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Descensor

Me asomé al balcón, desde lo alto del ventoso ático se contemplaba toda la ciudad. Un horizonte gris que recortaba el cielo anaranjado con pequeños cubos y prismas se iba tiñendo en la sangre del amanecer. Las 37 alturas amortiguaban el ruido y camuflaban la polución en espejismos plateados y ondulantes; entre ellos, cochecitos de juguete y personas diminutas se agolpaban a pie de los semáforos. Allí, en lo alto de la torre, me refugiaba de un mundo ruidoso y loco en mi pequeño trocito de faro, aunque en la ciudad el mar nunca tuvo agua. A veces uno debía bajar a ese mundo ruidoso y loco, lejos de la calidez del faro. Como ayuda tenía una pequeña luz simbólica, un elemento que me ayudaba a abstraerme de la urbe, mi bolígrafo de la suerte.

Mi bolígrafo no era un bolígrafo cualquiera, era especial. De plástico rojo y negro, lucía grueso y cilíndrico, con ocho colores distintos para escribir. Para cambiar de un color a otro bastaba con accionar una pestaña diferente. El turquesa, mi favorito, siempre se agotaba, simplemente cambiaba su cartucho y seguía escribiendo. Con mi bolígrafo escribía en cualquier parte: en un bloc, en un periódico, en la mano, incluso una vez que tuve la necesidad de escribir y lo hice en mi camisa blanca. Escribir me abstraía, así podía enfrentarme a las vilezas del bullicio de la ciudad, pero sobre todo al descensor, ese mal necesario de los rascacielos.

Saqué mi pequeña linterna con pilas de tinta para ilustrar estas últimas reflexiones en la servilleta del desayuno. En una servilleta la tinta no coge muy bien, así que me apoyé en la cornisa, con tal desdicha que, mientras escribía la palabra “faro”, mi amuleto de la suerte resbaló desde mis dedos al vacío. Con horror contemplé su caída y, aunque fue difícil, creí ver que golpeaba en un toldo y después rebotaba en otro hasta que lo perdí de vista. ¿Habría sobrevivido o estallado en cien pedazos? Solo había una manera de saberlo, bajar rápido a la calle.

Cogí las llaves y corrí hacia el pasillo. Tres descensores y dos escaleras para elegir; frente a las escaleras una señal amarilla de plástico con una sombra de un señor resbalándose, “Recién encerado”. Mi condición física no es de las mejores y, dada la urgencia de mi contexto, tuve que elegir uno de los descensores. En el panel electrónico pulse las dos flechitas, la que sube y la que baja. Nunca he sabido cuál de las dos hay que pulsar. El descensor del medio estaba a punto de llegar. Otras personas lo llaman ascensor, ¿no se dan cuenta de que también bajan? Mi problema siempre ha sido la bajada, no la subida. Cuando uno sube se siente animado, evolucionar y crecer son conceptos positivos y alegres... pero bajar... bajar es denigrarse, caer lentamente, sumirse en el olvido y la tristeza. Y no es que tuviera miedo de los descensores, porque lo que sentí siempre es aversión, odio, y eso es más poderoso que el miedo.

¡Pin–pún! Dos hojas de acero se abrieron ante mí, mostrándome un espacio cúbico iluminado y vacío. Dudé. No tenía mi bolígrafo para ayudarme en el trayecto, pero era por el que debía de hacerlo. La puerta comenzó a cerrarse asustándome y entonces entré de un salto. Contemplé el cuadro de botones: Había varios números, unos pocos en negativo, algunas letras y un botón con el símbolo de exclamación. Tras pensarlo brevemente pulse el botón redondo de la B. Con un temblor mecánico el aparato emprendió en descenso. Me di cuenta de algo que había pasado inadvertido para mi hasta ese momento, obviamente fue así porque esta vez no iba escribiendo. Del piso 1 al 37 solo había 36 botones: Faltaba la planta 13, quizá por superstición, pero... ¿Nadie se dio cuenta que lo que no se ve produce más temor en los corazones? Las historias de terror siempre me han dado más miedo con lo que no hay que con lo que hay.

Un sonido distorsionado me puso nervioso, más aun, inundando la sala con notas agudas de violines que gemían como aullidos de gatos empapados. Lo que los demás llaman “música de ascensor” no es otra cosa que un estandarte del mal gusto social. Comencé a sudar. ¿Cuánto aire habría en esa estancia reducida? El cartel decía carga máxima 16 personas; estaba solo, así que debía de haber suficiente para alguien que hiperventilara como yo. No obstante, y solo por si acaso, me apoyé contra una esquina agarrándome de las dos barandillas de las paredes en una posición reposada e intenté calmarme para ahorrar aire.

¡Pin–pún! Había resultado un trayecto tediosamente largo, por lo menos estimaba media hora, pero ese sonido anunciaba libertad... ¡No! ¡Oh dios! ¡No puede ser! Miré a la parte superior de las puertas que comenzaban a abrirse y se iluminaba el 35. Me agarré más fuerte aun a las barandillas y entraron unos tipos de traje. En el edificio las plantas de la 35 a la 20 eran oficinas, por encima estaban las plantas de áticos y por debajo más viviendas. Los trajeados ni siquiera me saludaron, iban hablando de sus chismes económicos.
–Esa empresa ha descendido dos puntos en bolsa –dijo el del pelo blanco–. Es nuestra oportunidad.
–Tiene razón –respondió el que probablemente era su asistente–. El secreto es comprar a la baja justo antes de que pare de descender su valor.
–Es una maniobra arriesgada pero interesante. Ahora sus acciones están a 13€ –añadió el mayor de los dos.
–Si caen demasiado siempre podemos liquidar la empresa. No nos hundiremos en un hoyo del que no podamos salir.

Siguieron hablando de bajadas, caídas, hundimientos, brokers y otros términos catastróficos y de bajeza, mientras yo sufría atrás en silencio, en la esquina del descensor. Ellos, ajenos y ruines, no hacían más que robar mi aire.

¡Pin–pún! Planta 30, los dos tipos de negro salieron del descensor. Aunque quedaban aún muchas alturas por recorrer la idea de que entrara aire nuevo y fresco me ayudó un poco. En el panel se iluminó la planta 29. ¡No sabía cuánto más podría soportar sin desfallecer!

¡Pin–pún! Planta 29. Entró una señora con carpeta roja, gafas y traje ejecutivo. Ella presionó sobre el botón 22. Ni siquiera me miró y no se dio la vuelta en ningún momento.
–Pues se ha quedado buen tiempo, ¿verdad? –preguntó ella.
–¿Cómo dice? –dije.
–Que no llueve, ya sabe, buen tiempo.
–¿Y por qué ha de llover? –pregunté mientras me secaba el sudor con la manga de mi camisa. –Bueno, lo dijeron en la tele.
– –No tengo televisión –respondí a pesar de la banalidad más absoluta de la –conversación.
–Ah vaya... qué raro.
–Yo miro al cielo. Ayer no había ni una sola nube, ni esta noche tampoco.
–Ya es viernes –dijo ella cambiando de tema.
–Lo sé, no hace falta tener televisión para saberlo.

En principio no había sido mi intención molestarla, pero la obvia mujer no volvió a dirigirme la palabra. Al margen de eso me temblaban las piernas, debía de estar pálido y me dolían las manos de tanto apretar las barras. No entendía qué hechizo o trampa utilizaban los pasajeros de los montacargas de personas para no enloquecer sin hacer nada, todos excepto yo viajaban despreocupados de una posible parada inminente, un cable metálico que se destrenzara o un apagón.

¡Pin–pún! Planta 22. La de la carpeta roja se marchó sin despedirse y las puertas volvieron a cerrarse. Los maullidos de gatos del hilo musical se habían calmado para dar paso a trompetillas desfasadas y estridentes. Para mí, en ese momento, aquella supuesta música reflejaba el más alto antónimo del confort acústico. Miré desesperado a los números, 21... En el bolsillo llevaba una libreta, la saqué. Aun no la había estrenado, estaba en blanco. 20... Escribiendo en el aire intenté recordar el tacto de mi bolígrafo pero fue en vano; volví a secarme el sudor de la frente en el puño de mi camisa ya empapada, 19... El número 16 se iluminó indicando que volveríamos a detenernos. Mi estancia allí se alargaba más de lo previsto. ¿Nunca llegaría a la planta baja? Si lo hacía, si llegaba, ojala fuera de una pieza y cuerdo. 18... Mis piernas no pudieron soportarlo más y cedieron, caí al suelo. Me recogí contra la esquina adoptando posición fetal, intentando huir del mundo ruidoso y loco. Un mundo tan loco en el cual la gente iba y venía en descensores sin inmutarse, sin importar caer una y otra vez con tal de poder volver a ascender, ignorantes de que la energía más pura siempre acaba por degradarse...

¡Pin–pún! Planta 16... supuse. Permanecí con la cara apoyada en los muslos para no ver nada. Tres pasos ligeros y solitarios se detuvieron próximos a mí. Las trompetillas desfasadas se emocionaron en una carrera galopante. La puerta se cerró.
–¿Está usted bien? –preguntó una voz femenina y preocupada–. Está temblando.
–Yo... Este descensor... La dichosa música...–balbuceé mientras mantenía mi posición fetal.
–¿Quiere que paremos? Puedo dar el botón de parada y saldremos para que tomé el aire.
–No, no. Tengo que llegar a la calle. Se me cayó algo importante. He de buscarlo. Es importante para mí.

Los violines gatunos volvieron a la carga para unirse con las ruidosas trompetillas en melodía infernal, pero se detuvieron de golpe.
–¡La música! –dije–. Ha parado.
–Si, veía que me molestaba –respondió ella–. Yo también la odio. Aquí hay un botón, ¿ve? Sirve para desactivarla unos minutos.

Levanté el rostro. Calzaba unos tacones bajos turquesas y brillantes, falda media negra lisa y una camisa roja muy amplia. Su pelo negro sedoso caía ondulado y caprichoso hasta el final de su espalda. En su conjunto vi a una joven de espaldas que señalaba con gracia uno de los botones con letras.
–Gracias –dije–. Es un verdadero alivio. Tiene usted buen gusto. El turquesa es un color verdaderamente fantástico –añadí.
–¿De verdad? –rio brevemente–. ¿Está ya mejor? Le puedo ayudar a levantarse.
–Yo, em... –ella se agachó para verme mejor.

Una tez blanquecina, pero sana, se enfrentó ante mí. Era joven y hermosa, ese fue el momento en que su mirada me atrapó en un torbellino. Sus ojos, profundamente azules, eran el fin del mundo donde dos mares restallaban espumosas olas blancas.
–Venga –la chica de los tacones turquesas me tendió una mano y sonrió–. Vamos arriba.
–Está bien, vamos –me incorporé con su ayuda–. Muchas gracias, señorita.
–¿Cómo lo sabe? –preguntó–. Es igual, dígame qué es eso que estaba buscando.

Su azul infinito rugía silencioso e implacable. Sus diminutos mares eran tan poderosos como para llegar a hacer por si solos todo un océano.
–Buscaba mi bolígrafo –contesté–. Se precipitó al vacío.
–Oh, vaya, qué mal –lamentó con sinceridad–. Espero que lo encuentre.
–Es usted muy amable, no como la gente de este edificio.
–Debe de ser usted adivino por lo visto. No soy de este edificio, ni siquiera de esta ciudad.
–Por eso es que usted, señorita, es distinta.
–¿Distinta? –preguntó curiosa y divertida–. ¿Distinta a qué?
–A todo lo demás.

¡Pin–pún! Planta baja. Las ultimas diecinueve, sin la trece, plantas habían pasado tan rápido como el más breve de los suspiros, por esa vez habría deseado que hubiera más plantas en aquel descensor. Las puertas se abrieron, ella salió primero y la seguí por el portal camino a la calle.
–¿Volverá más a este edificio? –pregunté con preocupación.
–Vine por una visita puntual. No creo que vuelva nunca.
–Me apena saberlo –quise decir algo más pero un nudo en la garganta trabó mis palabras.
–Ha sido bueno y divertido conocerle, tengo que irme ya a la estación –dijo mientras abría la puerta de la calle–. Espero que este usted bien, y que encuentre su bolígrafo.

Me miró una vez más con sus ojos azules en los que grupos de olas querían arrastrarme y llevarme a la deriva, se despidió con la mano, se dio la vuelta y se marchó apretando el paso. Mire al otro lado donde las tiendas ya abiertas tendían una colección de toldos desplegados; quizá en alguno de ellos estaría mi bolígrafo de la suerte... pero, en cambio, en el lado opuesto una señorita de zapatos turquesa se empequeñecía entre el bullicio de una ciudad loca y ruidosa a la que no pertenecía. Era hora de dar un nuevo paso.

Carlos Rubén Cossío Martín, España © 2021

crubencossio@gmail.com

Ilustración de Manuel Giron, 2015 © ProLitteris

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