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Partir antes de tiempo

–¿Este es el tren que viaja al oeste? –le pregunto al revisor casi a voces para sobreponerme al ruido de la multitud. –Señorita…este tren viaja hacia donde se pone el Sol…–alcanza a contestar él con voz grave, el abordaje de una pareja extraviada de ancianos le interrumpe.

Abrazada a mi bolso entro al vagón 339 y busco a Carlos. Cuando estoy segura de que no está en ese vagón se cierran las puertas. “¡No!”, digo para mí misma.

El tren se pone en marcha y busco desesperada mi billete en el bolso. Tren al oeste, vagón 336, hora 14:00. Mi reloj marca las 13:55. Avanzo nerviosa hacia el revisor.

–Señor, ¿se puede detener el tren?
–¿Cuál es el problema? –pregunta arqueando sus pobladas cejas debajo de su visera; sus comisuras se arrugan en una colección de pliegues al sonreírme.
–Este no es mi tren. Yo venía… tenía que coincidir con mi marido…
–Déjeme revisar su billete –se lo entrego y él lo lee con detenimiento.
–¿Este tren tiene alguna parada común con el 339? –pregunto impaciente.
–Señorita, no se preocupe. Su marido acabará reuniéndose con usted. Se lo garantizo.
–¿Cuándo? ¿Dónde? –pregunto confusa–. ¿Podemos detener el tren?
–En la última parada. Y lo lamento, este vagón ya ha partido. No podemos detener un tren lleno de pasajeros solo porque una persona se haya confundido de andén.
–¿Qué voy a hacer, Dios mío?
–Señorita, no es necesario que blasfeme. Hay un asiento libre, acompáñeme por favor –me pide con su tono de oboe–. No se preocupe por el billete, invita la casa.

El revisor me guía hasta uno de esos grupos de cuatro asientos enfrentados dos a dos. Me siento en el asiento libre y pongo mi bolso debajo; odio ir sentada mirando hacia atrás. Frente a mi están los dos ancianos que abordaron antes al revisor interrumpiéndonos y a mi lado dormita un muchacho muy pálido, muy delgado y aparentemente enfermo. Observo a los ancianos. Él, bajo su sombrero gris, pierde la vista en el paisaje arbolado que corre por la ventana. Ella, vestida entera de negro, sostiene un velo apretado entre las manos. Me ve obsérvala, su mirada triste se pasea por la mía lanzándome una aguja directa a las entrañas. Aparto la vista. En el extremo superior del vagón hay un cartel luminoso con letras corredizas. Anuncia 23ºC, una velocidad de 130 km/h y las 14:01. Saco mi teléfono móvil y llamo a Carlos. Alguien descuelga.
–Amor. ¿Dónde estás? –pregunto al teléfono; la única respuesta es un ruido estático y molesto. Miro mi teléfono, solo tengo una línea en la barra de cobertura de señal–. Carlos, ¿me oyes? –insisto, pero un pitido molesto de fin de llamada es la única respuesta.

Tendré que esperar. Empiezo a sentir calor, el muchacho que tengo al lado gime, está sudando. En el cartel eléctrico marca 27ºC, una velocidad de 150 km/h y las 14:03. El revisor avanza picando los billetes y llega a nuestros asientos.
–Disculpe, señor –le digo–, este joven parece que no se encuentra bien. –No se preocupe señorita, él ya venía así. Está todo bajo control. –¿A qué hora llegaremos a la última parada? –pregunto inquieta; él me sonríe exageradamente. –No se preocupe, señorita –insiste él con su voz densa-, y disfrute del viaje.
–Eran nuestras bodas de oro –me dice con pesar la anciana de enfrente.

El revisor se va de mi lado y tren empieza a vibrar suavemente. Hace calor. Miro al cartel luminoso que anuncia 29ºC, una velocidad de 175 km/h y las 14:07; alguien empieza a rezar. Un temblor sacude el vagón, la vibración se vuelve un zumbido que va en aumento y los ancianos se abrazan. 30ºC, 210 km/h y las 14:08. Me giro para buscar al revisor, sigue picando los billetes con parsimonia. Otra sacudida aún más fuerte me hace estremecer junto con la caja metálica que nos transporta. Miro mi teléfono para intentar llamar a Carlos, sin señal. El ruido se vuelve molesto y los pasajeros se mecen lateral e involuntariamente en sus asientos. 33ºC, 250 km/h y las 14:09. Grito al revisor pero me ignora. Un nuevo temblor estremece los cristales, uno de ellos se raja por la mitad. 36ºC, 295 km/h, las 14:10. Trato de levantarme pero el joven de al lado me agarra la muñeca, está llamando a su madre en sueños. Calor infernal de 45ºC, 336 km/h, las 14:11 y un ruido atronador que podría perforar las sienes de un rinoceronte. Grito desesperada, el revisor se acerca a mí.
–¿Qué le ocurre señorita? –me pregunta con hiriente tranquilidad.
–¡Tiene que parar el tren! –le grito agarrándole del brazo de su traje–. ¡Dios!, ¡vamos a morir! ¡Dígale al maquinista que lo detenga!

Un golpe aún más fuerte que el anterior sacude el tren haciendo estallar algunas bombillas del techo. Al otro lado de las ventanas saltan chispas, imagino con angustia la intensa fricción de las ruedas contra los raíles. La gente balbucea en ahogados lamentos. El sudor surca mi rostro mezclándose con mis lágrimas. El cartel parpadea agonizante 50ºC, 546 km/h, las 99:99.
–¡Haga algo! –grito al revisor que sigue de pie ajeno al frenético tambaleo.
–No se preocupe señorita Estefanía Parra, todo irá bien.
–¿Cómo sabe mi nombre?

A través de las ventanas el humo opaca el paisaje, los ancianos se besan, el muchacho me abraza y el revisor tira de su brazo liberándose de mi agarre. Entonces la Muerte se quita la máscara de revisor y entramos en un túnel.

Carlos Rubén Cossío Martín, España © 2020

crubencossio@gmail.com

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