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El extrañísimo caso de los coconautas

La más bella astucia del diablo es convencernos de que no existe.
Baudelaire

Cierta noche de marzo, clara pero sin luna, en la que me disponía a recordar los versos inmortales de Dante, tuve conocimiento cierto de la existencia de los coconautas. Abrí mi libro como de costumbre, abandonando mis preocupaciones cotidianas y pronto a sumergirme en el suave viaje de las letras, cuando me sorprendió esta inusual frase: “A mitad del camino de la risa…”

Hacía más de tres años que no hojeaba mi Divina Comedia, pero sin embargo creía recordar el inicio de modo diferente. No le di mucha importancia en ese momento, mas al llegar a esta parte “Por mí se va a la ciudad del canto; por mí se va al eterno mitote; por mí se va a la raza de bronce”, me preocupé seriamente. No tenía la más mínima idea de lo que pudiera estar ocurriendo, pero era seguro que algo sucedía; tuve un extraño presentimiento, y, como automáticamente, busque otro de los libros de mi biblioteca. Esta vez tocó el turno a Borges; Ficciones. Horrorizado leí “Debo a la conjunción de una espiroqueta y de una enciclopedia del rock el descubrimiento de Uqbar.” Una amarga desazón comenzó a invadirme, un temor metafísico e impreciso, un miedo de no sabía qué; quise hacer una última investigación antes de entregarme definitivamente al pánico; con todo cuidado abrí mi copia de Lolita y entonces sí, en el paroxismo de la desesperación comprobé que la perturbadora adolescente, en mi libro, se llamaba Lupita.

De momento no se me ocurrió a qué pudiera deberse tan compleja metamorfosis dialéctica, y pensé en consultarlo con mi esposa Molly (de tanto admirar a Joyce terminé casándome con una Molly), pero ya tenía rato dormida y no es bueno despertarla, aparte de que mi afición por la literatura siempre le ha parecido cosa de tontos. Así que sin otra opción mejor a esas horas de la noche, y sin resignarme a esperar hasta el día siguiente para comunicar el suceso, tomé el teléfono y llamé a mi amigo Pablo, también gran fanático de Joyce, pero él se casó con una María (a lo mejor por la de Isaacs). Me costó trabajo convencerlo de lo que se trataba, pensó que estaba organizándole una fiesta sorpresa o algo así, y prometió darse una vuelta en unos minutos (eran las tres de la mañana en ese momento, y su cerebro, según él mismo dice, tarda un poco en encender). Al cabo de media hora llegó maldiciendo de todas las cosas, y me amenazó con romperme el alma si se trataba de una broma; yo le dije muy serio que cuando se trata de libros nunca bromeo, y él a su vez sólo contesto que ese era mi problema, y que ojalá no fuera nada grave porque ya quería irse a dormir.

Primero analizó detenidamente La Divina Comedia, encontró más distorsiones grotescas, y durante un buen rato se estuvo rascando su romántica barba estilo Bécquer; no quiso revisar a Borges, pero en el caso de Lolita se preocupó mucho más.
—No, pues sí está muy raro —dijo, después de voltear el libro por todos lados, oler un poquito sus páginas y analizar detalladamente la foto de la portada—, ¿y a qué crees que se deba?
—Pues si supiera no te habría llamado —dije un poco molesto.
—Ah, que egoísta, me ocultarías tu sucio secreto —dijo con cara de circunstancias extrañas.
—Como sea, ¿ahora qué hacemos? —Pregunté con el sueño asomando a mi rostro—. Esto no se puede quedar así.

Él continuaba rascando su barba, y repentinamente aterrorizado preguntó:
— ¿Tienes junto a estos libros el Fausto que te presté?
—Naturalmente —contesté— y no veo ningún problema, ¿no estarás pensando que esto sea contagioso?

Sin hacer caso de mis palabras buscó el volumen en cuestión, y al encontrarlo lo sostuvo cerrado durante unos segundos entre sus manos, sin atreverse a revisarlo. Tomó aire y comenzó a hojearlo como quien revisa las rodillas de una niña muy pequeña que tuvo un accidente de bicicleta. Sus facciones se descomponían a cada momento, y parecía que un odio sordo se apoderaba de cada músculo de su cuerpo, principalmente de su cuello, que se hinchaba y se hinchaba. De un movimiento increíble por su violencia, cerró el libro, y lo depositó suavemente en el escritorio, al tiempo que me veía con un amargo encono.
—En este libro —me comunicó finalmente— el doctor Fabio enamora a la joven y hermosa Mirta, después de haberle vendido su alma a Sasafrás.

Nos quedamos un rato en silencio, incrédulo él y apenado yo por lo que sucedía, y ya le iba a pedir disculpas con la promesa de reponer su libro, cuando una carcajada suya me hizo comprender de golpe lo ridículo de la situación y me reí también con él, ruidosamente, tanto que Molly despertó y vino a ver que ocurría.

Envuelta en un sarape tamaliforme, y con los ojos cerrados aún, llegó arrastrando pesadamente sus piecesitos de bailarina. Estuvo silenciosa un instante, abrió los ojos lentamente, y al ver los libros abiertos en la mesita, se alejó sin hablar, como había llegado, meneando la cabeza y pensando seguramente en que debió hacer caso a su madre y a su consejo de que se casara con un abogado o administrador.
—Bueno, Nico —dijo con cara de quien comprende que su presencia es un poco incómoda—, mañana vengo por ti, y a ver qué hacemos.

Y desapareció en la noche, como quien desaparece en la noche.

  A la mañana siguiente (muy pocas horas después) Pablo se apareció en mi casa con el consiguiente fastidio de la aérea Molly. Tras un frugal desayuno, que nos fue servido de mal modo y entre ácidas críticas a la literatura, nos encaminamos a la librería más cercana (no se nos ocurrió nada mejor, aparte de que ahí comprábamos casi todos nuestros libros). Para evitar repeticiones y explicaciones, pedimos hablar directamente con el dueño, que por una afortunada coincidencia estaba disponible aquella vez. Pablo fue el primero en hablar:
—Mire señor —decía, mientras agitaba delante de los ojos del tipo los libros que habíamos llevado con nosotros—, yo sé que esto es muy difícil de creer así que vea por usted mismo.

  El hombre sacó unos anteojos de un pequeño estuche, se los colocó en la punta de la nariz, leyó unas cuantas líneas, y nos dijo muy calmadamente:
—No hay ningún problema. Normalmente no hacemos devoluciones, pero por tratarse de ustedes…
—No, usted no entiende—lo interrumpió Pablo—los libros no tenían esos defectos, cuando los compramos estaban bien. Lo que sucede es que, de alguna manera, los libros cambiaron.

La cara del hombre se descompuso súbitamente; se fijó en los clientes que nos rodeaban, y con un gesto silencioso nos hizo seguirlo a su oficina. Pablo y yo nos mirábamos preocupados, pero decidimos seguir el juego del viejo librero. Una vez en su privado, y después de encargar a una de sus empleadas que no se lo molestara por ningún motivo, nos preguntó con cara de quien recibe la noticia de la muerte de un vecino al que se acaba de ver:
—¿Están absolutamente seguros de que los libros no salieron así de aquí?
—Positivamente —dije sin perder el tono solemne de la noche anterior—, y no le estamos solicitando un reembolso, sino una explicación.

El viejo intentó morderse los bigotes (tenía bigotes), y después de una breve vacilación ambulatoria, y de mirarnos detenidamente, se decidió a decir:
—Miren muchachos, los conozco desde hace tiempo y creo que puedo ser sincero con ustedes. Oficialmente —hizo una pequeña pausa—, yo no sé nada y me siento igual de confundido. Como amigos que somos los pondré en comunicación con quien sí pueda darles mayores informes, esperando desde luego que si tienen algún problema con esta persona, comprenderán que mi responsabilidad concluye en este mismo momento, y si el asunto llegara a trascender, yo desconoceré todo vínculo con ustedes, y aun con mi recomendado.
— ¡Pero de qué se trata todo esto! —exclamó Pablo con airada voz—, usted sabe qué está pasando aquí y se niega a darnos más explicaciones, es inaudito.

El hombre parece no escuchar sus quejas. Con perfecta tranquilidad abre un cajón del escritorio, revuelve algunas hojas, fichas y documentos personales; finalmente encuentra lo que busca, nos extiende una tarjeta rectangular y que amarillea por el tiempo y la humedad.
—No puedo hacer más por ustedes —dice con un aburrido gesto de fastidio; se nota que la situación no es nueva para él, y que le disgusta—. Espero que todo les resulte favorable y que vuelvan pronto.

Pablo no acierta a moverse, quiere continuar discutiendo, sus facciones no han perdido su beligerante amenaza; yo tomo la tarjeta de la mano del hombre, le doy las gracias y salgo llevándome de ahí a mi amigo, que no se resiste, pero si no lo empujo no avanza. Ya en la calle le pido que reaccione:
—Pablo, reacciona —le digo—. ¿Qué te pasa?
—Nada, no te preocupes —dice para que no me preocupe—, es que todo esto se me hace rarísimo, y aparte sentí como, no sé, como si en un cuento cambiaran bruscamente el tiempo de los verbos (Pablo y yo desde la adolescencia fantaseamos con la idea de que en realidad sólo somos parte de una narración, producto de la mala imaginación de algún loco).
—Bueno —le contesto—, pero ahora qué hacemos, ¿llamamos al número en la tarjeta, o qué?
—Es verdad, la tarjeta. Pues vamos a tu casa a llamar.

Mientras atravesamos las claras y solitarias callejas que nos separan del destino aún incierto, discutimos algunos tópicos no literarios, como la inminente muerte de los vivos o las complicaciones técnicas de clonar a Jesucristo. No se escapa a nuestro alturado debate el hecho de que el mundo cada día está peor, que los jóvenes no respetan a los mayores y de que además estamos perdiendo el hábito de conversar. Abjuramos virulentamente de la televisión y el internet, esa plaga que se cierne sobre las mentes de los niños, robándoles el tiempo que antes dedicaban al balero o a las canicas. Muy contristados por estas amargas verdades, llegamos a mi casa (mi casa es chica pero es mi casa).

Molly sacude los muebles con fruición. Un suave olor a pino nos envuelve al atravesar la sala, fragancias acariciantes de productos que hacen la vida del ama de casa más llevadera y feliz. Llegamos al teléfono, que es negro como otros teléfonos (no todos, pero algunos). Nuevamente leo la tarjeta del misterio, que reza de este jaez:

Salomón Rocha. Restaurador literario

Trabajos garantizados. Discreción y puntualidad.

También se reparan electrodomésticos. 55874588

Y hablo. Una cavernosa y entenebrecida voz me contesta desde el otro lado de la línea (y tal vez del mundo).
— ¿Qué pasó? —pregunta—. ¿Quién es?
— ¿Señor Rocha? —pregunto yo a mi vez—. El señor Reyes, de la librería Yolanda Vargas, me dio su tarjeta…
— ¿El señor Reyes? —interrumpe—. Dígame donde vive usted, y estaré ahí en cuanto me sea posible.
—Pero no le he dicho todavía de lo que se trata.
—Descuide amigo, ya me lo figuro; estos asuntos no pueden tratarse así, usted comprende, desde luego.

Entre divertido y desazonado accedo a darle al restaurador los datos que me pide. Pongo sucintamente al tanto a Pablo, y reanudamos nuestra conversación eterna que pasa por todos los temas pero jamás llega a ningún lado. Son evocados los nombres de Heliogábalo, Ludovico Ariosto e Italo Calvino, por razones que acaso resultaría engorroso detallar. Tres toques (tres) en la puerta interrumpen la continuidad de nuestro coloquio; es extraño, la casa cuenta con timbre. El señor Salomón se encuentra ya frente a nosotros y nos mira muy serio; es un hombre joven para su oficio, no pasará de los treinta años, observa la casa con creciente curiosidad y saltando toda ceremonia de presentación va directo al asunto:
—Usted es el que me llamó —dice sin fijar su vista en mí, pero se entiende que a mí se dirige—, muéstreme los libros afectados por favor.
—Pero yo no he mencionado…
—Por favor señor, usted y yo sabemos que el caso es grave, muéstreme por favor los ejemplares dañados.

Pablo me apremia con un gesto a enseñarle los libros a nuestro impaciente huésped, y sin más opción que obedecerlo, conduzco a ambos a la biblioteca. El señor Rocha camina cuidadosamente, como con miedo a tocar o ser tocado por los muebles. En la consabida mesita de palisandro reposan aún La Divina Comedia, Fausto, Lolita, Ficciones, y una copia de la Biblia que Molly hojea de vez en vez.
—¿La Biblia?

En los ojos del señor Rocha se dibuja un súbito terror, una duda que lo inmoviliza. Se queda clavado a unos pasos de los libros, y sus facciones no atinan a concretar un gesto.
—Pero no está con los demás libros por lo que usted cree —se apresura a decir Pablo, adivinando la causa del malestar impreciso del joven restaurador—; la esposa de mi amigo la habrá dejado ahí.
—¿La señora sabe del caso? Sería bueno advertir —dice, sin dar tiempo a que se le responda su primera pregunta— a todos los de la casa.

Por una especie de instinto abre la Biblia de todos modos y lee en alta voz:
—Debes saber que multiplicar los libros es una cosa interminable y que mucho estudio fatiga el cuerpo.
—Parece que está bien —dice Pablo arrellanándose en un mullido sillón—, revise los demás, por favor.
—¿No estará usted insinuando —los ojos de Rocha brillan coléricos al preguntar— que podría estar infectada?
—¿Por qué no? Después de todo —Pablo esboza un bostezo— es un libro también.
—Los coconautas atacan solamente —dice Rocha al hojear Lolita— obras de ficción, ¿no lo saben ustedes?
—Primero díganos —le digo a Rocha, que ha terminado la revisión de Lolita y sigue ahora con Fausto— qué demonios son los coconautas.
—De manera que no lo saben. Pues los coconautas —explica mientras revisa La Divina Comedia esta vez— son los responsables de los cambios repentinos en estos libros. El nombre de coconautas parece que lo inventó el sobrino de un investigador, el nombre oficial no lo recuerdo ahora, pero debe ser grafófagos o algo así.
—Pero no se comen las palabras —objetó Pablo, siempre respetuoso de las etimologías—, sino que las cambian. No es lo mismo.
—Como sea —dice Rocha, indiferente a la polémica relativa a la semántica—; lo importante ahora es aislar estos libros y detectar cuales otros fueron atacados por los coconautas.
—Estos fueron los primeros que descubrí —le digo a Rocha, que ahora revisa Ficciones—, apenas ayer.
—Bueno, ahora lo que procede —dice con gesto de moderno Van Helsing— es dar muerte al o a los coconautas.
—¿Y eso cómo se consigue? ¿Será posible —indaga Pablo— que veamos uno o varios coconautas?
—Mucho me temo que eso no será posible, mi estimado señor —aclara Rocha con un bien trabajado gesto de solemnidad siglodieciochesca—. Hace mucho que no se les ve directamente, y sólo se sabe de ellos por sus temibles efectos. En cuanto a lo otro, los métodos son harto diversos y a cual más eficaces. Hay quien gusta de encerrarlos entre áridos manuales de álgebra y trigonometría, y el coconauta, que como les dije antes, se nutre de la imaginación, muere. También hay quien prefiere matarlos de indigestión, atiborrándolos de vocablos extraños, como estilóbato, supralapsariano o cenotafio, pero en este caso, como el coconauta en cuestión ya ha leído a Borges, eso no nos servirá. El método que recomienda la iglesia católica, y que además es el que yo prefiero, consiste en darle a probar al coconauta habituado a la buena literatura, como aquí es el caso, trabajos de escritores aficionados, estudiantes universitarios que imitan a Cortázar, o manifiestos comunistas de peluqueros pueblerinos. El coconauta muere por lo mismo que en el caso de los manuales matemáticos, por falta de material de verdadera imaginación que digerir. Otros coconautas que crecen en ambientes menos culteranos, como librerías infantiles o colecciones de cuentos de malos escritores, no son muy resistentes y mueren si se les pone en contacto con algún soneto de Quevedo o Garcilaso. La universidad de Madrid informa de uno que no soportaba a Cervantes, mientras que centros de investigación norteamericanos, nos dan noticias de una raza de coconautas dedicados a corromper la obra de Hemingway. En fin, la historia de los coconautas es incierta y sus orígenes se remontan a la edad de Homero…
—¿Cuándo Homero vivía —interrumpo— o al tiempo en el que transcurren sus poemas?
—Da lo mismo —contesta dibujando coconautas en el aire con ambas manos—, el caso es que son antiquísimos. Vaya usted a saber si en realidad no habrán llegado en un meteorito, procedentes de otros mundos…
—Todo eso está muy bien —vuelvo a interrumpir— pero, ¿qué vamos a hacer en este caso?
—Mire usted —contesta el restaurador, sin poder disimular la contrariedad que le ocasiona el ser distraído de su espontáneo alarde de ingenio—, ya tengo un plan bien trazado, pero antes de exponerlo, me apena tener que hablar de mis honorarios…
—Por eso no se preocupe —le digo—, el dinero no es problema.
—En ese caso —dice con más alegre talante— les diré cómo matar al coconauta. El procedimiento resulta sencillo en extremo, y le garantizo que en cosa de tres días no volverá a tener problemas. Los coconautas no pueden viajar a través del aire, se mueven solamente de libro a libro, y esto facilita enormemente la tarea de cercarlos. Bastará pues que se coloquen a los extremos de cada anaquel libros como “El hombre mediocre” de Ingenieros, o cualquier cosa de Freud o Luis Spota, y el coconauta rendirá el alma (si la tiene) al creador.
—¿Y en qué momento estaremos seguros de la muerte del coconauta?—pregunta Pablo, desconfiado y escéptico de cualquier servicio que haya que pagar por adelantado.
—Pues la muerte del coconauta es un hecho —confirma el verboso Salomón— en el momento en que los libros regresan a su estado natural. Fenómeno que como dije antes, espero tenga lugar, a lo más, en tres días. Y para cortar suspicacias y evitar que me malmiren, sólo hasta ese momento les cobraré.

Nosotros (Pablo y yo, se entiende) nos miramos con una cara de duda cartesiana que se disipa al comenzar el señor Rocha a sacar de un maletín (¿no mencioné que llevaba un maletín?) una extraña colección de malos libros. Títulos como “Juventud en éxtasis”, “El caballo de Troya”, “Cómo declamar sin maestro” y “Mil posiciones eróticaz (sic) para exitar (también sic) a la pareja”. Coloca los mamotretos en cuestión a las orillas de cada estante, y pronuncia alguna oración o conjuro, que nos resulta casi inaudible. Creo recordar sólo palabras sueltas de su místico ensalmo, algo así como aserejei o aserejed, no estoy muy seguro, probablemente se trate de algún fragmento de las Upanishads o del libro tibetano de los muertos. Termina sus oficios con estremecimiento de hisopos y señales de la cruz. Nos obsequia una estampita de la virgen de Juquila (que asegura es muy milagrosa), y se retira entre la luz amarilla de la media tarde.

Y como el señor Rocha nos aseguró, en cosa de unos días, el o los coconautas han muerto con toda seguridad, puesto que mis libros (y el Fausto de Pablo) han recobrado sus originales vocablos. Pero no obstante el feliz termino de mi particular experiencia, quiero lanzar al mundo una advertencia que acaso resultará útil. El señor Rocha me dijo la última vez, que se ha desarrollado en laboratorio una especie de coconauta capaz de roer textos archivados en computadoras y páginas de la red. Es muy peligroso porque desbarata completamente las frases del cuento que ataca, hasta el punto de dejarlo completamente irreconocible, a diferencia del coconauta clásico que modificaba una palabra o dos en cada frase. Comienza por el final y fasi nadieloi quo retraji forfi mermefjas. Ehd ffittnluaswertos hertetauser lipis trgdbjjdnas inti oliloquas esdfjornj jhgduiubv. Sehinf jfiojapops opsojofjij xexzq uopnop eyttbvcvn, jnbuy wred. ¿fjdkiotnv ivd ueru powed mwx lof? Vxuev uc3io okoom loska bxos kii.

Esteban Molina, México © 2009

tapiocagogo@msn.com

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