Regresar a la portada

Ni modo animado

El malestar comienza a invadirme desde los pies, lentamente, trepando por mi cuerpo como un gusano viscoso de conciencia blanca. La terminal de autobuses me disgusta particularmente por su multitud de inconformes recalcitrantes. Compro una naranjada de un sabor indefinible y me dispongo a arrellanarme en mi congoja. Comienza a obscurecer, tanto el mundo como mi ánimo. Tomo un periódico abandonado y busco; con inextricable placer leo:

AAAAAAAA SEXYS ATREVIDAS
UNIVERSITARIAS COMPLACIENTES.
REALIZA TU FANTASIA
HOTEL O DOMICILIO 01228967732. 24 HORAS

Universitarias. No, definitivamente no; busco placer, no alta cultura. A ver este otro:

SEXY MORENITA OJOS VERDES FOGOSÍSIMA
SERVICIO PAREJAS, LESBI, NO LIMITACIONES
HAZ REALIDAD TUS MAS LOCAS FANTASIAS
LLAMAME NO TE ARREPENTIRAS 018832466

Bueno, esta es una opción seria: la tomaré en cuenta. Pero hay más:

ARDIENTES CONEJITAS CACHONDISIMAS
DE 18 A 25 AÑOS PARA LOS MÁS EXIGENTES.
VAN A TU FIESTA CERO COMPLEJOS
ATREVETE 012226743

Suena bien. Lastima que no tengo ninguna fiesta. Otro:

PATRITZIA RUBIA DESPAMPANANTE
SE HACER ABSOLUTAMENTE DE TODO
NO PROBLEMAS DE HORARIO 01244369

Esta es la mejor opción. La consideraré seriamente para sirvienta; son raras las que saben hacer de todo. Así sigo, pero repentinamente mis ojos se clavan en un número de celular; lo conozco, he estado con ella antes. Sé el número de memoria, no necesito el periódico, así que lo abandono y busco un teléfono con ansias inconmensurables. Marco lentamente, con miedo a que no conteste, con más miedo a que conteste. Contesta.
—Bueno... bueno... ¡Bueno!
—Hola —la voz me tiembla—, ¿como estás?
—¿Para que me hablas? —hay rencor en su voz—. ¿Estás borracho?

Por unos instantes me quedo callado como el más silencioso de los idiotas. La sangre me sube al rostro y los colores huyen de mis ojos. Estoy a punto de colgar; finalmente me recupero.
—Vi tu anuncio en el periódico. ¿Estás disponible?
—... Ah, eso  —su voz recupera su tono normal—, sí, claro, es mi trabajo. Sólo dime en que hotel...
—Estaba pensando en tu casa, si no te importa —la interrumpo furiosamente.

Hay un silencio largo, de los omnipresentes en la literatura. Es como una ley de las letras.
—Está bien Voy a darte la dirección. Te va a costar más.
—Me va a costar más de lo que tú crees, pero tu trabajo lo vale —digo casi con burla.

Me da la dirección con una actitud no muy convencida. Es la primera vez que voy a su casa. En el pasado... bueno, eso no es el punto ahora. Voy a obtener el placer que vine a buscar; eso es todo lo que me importa.

Al trasponer el umbral (pido perdón a los lectores más críticos y sobre todo a otros escritores por la frase tan archisobada, pero eso fue lo que hizo mi personaje; trasponer el umbral) un vientecillo gélido me golpea el rostro, regresándome la conciencia viscosa y blanca de mi cuerpo. Maquinalmente detengo un taxi, le doy la dirección, hablo con el chofer; qué duro clima, ya se sabe que la política siempre es un desastre, el fútbol y sus emociones montañarrusescas. Da gusto hablar con gente así. Llegamos. Discuto un poco con el taxista; pero si esto es un robo, joven entienda, la gasolina, mis hijos, etc. De acuerdo, no quiero perder más tiempo. Una puerta blanca, metálica y destartalada ostenta el número promisorio. No hay timbre, así que recurro a la milenaria y antiquísima técnica de los golpecitos, acto cuyos orígenes confunden a historiadores y antropólogos por igual. Se ve cansada y distante, sus ojos indiferentes ya no brillan, los labios exangües no son lo que un día besé; es la misma y es otra.
—Pasa... ¿O qué? ¿esperas un abrazo?
—No... no espero nada —digo con desgano.
—Que bueno, así no saldrás decepcionado.
—Que profunda me saliste —digo a punto de reírme en su cara—, deberías ser escritora.

Sus ojos fulguran como brasas (¡qué bonita frase!). Me dirige la más ácida mirada tasadora que recibí en la vida y con actitud desafiante enciende un cigarrillo.

—Aquí el único idiota que se cree escritor eres tú —sentencia.

Nos sentamos en su pequeña sala. De las paredes cuelgan fotos de sus familiares, posters de cantantes melenudos y, sorpréndase el lector, una virgencita de Guadalupe. Ella me mira con un morboso interés, parece que va a saltar sobre mí en cualquier momento.
—¿Quieres tomar algo? Estás muy nervioso, te hará bien.
—No, gracias, sabes que tu alcoholismo me da grima —le digo con toda la tranquilidad de que dispongo.
—Ah, te da grima, grandísimo imbécil — repone con rabia—. Olvidaba que eres un maldito puritano.
—Si no te molesta me gustaría, ya sabes... lo que vine a hacer.

Sin decir nada se arrodilla delante de mí, y con toda la voluntad de su heroísmo le hace frente al gran cíclope, que la embiste con ímpetu inenarrable. De repente, la luz es, y toda la fuerza de su sexo insaciable se vuelca sobre mi conciencia, que en este momento es más blanca y viscosa que nunca. En un fragmento de eternidad congelada se cristaliza en mi mente la totalidad de los sentidos, y vislumbro la verdad que preconizaban los grandes textos sagrados del mundo, filósofos, poetas y uno que otro músico. Recuerdo a Schopenhauer, a Buda, a Cristo, y en un fugaz destello cruzan por mi mente las inmortales enseñanzas del más grande de los maestros del saber: Mauricio Garcés. Me abandono al placer, y, después el placer me abandona... Es un día distinto. Ella se viste apresuradamente y me dirige una mirada de lástima con tintes de descabalada ternura. Sonríe, pero su sonrisa es una mueca grotesca, como cuando llora un mimo, o algo así.

—Ya me voy, tengo cosas que hacer —explica como si tuviera que hacerlo—. Cuando regrese no quiero verte ¿Entendiste?
—Todavía no te pago —observo tímidamente.
—Deja, esta va por cuenta de la casa... y por los viejos tiempos —dice con gesto de alivio.
—Gracias... supongo —respondo humillado y ofendido, recordando a Dostoievski.
—Bueno, ya me voy; no estuvo tan mal pero de todas formas, no se te ocurra volver a buscarme… Es en serio  —enfatiza.

Sin decirle nada la miro, y no puedo dejar de sentir mi famoso vértigo, ni ese dolor de alma que tanto he pensado patentar. Ella llora en silencio y me da la espalda para ocultarme sus lágrimas. Pienso por un momento lo que voy a decir; me es muy difícil hablar. Tomo aire:
—Técnicamente sigues siendo mi esposa —digo casi guturalmente—, así que quiero que vuelvas a mi lado.

Sin dejar de darme la espalda, recoge sus cosas y sale con paso tranquilo y decidido.

Abre la puerta y por un momento se detiene.
—Ojalá que te mueras —dice con tono glacial.

Sale a perderse en el mundo. Sale y se pierde, al mismo tiempo que me pierde para siempre, en todos los sentidos que encierran estas palabras. Me visto sintiéndome aún mareado y confundido. Afuera llueve. Salgo creyéndome un Ulises, dispuesto a regresar al hogar. Por última vez, pienso en ella. Detengo el taxi de rigor, con un gesto aprendido en el cine; es el mismo de la noche anterior. Coincidencias que sólo se dan en los cuentos, o en la realidad.
—Misión cumplida, mi jefe —observa con tono jocoso.
—Misión cumplida —contesto solemnemente.

Y desaparezco en las entrañas de la ciudad.

Esteban Molina, México © 2011

tapiocagogo@msn.com

Para enviar un comentario sobre este cuento pulsar [AQUI]

Para ver lo que los lectores han dicho sobre este cuento pulsar [AQUI]

Otros cuentos del autor en Proyecto Sherezade:

  • El extrañísimo caso de los coconautas
  • Alicia de fideos

    Regresar a la portada