Las otras manos" (1987), "Horizontes en el viento" (1989), "La casa y el exilio" (1994), "Hombres y hazañas" (1996) y "Territorio de sombras y esplendor" (1997). Varios de sus trabajos figuran en ediciones colectivas, entre otras "De orilla a orilla" (1972), "Cuentistas provinciales" (1977), "40 cuentos breves argentinos - Siglo XX" (1977), "Antología literaria regional santafesina" (1983), "39 cuentos argentinos de vanguardia" (1985), "Nosotros contamos cuentos" (1987), "Santa Fe en la literatura" (1989), "Vº Centenario del Descubrimiento de América" (1992), "Antología cultural del litoral argentino" (1995). Su cuento "Rosa" ha sido incluido en "Cuéntame: lecturas interactivas" (1990) e integra "Avanzando: gramática española y lectura" (1994), obras editadas en los Estados Unidos. Ha obtenido numerosas distinciones por su actividad literaria dedicada especialmente al cuento. Es presidente de E.R.A. (Escritores Rafaelinos Agrupados).
Comentarios del autor sobre el cuento:
El título del cuento lo he tomado de una obra de Ludwig van Beethoven, uno de los compositores que más me gustan y admiro: "Concierto para violín y orquesta Op. 61". Representa, de alguna manera, un humilde y modesto homenaje. Para escribirlo he seguido el proceso ya habitual en cada una de mis creaciones: primero, llevo a cabo una elaboración mental a partir de una imagen, un personaje o algún hecho, luego hago una síntesis de los puntos más destacados de la obra, y por último efectúo el desarrollo del cuento o la novela. Concluída la primera versión, la dejo "descansar" algún tiempo -un par de meses, habitualmente- y luego me dedico a corregirla. Este proceso suele ser bastante lento y prolongado, pues me preocupa muchísmo lograr la mayor perfección formal posible. Por fin, cuando alcanzo un mínimo de conformidad con lo realizado, considero que ya puede darse a conocer a los lectores.
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