Por un día no pasa nada, me dije, y decidí cruzar la plaza arriesgándome a que me incomodaran. Desde lejos observé, extrañado, que todos estaban como arremolinados en círculo. Al acercarme, comprobé que estaban rodeando a un hombre semidesnudo y sucio que estaba subido en un contenedor de basura hablándole a los congregados. “Es mejor una vida corta y libre, que una larga; si es la esclavitud el precio que hay que pagar”, es lo único que llegué a entender en el momento de pasar al lado de la congregación. No paré. Seguí caminando. Mi cuerpo fue el que siguió caminando, porque mi mente se quedó ahí, con ese individuo de aspecto asquerosamente desaliñado, desafiando al frio a cuerpo descubierto.
Todo el día estuve desconcentrado. Hasta el técnico de sonido de mi programa lo notó y me preguntó al final. Le respondí con una pregunta: “¿Tú crees que yo soy feliz?”. Y con un “Ay, maestro, qué cosas tiene”, esquivó la respuesta. Pero no hay que ser muy listo para entender. Al día siguiente, decidí bajar más temprano y escuchar al personaje un poco más. Pero no estaba. Me decepcioné. Cuando me vi pidiéndole al productor de la emisora que lo localizara, me di cuenta de que me había calado más de lo que creía. Advierto que sentí miedo.
Pasé un tiempo intentando verle. Quizás sea que se ponga a otras horas, pensé. En mi día libre decidí sentarme delante del contenedor y esperar. Allí, reposado, empecé a hacer una evaluación exhaustiva sobre en lo que se había convertido mi vida. Solo, sin alicientes; con un trabajo en el que se me consideraba uno de los mejores, pero que no me hacía feliz; una rutina que me devoraba y nada en el futuro que me hiciera tener ilusiones. Cuanto más pensaba, más me apesadumbraba.
Estaba empezando a sentirme verdaderamente mal cuando, primero su olor y luego su voz, me sacaron de mi ensimismamiento. El indigente pidió permiso para sentarse con educación, aunque no esperó a que se lo diera para hacerlo. “Quiero entrevistarle en la radio”, le solté sin pensarlo. Me dijo que no. Así, sin más. Le pregunté que quién era. Le ofrecí comprarle ropa, pero me contestó que desnudo se sentía más libre y sin etiquetas. La conversación duró dos horas. Ese es el tiempo que tardó en convencerme para que me subiera al contenedor de basura y les contara a los transeúntes todo lo que le había contado a él, ahí, sentados. Lo hice. Cuando fui capaz de confesarle a la gente lo que sentía, experimenté la sensación de ser el hombre más poderoso del mundo.
Al día siguiente, empecé mi programa de radio sincerándome con la audiencia sobre una noticia recién llegada por el fax. Prisión para los entrenadores de fútbol que intentan, deshonestamente, intimar con sus jugadoras. Me juzgué extraño. Siempre me había limitado a leer las noticias en un tono neutro que contuviera mi indignación o alegría, dependiendo del caso; pero ese día noté que me cambió hasta la voz. De camino para mi casa, descubrí que me caminaba más liviano y mi sorpresa fue mayor al verme cruzar por la plaza con total naturalidad.
Tras una ducha y relajarme, me evalué a mí mismo. Intentaba entenderme, cuando sonó el teléfono. Era el productor del programa para comunicarme que la audiencia había subido ligeramente, pero que debería reconsiderar mi negativa a recibir llamadas en directo. Había habido tantas, que era una pena desperdiciar ese potencial. Le dije que lo meditaría, a lo que me respondió un contundente:
“Pero, por favor, hazlo”.
No quise decidirme hasta hablar con el indigente. Tres días me costó verlo por la plaza. Me recordó y vino sonriente a saludarme. Le relaté, paso por paso, todo lo acontecido desde nuestra última “reunión” en ese mismo banco. Me escuchaba como si supiera que eso iba a pasar. Le reiteré la propuesta de entrevistarlo en mi programa y volvió a declinar la invitación. Le propuse un trato. Si él accedía a venir a mi programa, yo daría mi aprobación a mi productor ante su pretensión de recibir llamadas en directo. ¿A cuánta gente podríamos ayudar, que necesitara alguien que la escuchara? Con una sonrisa del que se sabe acorralado, alargó su mano para que la estrechara. Lo hice, con remilgo por su suciedad, pero había que sellar el compromiso indudablemente.
Y aquí lo tienen hoy, bañadito y repeinado que casi no llegué a reconocerlo. Y permítanme decirles que estoy emocionado de que haya cumplido su parte. Ahora, yo, cumpliré la mía y le voy a confesar en vivo y en directo lo que ha hecho por mí. Creo que todos deberíamos tener algunas personas que tengan la capacidad de escucharnos sin juzgarnos.
Luis Alberto Serrano, España © 2022
produccion@luisalbertoserrano.com
Luis Alberto Serrano es titulado en Realización de Audiovisuales y Espectáculos. De su faceta artística ha cosechado premios y éxitos tanto con sus cortometrajes, como en los musicales y obras escénicas que ha dirigido, y que han llenado teatros en tres continentes.
Ahora, afronta el nuevo reto de la escritura con su primera novela Las tres reinas, basada en la historia de las tres esposas de los Reyes Magos (www.lastresreinas.es), y dando conferencias de su proyecto de Relatos Cortos FOTO+RELATO (www.fotomasrelato.com), al que fotógrafos de todos los confines del mundo han enviado sus fotos para que las convierta en historias y/o reflexiones.
Fiel al estilo que ha seguido en todas las disciplinas en las que ha dejado su sello: contar la realidad más cercana y, sin moralizar, dejar que el público la asuma y saque sus conclusiones.
Destaca su trayectoria como articulista con su blog “Desde mi propia luna” (luisalbertoserrano.wordpress.com), siendo publicado en medios de comunicación de varios países.
Pueden seguirle en twitter y en instagram: @luisalserrano @mipropialuna
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