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Pertenencias

Ahí se contiene todo. La soledad, el aullido de un perro que se hunde en la arena, la blanca mole de recuerdos cristalizados, el viento, sus astillas, el anciano que acaba por regir cada acto de nuestra vida. El corazón sin su avidez. El acero puro del desamparo.

Me volví hacia Pablo: ¿También quieres que me lo lleve?, pregunté apretando contra mi pecho la vieja reproducción de una pintura de Goya. Dijo que sí. Añadió con cinismo: ¿Quién no es o ha sido un perro semihundido? Asentí. Quién.

No espero ninguna cortesía de nadie. No espero amabilidades del mundo. Y creo que no tengo que disculparme por eso. Voy sembrando mis hechos sin intención, sin interés, como si viviera para alguien ajeno. De noche, a menudo hago un recuento veloz de cosas sucedidas durante el día: un monólogo, una retahíla, ¿para quién?

De un segundo a otro, una mañana, Él murió. Cuando pude moverme, cuando pude actuar, en esos días de duelo, puse el anuncio. Pablo me llamó para preguntar acerca del aviso en una revista de Compro y Vendo: "Cambio todos los muebles, enseres y accesorios de mi casa por otros". Así lo conocí. Fue el único que habló. Pronto estuvimos frente a frente, muy serios y concentrados. Ninguno quiso saber por qué cada uno canjearía sus cosas por otras. Quizá para no mirarnos a los ojos comenzamos a escribir mientras hablábamos; listas y descripciones de mobiliarios que dolían en el aire, en cada hueso, en la piel. Era bueno alejarme de mis pertenencias.

Primero fui yo a su departamento, blanco y pequeño. Corroboramos el listado, calculamos y de una vez me dio la licuadora, un tostador y los utensilios de cocina, puso todo en una caja y afirmó aliviado: No los uso, siempre como en la calle.

Pablo tenía muchos juguetes, casi nuevos, en uno de los dos cuartos. Una cama chica, también. Me advirtió, como si impusiera una cláusula: Debes llevártelos. Me encogí de hombros. Él salió del cuarto, pálido, mientras yo deslizaba los dedos sobre las teclas de un pianito.

El trato era éste: cada quien empacaría y arreglaría la mudanza del otro. Así evadíamos la voraz memoria de los objetos.

A veces tengo sueños. Mi muerto me visita.

Se ha ido, pienso cada mañana con asombro, al abrir los ojos y ver el blanco del techo. Minutos después, en blanco aún, confirmo: se ha ido. Y ya no es un estilete abriendo zanjas sin fondo en mi corazón. Ha pasado. Llega la urgencia de decir: he cambiado. Rogar por que así sea. He aquí el nuevo orden de la vida: él ha muerto/yo he cambiado. Pero, porque la transformación se impuso, abrupta, cambiar duele. Era innecesario convertirme en esta afanosa solitaria.

No hago preguntas. Lo rechazo.

Pablo fingía interesarse en mi televisor, contar los discos compactos, encendía y apagaba el estéreo como hipnotizado por la luz roja del interruptor. Le importaba lo mismo que a mí un Sony o un Hitachi. Le extendí la garantía de la videocasetera, aún vigente. Simuló leerla, y a bocajarro dijo: Pareces de 35, ¿tienes 35? No. Tengo 28. Ah, dijo desenfadado, también envejecí de golpe. Me calculan al menos 40 y acabo de cumplir 32. Vi las canas en sus sienes. Siguió contemplando aparatos electrónicos, jugando con interruptores a lo largo y ancho de mi casa.

Fui al espejo, con la curiosidad de alguien que espía a su vecino.

A veces despierto y no abro los ojos, pido con todas mis fuerzas: ¿podrías volver? Me opongo a la tumba. A sus deudos. A un epitafio.

Con su muerte me sucedió algo singular: los que venían a darme consuelo me confesaban secretos. ¿Veían en mí una coladera muy ancha, por la que también sus penas podrían irse? Dejaba de llorar, azorada con los misterios que guardaban, ¡era gente a la que creía conocer!: adulterios, suicidios frustrados, alguien me confesó que le había desconectado el oxígeno a su abuelo para que ya no sufriera: alégrate, tu marido no se degradó en una cama de hospital, agradece que se fue rápido, considera que. Me dejaban exhausta.

Mañana viene Pablo a empacar.

Primero quise que desmantelara el clóset. Pero esto..., se interrumpió e hizo un ademán desesperado al ver la ropa, los zapatos. Se volvió hacia mí con pesar. Le dije que era como con los juguetes, tenía que llevarse todo. Suspiró y comenzó a descolgar camisas, pantalones, ¡el esmokin! Pablo se colocó frente al espejo y se sobrepuso el saco: le quedaba muy grande; reímos. Decidí dejar que trabajara solo y salí de mi casa. Fui a vagar por ahí, entré en el cine y vi tres películas seguidas. Con los ojos entornados pasé de una sala a otra, despacio.

No dejaba de pensar en cada cosa que Pablo estaría tocando... ¿los objetos no lo rechazarían, absoluto desconocido? Y cuando yo tomara lo suyo, ¿se quebrarían en mis manos los juguetes? Uno puede morir de desesperación si piensa en cómo un sillón sobrevive a un ser amado. Y ni hablar de cuchillos, cucharas y tenedores, no tienen límite.

Cuando regresé a casa, el camión de mudanzas iniciaba su último viaje y Pablo estaba esperándome. Al día siguiente me traerían sus cosas, mientras tanto yo usaría esa noche una bolsa de dormir. Nos despedimos con mucha cortesía, sin mirarnos a la cara. Extremadamente delicados y atentos, sabíamos que lo único que teníamos para cuidar era nuestra fragilidad.

¿Podría, en verdad, decirse que alguien ha partido pronto? ¿Quién puede decir cuándo es hora?

Sin Pablo, llegaron puntualmente a mi casa sus muebles. Saqué la reproducción del Perro semihundido. La colgué en la pared, arriba de mi cabecera. En silencio escurre el desierto sobre mí. En silencio nos sumergimos. Solos.

El último día que vi a Pablo fue un domingo invernal, en la entrada del cine. Oí mi nombre y me volví buscando de dónde venía esa apacible voz. Y supe qué contenían mis ojos al ver los de él. Sucedió en unos segundos, no logramos evitarnos, fue como quedar desnudos, con nuestro miedo y nuestro frío entre la gente. Por primera vez en muchísimo tiempo un abrazo no me suscitaba la idea de la muerte. El abrazo de Pablo no era de pésame. No me obligaba a decir "gracias". En ese ademán quisimos detener el hundimiento de la criatura funesta en que nos habíamos convertido. Sin valor, sin compasión. Acaso para saldar, de una vez, el intercambio de utilería que pactamos.

Socorro Venegas, México © 2002

unanube@hotmail.com

Socorro Venegas. Escritora mexicana nacida en 1972. Es autora de los libros de cuentos Habitación (1995), La risa de las azucenas (1997) y La muerte más blanca (2000). Está por publicarse su libro de cuentos Todas las islas, con el que obtuvo el VI Premio Nacional de Poesía y Cuento "Benemérito de América" 2002. Algunos de sus textos están publicados en la revista electrónica Ficticia (www.ficticia.com). Es becaria del Centro Mexicano de Escritores.

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