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El falso pescador

Rendido ante R.A. estas líneas te escribo. No recordarás que te conocí en Tulane ya hace tantos años, podría bien haber sido en 1983.

La barca, muy ruidosa por cierto, ya llegaba al muelle. Los pescadores, curtidos por el sol, las manos cubiertas de cicatrices, de mal curadas heridas, sea de anzuelos, de dientes de tiburón, de feas escamas de pescados ya vendidos al pueblo, se tambaleaban al compás de las olas, buscando el ritmo de la tierra. Con ojos medio cerrados, deshaciéndose de la luz y del calor del mediodía, miraban perspicaces a ver si sus tabernas favoritas ya estaban listas para recibirlos. Entre los muchos que desembarcaban estaba un joven de unos dieciséis años, aunque me puedo equivocar en la edad. Sus cabellos eran finos, rubios y sus ojos indagadores lo observaban todo con curiosidad, benevolencia y algo de melancolía. No parecía que buscaba una taberna, sino que quería dejar atrás a sus compatriotas y esconderse bajo la sombra de alguna casa junto al puerto. A lo mejor alguien lo esperaba, aunque los otros pescadores no tenían ni idea; no les interesaba en realidad este joven, algo ignorante sobre las cosas del mar. Parecía demasiado educado para la pesca. Quizás tendría una madre que había sucumbido a la pobreza y que lo había enviado a pescar para quitarse el hambre. Pues estos eran días muy difíciles en la provincia de Oriente en Cuba. No había comida, no había trabajo. Y muchos de los que iban en busca de algo en los ingenios de azúcar pronto se daban cuenta de que cientos más les habían precedido. Era 1958 y todo era un desastre. Los espías y esbirros del régimen buscaban a rebeldes que se escondían en los montes. Era una chusma viciosa y engreída. Fantaseaban que tenían un trabajo muy importante, pero el asno tocaba la flauta con más frecuencia en la que ellos apresaban un verdadero barbudo. Es verdad que a veces capturaban a alguien, pero se trataba de un mero niño que buscaba aventuras o un joven que se desesperaba al ver su familia en la pobreza. No era más que la desesperación que bajaba con manto negro y dorado a cubrir la isla en un funeral que duraría casi siglos.

Pero me extiendo demasiado. Ese joven, de nariz fina, de labios sonrientes, de dedos artísticos y mirada contemplativa se escondía tras el bulto donde llevaba todas sus posesiones. Se notaba que ni en el puerto compartía los ritmos del mar. Su camisa, algo raída por los ratoncitos de la barca, estaba manchada de aceite, aunque a veces brillaba con el sol. Para decir la verdad, lo que brillaba eran las escamas que se habían incrustado en ella, como perlas marinas. Los otros pescadores desembarcaban lentamente, anhelando los placeres del puerto, beber, embriagarse —y tal vez encontrar una mujer de grandes pechos con quien pasar la noche. Nuestro joven no se desesperaba, sino que esperaba pacientemente su destino. Guardaba con mucho cuidado un mensaje en su bolsillo, y una breve explicación de cómo y cuándo llegar a una casucha cerca de la Iglesia de San Fulgencio, pues allí debería de encontrar al destinatario.

Se sentía como un nuevo Cristóbal Colón que acababa de descubrir el sitio. Realmente el puerto de Gibara en el noreste de la isla, con sus casas blancas fulgurando bajo el sol, sus iglesias intentando trepar los refulgentes zafiros de la cúpula celeste y una extensa playa rodeada de un verdor tropical, le parecía algo inefable, como si fuera un nuevo edén y él un santo en éxtasis. Aunque no tan ido como para no poder jugar con cocos, pencas, palmas, caracoles y conchas. Comprendía por qué el Almirante había vomitado esa famosa frase, porque ya no le cabían en sus entrañas. Para el joven, el sitio era igualmente hermoso después de sus muchas pericias y trabajos.

Con un suspiro, intentó deslizarse entre los pescadores y dejar atrás esa barca purgatoria. No sabía exactamente a donde encaminarse, y miraba para aquí y para allá como una oveja marina que se había perdido y buscaba su manada. No veía ningún rasgo geográfico que lo encaminara a su destino y todas las personas a su alrededor le parecían burdas, bellas o peligrosas. Quería sentarse a llorar, pero sabía que no podía y que no tenía un fino pañuelo de lino con que secarse las lágrimas. Suspiró y fue como si un angelito bailarín saliera de sus pulmones y una ráfaga de viento le obligara a mirar a un muelle lejano, tranquilo y muy desierto, lejos de sus ruidosos compañeros. Pero no quiero informar mal a los lectores. El muelle no estaba del todo desierto. Un joven trigueño, de unos quince años, estaba sentado con las patas desnudas estiradas hacia el mar. Su mirada era graciosa pero algo pícara. Escondía un deje de tristeza, de haber visto cosas que no deben verse en un mundo ideal. Y estaba mirando a nuestro joven. No se levantó, sino que hizo un sutil y ligero gesto que llamaba al falso pescador. Y éste, sin saber qué hacer, poco a poco con su saco y camisa roída, con pantalones anchos y arrugados, caminó nada lejos hasta llegar donde estaba el que tan bien sonreía.
—Siéntate conmigo, pareces fatigado de tu viaje.
—Es verdad, pero no tengo mucho tiempo —la realidad es que sí tenía tiempo porque no debía presentarse a la casucha antes que anocheciera, para que las sombras de la noche ocultaran su intrusión en este sitio. Después podría desaparecer entre los breves rayos del crepúsculo.
—Siempre hay tiempo en esta hermosa y maldita isla. ¿Por qué crees que crecen tanto las montañas, los árboles y hasta el majá?
—No lo sé. Vengo de lejos y estoy cansado.
—Se ve muy claro, y también se nota que no eres de aquí.

El falso pescador lo miró algo angustiado, pero el joven sonriente lo calmó poniendo su mano sobre la de su nuevo amigo, ahora sentado a su lado.
– Cálmate, si fuera policía o inspector de aduanas, ya habría dado gritos, ya habría llamado a mis compinches.

Titubeando, el rubio respondió:
—Pero ¿por qué estaría preocupado por la policía? No he hecho nada. Acabo de llegar de un viaje de pesca. Necesito plata y es por eso…
—No sé si necesitas dinero. En realidad, lo dudo. Lo que sí sé es que no eres de aquí, de Gibara. Y ni siquiera de Oriente. Vienes de otras partes y no eres trabajador, ni de la tierra ni del mar.
—¿Qué dices? —preguntó nuestro joven ahora algo nervioso.
—Digo que no eres pescador. Ya he sentido la suavidad de tu mano, tus delgados dedos que no se ocupan de redes ni de pescados. Ya he visto la fineza de tu tez, de tus labios, de tus gestos.
—Es que… es que…
—No me lo tienes que explicar. Aquí estamos tú y yo, solos bajo el cielo de esta villa blanca, tan escondida del mundo para así protegerse. Y tenemos tiempo. Yo tampoco soy de aquí, aunque sí soy de Oriente. He venido de visita con mi familia; tengo una tía aquí, pero ya nos vamos mañana. Pero tú, tu eres un incógnito, un secreto, algo precioso que no pensé encontrar aquí. Eres un regalo del mar.

Algo más tranquilo y sintiéndose alagado en este paraje lejano, el rubio miró al otro como buscando algo, como si quiera penetrar por la ventana que daba entrada a su alma. Vio algo y decidió:
—Te traigo una novela. Muy raída y despaginada. Es de Cervantes.
—Me dicen que debo leerlo. Que encontraré allí la solución.
—Una de tus soluciones. Dicen que da por contada unas historias que nunca contó. Te arroja versiones de la misma cosa como si tu fueras uno de los autores. Pero ahora no. Ahora es para que lo guardes, si es que… si es que no vienes conmigo.
—Ven, te llevo a comer por aquí.
—No, no quiero. No quiero estar con los pescadores y es que me esperan.
—Pues que desesperen. Yo no me voy de aquí sin ti. Eres mi regalo. ¿Qué quieres hacer, en qué te puedo ayudar?
—Tengo que encontrar una dirección —le dijo sin mostrarle el papel.
—Bueno, te ayudaré en eso, pero tú ayúdame primero. Vamos a dar un paseo por el pueblo; vamos a disfrutar de este día, y yo luego te deposito donde quieras ir.
—Bueno, si me lo prometes.
—Te lo prometo. Andando, busquemos unas medianoches, unas coca-colas o si quieres un cafecito, y vayamos a explorar el pueblo —y así fue como Reinaldo recibió como nuevo regalo una sonrisa del joven del mar.

Los dos amigos se divirtieron, caminando por las plazas, retozando por los parques, haciendo falsas devociones en la iglesia. Ahora sí, el del mar se puso muy serio al ver un angelito muy bien labrado y pintado con sus mejillas muy sonrosadas en una esquina de una oscura y fresca capilla.
—¿Es ángel de tu devoción?
—No. Es que me espera al fin de mi aventura.

Reinaldo ya no podía aguantar ni la iglesia ni la capilla. Necesitaba el aire fresco, el calor y el ruido del mundo. Tomó a su marinero de la mano y salieron corriendo. Llevado de una pasión que hacía eco del espacio tropical, Reinaldo le confesó a su nuevo amigo que era un guajiro; que antes de mudarse a Holguín había vivido en un bohío inmenso en el campo con toda su familia, abuelos, madre, y hasta muchas tías abandonadas por sus esposos. Aunque su familia era casi analfabeta (menos su abuelo que leía Bohemia), él sabía leer y escribir y soñaba con vivir en una ciudad de verdad.
—Qué contraste —le decía al pescador, o quizás a sí mismo— la blanca villa en que estamos y el bohío de mis ancestros. Olía tan mal y es que mis parientes orinaban en la misma tierra del inmenso bohío. A veces, como juego, pienso en ese sitio campestre, sitio originario e inmundo como el palacio de las blanquísimas mofetas. ¡Quiero ser escritor! —exclamó como si retase al mundo. Se calmó. Habló calmadamente a su ser divino. Desde siempre quería ser escritor y me leía todo cuanto encontraba. Hasta trataba de imitar esas novelas radiales que hipnotizaban a mi madre y a mia tías con historias de mujeres abandonadas por hombres salvajes y burdos que las dejaban preñadas. Claro que, tras cuatrocientos episodios, ya casi terminada la novela, encuentran su príncipe azul. ¡Hasta ese antiquísimo deus ex machina había llegado a Cuba!

El falso pescador escuchaba con algo de angustia pero con mucha mas agnición cuando el guajiro afirmaba que no le importaba que sus novelas fuesen malas, excesivas y apasionadas como la selva en donde existía. Lo que quería era mostrar el latido de su tierra, de su sierra —los ruidos y danzas estrepitosas de las criaturas de los bosques y de los ríos. Nada de ninfas y faunos. Esta era Cuba con sus propios seres y leyendas. Había visto repetidamente inimaginables criaturas escurriéndose entre las inmensas raíces de los árboles. Él pertenecía a ese mundo y lo transformaría en palabras. Sus novelas serían grandes y enroscadas como un majá; agrestes y elevadas como las sierras; verdes como los viejos verdes; y rojas como la sangre que vertían los santeros. Y si se desviaba hacia lo culto sería porque querría mostrarles a todos que lo podía hacer —claro que cuidando de no alejarse de la algarabía que lo rodeaba.

Su amigo, sorprendido ante tantas confesiones, no sabía qué decir. Y no lo decía. Suspiraba como si ya lo supiera todo. Se escondía más y más en su secreto, aunque disfrutaba de cada palabra pronunciada por Reinaldo. Y este proseguía con sus santas revelaciones. Ya había escrito una novela sobre caníbales. Trataba de indios Caribes que, escondidos en el monte, habían esperado cientos de años para lograr su venganza contra el blanco. Y, por fin, salían de los montes, secuestraban a la gente y se la comían tras ritos horrendos. Pero llegó el día en que el líder, al ver una bella mujer blanca que iba al caldero, se enamoró de ella, suspendió el rito y la venganza.
—¿Qué te parece? —preguntó Reinaldo con exaltada alegría.

No sabiendo bien cómo contestar, el falso marinero respondió:
—Creo que sería una magnífica novela radial. Ya escucho los gritos salvajes de los indios; ya siento el miedo y la agonía de los secuestrados. Creo que tendría una gran audiencia aquí en el campo. Hasta podrías incluir que la mujer blanca de quien se enamora el Caribe quería morir, pues la había abandonado su esposo.

Reinaldo hizo como si fuera a ponderar por un rato esta idea. Claro que iba a aceptarla.
—¡Magnífica idea! Tendré que reescribir unas páginas. Va a ser sensacional.

Ya fuera del pueblo, hacia el final de día, se encontraron con un bello pinar.

—Tenemos que regresar. Me esperan. Y es que luego debo partir. Tengo que dejarte después de dejar el mensaje —pronunció lóbregamente el muchacho del mar.
—Por lo menos dime de dónde eres —amenazó Reinaldo.
—Dicen que soy o seré de Nueva York. Vine porque tenía que dejar un mensaje en un sitio.
—¿Y el mensaje?
—Es para un joven de unos quince años, como tú. ¡Y con tu mismo nombre!

Sonriendo, trazando su faz en el aire, casi como acariciándola, le respondió el apasionado, pero triste guajiro:
—No puede ser para mí, no vivo aquí. Una lástima —y diciendo esto, le insinuó a su nuevo amigo que se sentara, que se recostara junto a un pequeño pino. El pescador sonrió beatíficamente como nuevo serafín, acurrucándose y deslizándose para hacerse tierra y madera. Reinaldo se le acercó lentamente, como cazador deleitándose en su presa, saboreando su belleza. El pescador seguía sonriendo y tenía los ojos cerrados disfrutando del momento, del árbol, del amigo. Reinaldo llegó justo ante el muchacho e inclinando la cabeza, respiró el salitre del mar en su tez y en su piel. Se aproximó aún más a este peregrino, intimando la más fragante rosa en su boca. Hasta lo adoró como si fuera un ángel. Hasta lo envolvió en sus brazos como si fuera el garzón de Ida. Resistiendo un profundo impulso, enmudeciendo ante una plegaria al ángel, descartando como vulgar designio un deseo de imposible, le dijo cruelmente al oído:
—Déjame ver el mensaje…

De un bolsillo casi invisible, saca el seráfico pescador algo y lo deposita en manos del futuro escritor.
—Aquí, está, aquí lo tienes.

Abriendo el papel como si fuera una sagrada reliquia, un antiguo manuscrito, lo mira, lo vuelve a mirar; era como si estuviera embelesado. Con un inmenso suspiro, piensa, imagina lo imposible, lo que nunca haría —que a lo mejor su amigo y él podrían fugarse ya a Nueva York, a sufrir un destierro sin consecuencias.

En vez, se esforzó a leer cada palabra, una por una, como si fueran escenas en un vía crucis. Palideció. Leyó algo más. Quiso asirse de su amigo, pero solo encontraba una rama del pinar. Con mirada fija, como observando su propio entierro, intuyó una leve brisa que se esfumaba en un infinito horizonte. Algo arremetía contra él como furioso jabalí. No podía moverse. Alguna que otra lagrima le salpicaba la cara mientras se escuchaba el primer estallido de una tormenta. ¿Era esa ráfaga rastro de la desaparición de su compañero? ¿Debía seguirla? Era demasiado tarde. Era algo imposible. Le esperaba su novela, su vida, y las terribles palabras del papel.

Frederick A. de Armas, Estados Unidos, Cuba © 2022

fdearmas@uchicago.edu

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