Regresar a la portada

Limited edition

¿no hemos, acaso, implorado el don de aprisionar en un
libro algo tan raro y tan extraño que uno estuviera listo a
jurar que era el sentido de la vida?

[Cita de Orlando]

Toda historia comienza con un lugar común. La mía replica ese principio, aunque con ello me salga de lo habitual. Los hechos comenzaron el día que pasé por la tienda Montblanc en La Gran Plaza. Ese día la inauguraban. Gente, vestida de etiqueta, sonreía y tomaba champagne frente a las cámaras de la televisión y la prensa. Me detuve a mirar tras la línea delimitada por un listón blanco y negro. Las vitrinas mostraban joyas, cigarreras, plumas. En una ventana especial brillaba una pluma oscura, estilizada y con un pequeño ojo rojo. Al pie decía: Virginia Woolf. El tema de mi tesis doctoral —pensé—. ¡Fue amor a primera vista. Nunca vi cosa igual! Me acerqué para mirarla mejor, una señorita muy elegante preguntó si me podía ayudar. Agradecí la atención y comenté que con mi sueldo de maestra, ni en dos años podría reunir el dinero para comprarla. Ella, sonriente, me dijo que podría entrar a la rifa, ésa noche; con motivo de la inauguración, sortearían la pluma y me extendió un block para registrarme. Acepté y llené el boleto con mis datos. Dentro de mi pecho el corazón latía aceleradamente. ¡“Me la voy a ganar”!, repetía mentalmente apretando los ojos. “¡Tiene que ser mía!” Un señor muy distinguido habló sobre las cualidades de los productos Montblanc y anunció el sorteo del producto del año: la edición limitada de la pluma en honor de Virginia Woolf. Yo seguía rezando en mi interior: “es mía, es mía”. La señorita amable sacó dos boletos… —ninguno era el mío—. El tercero es el bueno, dijo el señor. Cerré los ojos esperando dijeran mi nombre: ¡Silvia Fuentes! ¿Quién es la señorita Silvia Fuentes? Yo no respondí, creí que mis pensamientos gritaban mi nombre. “Es ella”, me señaló la señorita. Al escuchar su voz, abrí los ojos. La concurrencia aplaudía y los fotógrafos disparaban los flashes de sus cámaras. Me hicieron pasar adelante y depositaron en mis manos una bella caja forrada con papel de seda gris; la decoraba un moño voluminoso. “¡Felicidades! Se lleva a la estrella de la noche”. Tomé el regalo, di las gracias balbuceando y salí huyendo antes que se arrepintieran de habérmelo entregado.

El autobús tardó más de lo normal en llevarme a la parada cerca de mi casa. Apretada a mi pecho llevaba la preciosa carga. Tenía miedo que alguien se diera cuenta del objeto valioso en mi poder y me lo quitaran. Al entrar a la casa fui a mi habitación, deseaba ver lo que había ganado. Desaté el lazo y rompí el papel. Frente a mí apareció una caja simulando un libro color negro con pinceladas tinto, dentro de un marco de filo dorado; sobre la portada, se leía: MONTBLANC VIRGINIA WOOLF LIMITED EDITION. La abrí, y en su interior forrado de terciopelo, estaba ella, bellísima. Dentro venía un pequeño catálogo que decía: “Adeline Virginia Woolf (Stephen de soltera; 1882 – 1941), novelista británica, ensayista, escritora de cartas, editora, feminista y autora de cuentos, considerada una de las más destacadas figuras del modernismo literario del siglo XX. La estilográfica está realizada en resina negra con una curiosa forma curvilínea cuya longitud es 138,3 mm. y un peso de 30,6 g. El cuerpo y capuchón están grabados con un patrón que imita olas, inspirado en la obra literaria “Las Olas”. Sus detalles, el anillo de su capuchón y el clip, están acabados en oro, el clip lleva engastado un rubí facetado”.

La sorpresa enmudeció mis pensamientos. Veía incrédula aquel objeto de deseo. La saqué del estuche, la puse sobre la palma de mi mano derecha, con los dedos de la izquierda recorrí su cuerpo sintiendo su textura. La regresé a su lugar y me fui a dormir.

Al día siguiente no comenté nada en mi trabajo. Toda la mañana estuve distraída, ansiaba volver a casa para estar con ella. El resto de la tarde la dediqué a pasar los apuntes de mi investigación a la computadora. Los libros escritos por Virginia Woolf hacían guardia junto al monitor; frente a mí, el libro-estuche me acechaba. Lo abrí, miré largamente a la estilográfica y murmuré: ¡“Qué suerte tuve”! Tomé la pluma. En ese momento, todo comenzó a suceder. Ella se prendió a mis dedos, me dirigió hacia mi cuaderno de notas abierto encima del escritorio y escribió:

Marzo 26 de 1941

Leonard fue por mí a la estación de Sussex, yo estaba dispuesta a dejarlo para regresar a Londres, la vida del campo me asfixia, necesito el gris del cielo en la ciudad y el humo de sus chimeneas; el ruido de las fábricas y el barullo de la gente por las calles. Necesito sentirme viva entre tanta gente que deambula. Aquí hay demasiada tranquilidad, Leonard mudó la editorial para estar conmigo pero no lo soporto. Lo amo y lo detesto. Me cuida temiendo que recaiga en uno de mis hoyos negros. Ninguno tan espantoso como cuando murió mi padre. Ahí visité el infierno y sobreviví, ahora no estoy tan segura de hacerlo. Ayer vino a visitarme Vita, los años han pasado... ya son diez, desde que nos separamos. Su hijo Nigel es un jovencito muy guapo. Su presencia me hizo recordar que una vez amé sin sombra de culpa. Ella parece que anhela olvidar ese capítulo, aunque Orlando será testigo de lo que fue. Estoy cansada. Mañana se irá Leonard a Londres, me prometió que me llevará la próxima vez. ¿Habrá otra vez en verdad? ¿Podré esperar tanto tiempo?

Mis dedos soltaron la pluma. Miré asombrada la escritura; había escrito de forma automática, era la primera vez que me sucedía. La pluma reposaba expectante sobre el cuaderno de notas. “¿Y si ella quiere decirme algo, comunicar su último pensamiento? Excepto por las cartas que dejó a Leonard y a su hermana Vanessa, no sabemos más sobre sus últimas horas. ¿Qué habrá sentido mientras caminaba hacia el río Ouse? Debo continuar”. Volví a tomar la pluma y de inmediato comenzó a deslizarse por el papel:

27 de marzo de 1941

Leonard salió ayer temprano por la mañana a Londres, no fui a despedirlo a la estación, preferí quedarme mirando por la ventana cómo se iba y levantaba la mano para despedirse. Siempre ha sido muy paciente conmigo, supongo que así actúa porque me ama. Recuerdo cuando lo conocí y me dije “es un judío sin un céntimo”... Sin embargo, me enamoré de él y durante veintinueve años hemos compartido una complicidad conyugal. Antes de tomar el té quiero terminar la carta a Vanessa, la de Leonard ya la hice.

La casa está quieta, expectante, me siento vigilada por cada mueble, cuadro y objeto que hay en ella, es como si adivinaran mis pensamientos y tuvieran miedo de permanecer a solas conmigo. Los libros parecen cadáveres exquisitos o bellas durmientes. ¿Qué futuro tiene un libro ya leído? Los abandonamos en el estante y pronto los remplazamos por otros nuevos. Las personas nos conducimos bajo este mismo postulado: una vez conocidas, podemos ser fácilmente olvidadas. Eso no pasará conmigo y con mis libros, ambos seremos colocados en el índice de objetos raros, peligrosos. Me alegra pensar en eso, jamás he sentido arrepentimiento respecto a mis actos.

Ya son las 02:39, estoy cansada, me duele el cuello y la espalda, pero siento que debo continuar; la pluma sigue ahí, atrapando mis dedos. Es como si tuviera vida propia. Deslizo mi dedo índice y toco el rubí sobre el clip de oro; al instante, inicia su discurso.

Mi querida Vanessa:

No puedes imaginarte lo mucho que me ha gustado tu carta; sin embargo, he ido demasiado lejos en esta ocasión como para retroceder. Es lo mismo que la primera vez: todo el tiempo oigo voces, no puedo superar esto ahora. Cuanto quiero decir es que Leonard ha sido sorprendentemente bueno cada día, siempre; no imagino alguien que hubiera podido hacer más de cuanto él ha hecho por mí.

Hemos sido perfectamente felices hasta las últimas semanas, cuando este horror empezó. ¿Harás que esté seguro de esto? Siento que le queda mucho por hacer y que seguirá adelante de mejor manera sin mí; además, sé que tú le ayudarás.

Apenas si puedo pensar con claridad ya. Si pudiera te diría cuánto habéis significado tú y los niños para mí. Creo que lo sabes.

He luchado contra esto, pero ya no puedo más.

V. W.

El pánico envolvió mi cerebro, ahora no me cabía la menor duda, Virginia se comunicaba conmigo a través de la hermosa Montblanc; el contenido de la carta era el mismo que aparecía en el libro que tenía frente a mí, eran las mismas palabras pero ahora las tenía escritas con su letra en mi cuaderno. Un ruido a mi espalda hizo que detuviera la escritura, la brisa movía las persianas haciendo que chocaran contra la pared; sentía una presencia detrás de mí. Por breves segundos alerté el oído para percibir algún sonido. El viento movió la persiana de nuevo provocando que cayera estrepitosamente. Me sobrecogí sin soltar la pluma; ésta, comenzó a moverse forzándome a seguirla:

Hace frío, marzo siempre ha sido un mes lleno de nieve, mejor así, dicen que el agua helada detiene más rápido al corazón. Debo darme prisa, no tarda en llegar la sirvienta, sé que Leonard la contrató para que me vigile; entiendo su preocupación, pero pronto dejaré de serlo. Nevó anoche, el camino hacia el río está cubierto, me pondré las botas, así pesaré más. El cielo está claro y luminoso, escucho cantar a las aves, es hermoso el bosque en primavera, pequeños brotes intentan superar la tierra helada. Ya escucho el rumor del río, el deshielo ha roto la capa que lo cubría, buscaré unas piedras para meterlas en los bolsillos del suéter, mi viejo suéter, compañero de tardes frente a la chimenea.

¡Cuán fría está el agua, abraza mis piernas y las entumece, ahora llega a la cintura y lentamente avanza hacia mi pecho donde está el corazón, unas hojas se adhieren a mi cuello. Ya no siento frío, toda yo soy agua, espejo que refleja el cielo. Camino, sobre mi cabeza el río corre. Ya no escucho mi corazón, creo que ha dejado de latir...!

La pluma se detuvo. Mis dedos entumecidos la sujetaron urgiéndola a continuar. Una fuerza extraña la hizo saltar liberándola de mi mano. Frente a mí, la libreta seguía abierta mostrando la caligrafía impecable de Virginia Woolf. Su firma estaba al calce.

Laura Hernández Muñoz, México © 2020

laherfil@hotmail.com

Ilustración de Manuel Giron, 2015 © ProLitteris

Para enviar un comentario sobre este cuento pulsar [AQUI]

Para ver lo que los lectores han dicho sobre este cuento pulsar [AQUI]

Otros cuentos de la autora en Proyecto Sherezade:

  • Entre aromas
  • Páginas de un diario sin escribir

    Regresar a la portada