La hora nona se quedó quieta y retuvo el aliento para ser testigo del encuentro. Él, jaló el cordón de la campana, y ella tensó el cuerpo. Oculta en la penumbra del zaguán, una presencia la regresaba al momento cuando explotó el volcán Paricutín. Fue una tarde como ésta, en que todo parecía sostenido por la tela invisible del aire, anunciando la llegada de la destrucción. Ahora, ahí estaba un hombre que la llamaba y le pedía entrar. Con ojos de golondrina asustada, lo midió antes de hacer girar la llave en la cerradura. La puerta se quejó dolida entre sus goznes. Él la ayudó a abrir dando un empujón con firmeza. Los dos quedaron frente a frente. El viento unió sus aromas.
Santiago le entregó una carta escrita por el señor cura. María la leyó, pareciéndole una barbaridad lo que éste le pedía: recibir a un hombre en su casa. Los prejuicios abordaron sus oídos: “Soy una mujer soltera, madura, pero virgen, siempre me he cuidado de no dar de qué hablar en el pueblo. ¿Por qué el cura me pide esto?” La carta decía que el portador era un artista español contratado para restaurar las pinturas de la iglesia, y que era de suma importancia su comodidad, por eso había elegido su casa, la mejor del pueblo, además sabía de sus virtudes y buenas costumbres. De las malas lenguas, no debía preocuparse pues no estaba sola, porque él sabía que contaba con servidumbre que la cuidara. El mensaje continuaba dando varias explicaciones, y le pedía que no fuera a rechazarlo: era un muchacho joven y buen cristiano, muy bien recomendado por el obispo de Valencia.
Al mirar la duda en los ojos de María, Santiago franqueó la entrada y con voz firme le habló sobre las dificultades del viaje desde el puerto de Veracruz hasta Uruapan; añadió que entendía su desconfianza, pero él no le daría ningún problema, solamente deseaba un lugar para dormir y prometía molestarla lo menos posible. Ella sintió la voz como el aire fresco que anuncia la esperada tormenta que hará germinar la tierra. Se hizo a un lado y lo dejó pasar; con un suspiro le indicó que la siguiera.
La casa, construida a principios de siglo XX por su padre, don Pedro Sereno, un próspero comerciante que tenía arreos de mulas para llevar mercancía hasta el sur del país, estaba formada por un patio central repleto de macetas con gardenias, malvas, azaleas y geranios. La pileta de cantera, al centro, guardaba la lluvia que constantemente caía, y estaba rodeada por un pasillo que daba entrada a todas las recámaras, cuyas puertas parecían boquiabiertas al hermoso jardín. Él la siguió a una distancia prudente. Ella, de tramo en tramo, giraba la cabeza para ver si venía detrás. Sin decir palabra se detuvo ante una puerta con cristales encortinados, la abrió y una habitación amplia con olor a naftalina le dio la bienvenida. María giró el apagador para encender la luz y ante los ojos de Santiago surgió una cama grande cubierta por una colcha tejida con ganchillo y dos almohadones esponjados ribeteados por tira bordada. Sobre el buró de madera había una lámpara de petróleo y una Imitación de Cristo; del otro lado, el aguamanil y la jofaina con una toalla también blanca con las iniciales P.S. “Era la habitación de mi padre, desde su muerte, ningún hombre ha entrado aquí”. No dijo más la mujer y salió del cuarto dejando solo a Santiago.
El artista se sintió maravillado por aquel mundo que lo recibía. Con gesto infantil dejó caer la maleta, se quitó el sombrero y brincó sobre la cama. Jamás había tenido una igual. Permaneció acostado, disfrutando del aire que penetraba con olor a nardo. En la misma posición lo encontró el aire de la montaña que, curioso, entró a despertarlo. Un aroma de café recién hecho atrajo al hombre hasta la entrada de la cocina que estaba al final del pasillo de su recámara. María preparaba el desayuno acompañada por la cocinera. Los ojos de Santiago siguieron acuciosos todos los movimientos de la mujer. Era delgada, alta, de una palidez caliza y algo angelical; le recordaba ciertos cuadros que había pintado en otras iglesias. Sin hacer ruido, se encaminó a su cuarto; sabía que no era correcto permanecer ahí sin ser invitado. Había desandado algunos pasos, cuando una voz temerosa le preguntó si quería café. Él se volvió, y ahí estaba María ofreciéndole un jarro humeante. Santiago lo tomó y dando las gracias se fue a su cuarto. Con tranquilidad comenzó a poner en orden sus ideas, debía presentarse con el cura para acordar las condiciones del trabajo. Abrió la maleta y sacó una camisa limpia que extendió sobre la cama para desarrugarla un poco. Se quitó la que traía y pasó la toalla mojada en el aguamanil por el torso, los brazos y la cara. Tras las cortinas de la puerta, María lo observaba.
La gente que barría la calle vio salir al pintor de la casa Sereno y sintieron agradecimiento porque, al fin, tendrían algo nuevo que contar. Había un silencio expectante que ni el mismo viento se atrevía a romper. Santiago caminó despacio, con temor; sentía a sus espaldas un peso de cenizas que caían del cielo. Fueron tres cuadras, pero lo mismo hubiera sido todo el pueblo; sus pies parecían regresarlo en lugar de avanzar. Hasta los perros quisieron registrar su olor. La pendiente de la calle lo llevó hasta la puerta de la iglesia. Dentro, un hombre sacudía las imágenes de pasta. Santiago le preguntó por don Braulio; y éste, por respuesta, sólo apuntó a la entrada de la sacristía.
Al cruzar la puerta, el artista topó de frente con el párroco. Era alto y fuerte, su rostro agüerado de alteño le daba un aspecto jovial. Sin presentaciones, reconoció de inmediato al español y, dándole unas palmadas en la espalda, lo regresó por donde vino para recorrer las naves y explicarle el tipo de trabajo que deseaba.
En los ábsides quería a las cuatro mujeres fuertes de Israel: Judith, Raquel, Noemí y Esther. “Nada de evangelistas, ya están muy vistos”, comentó. En los cruceros, los martirios de san Bartolomé, El despellejado, y a san Lorenzo, El asado. “Los indios purépechas son muy impresionables y hay que jalarles la rienda”. En la parte central, una copia del juicio final de Miguel Ángel; y en los muros laterales, de un lado el cielo y del otro el infierno; en el coro, el purgatorio. “Quiero mucho fuego y demonios atizando a los pecadores, hay que mover las conciencias, muchacho; son tiempos duros.” Don Braulio seguía hablando mientras Santiago hacía los cálculos de medidas de techos, paredes, ábsides y hornacinas. Litros de yeso para preparar los muros, pinturas, brochas, andamios y por lo menos tres ayudantes para mezclar colores. Al llegar a la salida, franquearon las puertas y el cura lo llevó a un pequeño cuarto al lado de la iglesia donde sería su estudio. Se veía abandonado y con algunos cuadros desvencijados colgando de las paredes. “Necesita limpieza, tú dime cuando quieres empezar y yo tendré todo listo. Del pago no te apures, será a destajo: obra hecha, obra pagada. Las pinturas se pueden traer de Morelia o Guadalajara; después que hayas hecho el presupuesto, me dices. Por cierto, ¿cómo te sentiste en casa de María Sereno? Es una mujer algo huraña, pero buena cristiana; yo soy su confesor y te aseguro —le puso una mano sobre el hombro y lo miró de frente— que estás en las mejores manos; desde que murió su padre, se enterró en vida y no ha querido saber nada de amores; uno que otro la ha rondado; a veces en el pueblo se nos olvida que existe. Si no fuera por su presencia en misa de seis de la mañana, nadie la echaría de menos”. El pintor agradeció el que lo hubiera hospedado ahí sin hacer más comentarios. El cura quedó satisfecho con la breve respuesta y de nuevo se enfrascó en su tarea de competir con la Capilla Sixtina.
Santiago se despidió y anduvo caminando por el jardín de la Guatapera, donde los artesanos exhibían la loza verde de Patamban, el cobre de Santa Clara, las guitarras de Paracho, y los tejidos de Pátzcuaro. Su sensibilidad de artista hizo que se maravillara ante tanta creatividad. El tiempo se le fue entre jarros, platos, cazos y cobijas. Cuando se dio cuenta, el sol ya se escondía en el parque de La Quinta, y el estómago vacío le urgía regresar.
De vuelta a casa de María, el pueblo le pareció bonito y hasta una calma de siesta le animó a caminar de prisa. Abrió el cancel y se dirigió a su cuarto. Al entrar fue recibido por el olor de la flor pequeñita que lo envuelve todo: un nardo dentro de un vaso con agua. En el ropero ya colgaba su ropa y las fotos familiares se mostraban sobre la mesa que habían puesto frente a su cama. Se impresionó por tanto orden y delicadeza, ninguna mujer le había tratado así. ¿Quién era ésta? La respuesta llegó con voz de suspiro que preguntaba si quería merendar, porque ya en el comedor estaba preparado el chocolate y el pan de ahuácata. Santiago se fue tras ella y se sentaron a la mesa sin decirse nada, pero, entre sopeada y sopeada del pan en el chocolate, él la miraba absorto. Ella soportaba el examen dócilmente, sin sentirse incómoda; la presencia del hombre formaba parte de su mundo invisible.
Los días de trabajo y la exacta rutina del pintor fueron domesticando a María, que cada vez hablaba un poco más, y se fueron contando sus vidas. El desamor fue el hilo que comenzó a bordar sus cuerpos. Habían pasado ya seis meses y el trabajo del artista asombraba al cura y al pueblo.
María marcó en el calendario del café "La Lucha” los días del hombre en su casa. Ciento ochenta y tres noches de oír su respiración acompasada a través de la puerta de cristales. Ciento ochenta y tres noches de luchar contra la mano que se le escapa a calmar las ansias entre sus piernas. Soltó el lápiz y se pegó contra la pared para sentir el frío y así acallar al corazón que le recordaba su derecho de amar.
Esa tarde, María se bañó y perfumó su cuerpo con agua de lavanda; con las cintas de su corpiño ató un botón de nardo, acunándolo entre sus pechos. Se sentó a esperar en la mecedora del corredor. En sus manos sostenía una taza de café y, bebiendo pequeños sorbos, ensayaba los besos que daría. El olor a aguarrás aún venía pegado al cuerpo de Santiago cuando abrió la puerta del cancel. Al verla, se aproximó y el aroma de la mujer encendió la leña de sus deseos. Le quitó el recipiente y bebió; ella saboreó el líquido al caer por su garganta. Él pasó sus manos por el cabello negro, húmedo, que se despeñaba por la blusa revelando dos pezones turgentes; delicadamente los besó, y metió la cabeza en su regazo hasta el cruce del encuentro. La mecedora quedó vacía. Los cuerpos sobre el piso de jarro comieron las ganas de sus carnes.
Al cantar el gallo, María se levantó, dejándolo dormido sobre la cama grande. El botón de la pequeña flor rodó a sus pies, lo levantó poniéndolo sobre la almohada, le dio un beso a Santiago y salió al patio. Los pájaros trinaban madrugadores; ella emitió un sonido en su garganta. Ese día compuso la canción de su vida.
Los ángeles y las vírgenes brotaban del pincel de Santiago llenando las paredes de la iglesia. Un dolor comenzó a oprimir el corazón de María al ver que los días se agotaban en el calendario y el espacio se reducía para seguir pintando. El presentimiento de la partida quitó el hambre a su pasión. Deambulaba por la casa como sombra. El nardo dejó de dar botones y la lluvia de agosto se volvió monótona y pesarosa. Ella comenzó a encarcelar pájaros en jaulas estrechas que les impedían cantar y, sin explicaciones, corrió a la servidumbre. Él se cansó de ofrecerle su amor y al terminar el último fresco se despidió del señor cura y de los principales del pueblo.
Nadie le vio partir. Ninguna noticia vino después. María cerró el cancel con doble llave.
Laura Hernández Muñoz, México © 2015
laherfil@hotmail.com
Laura Hernández Muñoz nació en Tamazula, Jalisco, México. Es poeta, historiadora, ensayista, dramaturga y narradora. Investigadora de LIJ. Maestro en Historia. Autora de veintidós libros individuales, veinte colectivos, y más de cincuenta antologías.
Ha publicado once volúmenes para adultos: Entre nosotras (Edamex, 1992); Quiero platicar contigo (Indisa films, 1994); Escribir a oscuras (editorial Belgrano, 2000 primera edición, 2003, segunda edición); Navegantes y syrenas.com (Conexión gráfica, 2001); Fénix (Mantis editores, 2002, traducido al inglés, francés, italiano, árabe y japonés); Chata Quintana, temperamento hecho arte (2005); Donde la nostalgia inventa los recuerdos. Poemario (Ave Viajera 2007); Ángel de alas negras. Cuentos (Piso/tres. Editores 2007); La transubstanciación del vino a la luz. Ensayo. Español-farsi.(Centro de Lenguas Modernas Teherán, Irán 2007); Canto a Granada (Ediciones ALIJME 2012); Amantes. Poesía (2013); y Utopías y Realidades, crónica de 50 años (Asociación de Colonos de Colinas de San Javier. AC. 2015). Y otros doce volúmenes de literatura infantil y juvenil: Camino a la Independencia, Guadalajara en el siglo XVIII, El Amo Torres. Nobleza heroica, Hidalgo en Guadalajara, y Pedro Moreno, el héroe del fuerte de El Sombrero, en la Colección Bicentenario de la Secretaría de Cultura del Gobierno del Estado de Jalisco 2010; Al conjuro de la palabra, cómo enseñar la historia sin aburrir (Ediciones ALIJME, 2010); Redondel (CONACULTA/Editorial Zafiro 2010); A golpe de casco, las andanzas del padre Eusebio Kino en Sonora y las Californias (Ediciones ALIJME 2011); Cristeros, realidad y mitos (Ediciones ALIJME 2012); Guadalajara para niños (Ayuntamiento de Guadalajara, 2013); Personajes de Guadalajara de todos los tiempos (CONACULTA, 2014); y Cristeros, conversaciones con mi abuelo (2ª Edición, 2015).
Recibió el premio de teatro “Miguel Marón”en 1975, la Mención Especial en el Concurso internacional de cuento Rosario 2000, y la Medalla de Oro en el Certamen Mahatma Gandhi convocado por el XXVII Congreso Mundial de Poetas de 2007 en Chennai, India. Participó en los Poemas Posters de la Academia Iberoamericana de Poesía, St. Thomas University, Fredericton, NB, Canadá, 1999-2010. La Asociación de Literatura Infantil y Juvenil peruana nombró a Laura Hernández Muñoz al V Congreso Internacional APLIJ en 2012.Recibió el premio “Escriduende” por innovación literaria de Editorial Sial Pigmalión en la Feria del Libro de Madrid, España 2015. Y el Cabildo de la ciudad de Tamazula la nombró “Tamazulense Ilustre” 2015, por ser la ciudadana que más ha trascendido internacionalmente.
Lo que la autora nos dijo sobre su obra:
Me defino como una alquimista de la palabra. Un espíritu inquieto en eterna búsqueda del signo
abierto que comunique lo que llevo dentro. Para mí el proceso creador poético es un ministerio
que requiere de sumo respeto, y de oficio. La piedra filosofal del poema perfecto está muy
lejos de mi alcance, pero me alegra que así sea, porque tengo la oportunidad de seguir
disfrutando del aprendizaje de la lectura de los que escribieron poemas extraordinarios, con
palabras sencillas.
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