Ana es tan niña a veces. Intenta andar de veras con los ojos cerrados. Pero una piedra se encuentra con su pie descalzo. La joven cae, rueda y se detiene a la orilla de la barranca. Grita. Alcanza a ver cómo se desparraman los duraznos en el aire, cómo van a dar al fondo del vacío. El vértigo. Contiene la respiración, le duele el niño que trae en las entrañas. Luego todo es negro.
Al día siguiente, Hortensia le sonríe meciendo al crío en su rebozo. Ana, con voz pastosa: Joaquín, se va a llamar Joaquín.
Ana se siente vieja. Cuatro niños y veinte años.
Y esto que no tiene explicación. Joaquín creciendo fuerte, sano, moreno. Cinco años de edad y cuando se le llama por su nombre no responde, y cuando se le pregunta algo enseña los dientes, se ríe, parece tonto y echa la cabeza hacia atrás como si preguntara ¿qué? ¿qué?
Ana sabe lo que pasa, pero todavía espera a que el niño crezca otro poco, a lo mejor después habla, a lo mejor después oye, a lo mejor no es como Sara.
Recuerda el momento en que supo. Fue una tarde, mientras desgranaba elotes para juntar el maíz en una cubeta y mandar a Sara al molino. La niña esperaba paciente a que su madre dejara las mazorcas para tirárselas a los marranos.
Sara hizo una seña, así se comunicaba ella, para que Joaquín la ayudara. Y entonces Ana vio cómo se entendían, vio que se decían cosas, que gesticulaban, dibujaban en el aire, resoplaban. Dejó el maíz para observarlos. Joaquín reía mientras Sara simulaba que la mazorca era un cigarro, aspiraba y exhalaba el humo. Los dos reían fuerte, groseros, desinteresados del mundo.
Ana pensó que el accidente tenía la culpa, aquella caída, el susto de Joaquín, por el que nació con los oídos y la garganta cerrados.
Los dos niños la veían extrañados porque en su cara había una especie de sombra o como si de pronto fuera de piedra. Ella los miró, tan morenos que parecían de barro, con los cabellos tiesos, piojosos. Y descalzos, con las mismas ropas siempre. Ana quiso entrar en su silencio. Sara y Joaquín le parecían mejores que sus otros hijos: nunca le harían preguntas que ella no supiera contestar. Se limpió la cara y tomó una de las mazorcas para fingir que fumaba.
Socorro Venegas, México © 1998
Socorro Venegas nació en 1972 en San Luis Potosí, México. Comenzó a escribir una novela a los 16 años, actividad que la distrajo enormemente y tuvo sus consecuencias en que la reprobaran en matemáticas tres semestres contínuos. Parece que ese fue su primer estigma literario. Estudió la licenciatura en Comunicación Social en la Universidad Autónoma Metropolitana, es autora de la plaqueta de cuentos Habitación y realizó la compilación de la antología Palabras pendientes, poesía y narrativa joven de Morelos. De 1995 a 1996 fue becaria del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes en el género de cuento, durante ese año escribió los textos que acaban de publicarse en su primer libro: La risa de las azucenas (Fondo Editorial Tierra Adentro, 1997). Está incluida en la antología Cuentistas de Tierra Adentro III (Fondo Editorial Tierra Adentro, 1997) y en la antología dark Apocalipsis (TIMES Editores, 1998). Actualmente es becaria del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes en el género de novela.
Reseña de José Luis Martín sobre la obra de Socorro Venegas:
"Los hijos de Ana" es parte de La risa de las azucenas, una extraordinaria colección de cuentos publicada recientemente. Esta primera entrega en prensa del talento literario de Socorro Venegas sorprende por la gran cantidad y diversidad de las historias que incluye, las cuales mantienen siempre un tono uniforme y una meticulosa elaboración, a pesar de su diversidad de técnicas y perspectivas. "Los hijos de Ana" es sin duda mi favorito, quizá porque es uno de los pocos momentos de paz que uno encuentra en este libro tan devastador, me refiero a la madre fumando la mazorca con sus niños, los tres capaces de comunicarse a pesar de todo.
Que el libro está bien escrito se nota especialmente en que uno tiene que leerlo a ratos, poco a poco, para no deprimirse mucho, porque es fácil dejarse afectar por las historias.
Como indica R. Garibay en la reseña incluida en la contraportada, el libro "tiene idioma"; apunté algunas de mis frases e imagenes favoritas, y me resultó mucho mas fácil encontrar frases que imágenes:
"[Los coches] atraviesan la distancia con tanta certeza que yo, Armand, he decretado la muerte del azar"
"Esa conciencia, de repente, de la inutilidad de las palabras"
"En verdad, André, ¿para qué esa necesidad de andar en las montañas?"
Las imágenes positivas, que dejan una impresión duradera en el lector, no abundan tanto, aunque algunas son intensas: la madre fumando su mazorca; la niña lanzando su campana hacia el policía que la salvará de su secuestro; la niña conduciendo el tractor por encima de la cerca, en ansias de liberarse del destino aciago de sus padres...
Parece que los personajes están todos atrapados en el pensamiento y que, por el contrario, la más simple acción puede liberarlos.
Sería difícil determinar cuál es el "tema central" del libro, pasé de creer que era "la incomunicación" a decidirme por "el abandono" (el abandonar o el ser abandonado). Por eso no sé hasta qué punto es cierto lo que dice Garibay sobre "el sentimiento tragico de la vida" en este libro. Veo desesperación, pero también culpa o resentimiento, y por tanto certeza de que las cosas podían haber sido de otro modo; algunos personajes parecen escaparse del pasado, o hacer intentos notables para lograrlo, como la niña del tractor. En fin, veo un poquito de luz en el túnel, aunque los personajes están generalmente mirando hacia atrás y no pueden verla.
Ojalá que la encuentren, y ojalá que la prometida novela de Socorro Venegas nos llegue pronto para seguir disfrutando de su escritura.
(José Luis Martín, 31 de mayo de 1998)
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