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In memoriam

–Pase, por favor. El licenciado lo espera.
–Gracias por su amabilidad.
–No hay por qué agradecerme –sonrió la dama con las facciones de una muñeca de porcelana china–. El licenciado ha dicho que su puerta no solo le está abierta, sino que usted está en su propio despacho.

La dama lucía un traje de corte masculino, que acogía su cuerpo sin hacer un pliegue. Parada al lado de la puerta, sin parpadear, su sonrisa llenó de confianza al joven abogado. La mujer lucía la figura de una torera imaginaria, cada postura y ademán estaban coreografiados hasta la perfección. En ocasiones, su pose se combinaba con un conjuro que congelaba a los convidados.

El joven pisó con firmeza la antesala del despacho, lanzó una mirada al ventanal que tapaban las ramas de un roble desde el exterior, giró a la derecha y vio al licenciado desparramado sobre su escritorio. Las piernas del joven abogado flaquearon, se detuvieron sus pasos y respiración. La cara sonrojada del licenciado estaba bañada de sudor, la corbata deshecha, con una copa de cristal en la mano.
–Acércate, joven, acércate –sonrió el licenciado–. La juventud necesita acercarse a la vejez para conocer el clima que reina en la corte del señor juez –en un parpadeo, el licenciado captó la estupefacción del joven que ocasionó su apariencia de borrachín y quiso borrarla con un toque de jovialidad. –A sus órdenes, licenciado –los pies del joven se desprendieron de la inmovilidad y lo llevaron hasta una de las sillas colocadas en torno al escritorio. Sintió el aroma del tabaco cubano y se acordó de su padre. Aquel olor habanero se había vuelto el testimonio de la presencia paterna que permanecía en la casa durante las largas horas de su ausencia. Por la noche, el abogado, de niño, se percataba de la llegada de uno por el aroma del otro. Su padre se le acercaba al filo de la medianoche para darle un beso con aroma a tabaco.
–Mírate, tu padre estaría orgulloso con solo verte –comentó el licenciado colocando su copa en el escritorio–. Un día, hace… hace un cuarto de siglo más o menos, me dijo “hago esto para que mis hijos tengan una visión más despejada de la vida” –y la sonrisa del licenciado se desdibujó.
–Gracias, licenciado. Después de la muerte de mi padre, cada año, en la mesa de Navidad, nos acordamos de usted en nuestras oraciones de gracias.
–¿De veras? –y el licenciado quedó absorto por la cara del joven.
–Claro que sí, licenciado. En una ocasión, nuestra madre dijo que papá tenía razón de confiar en usted –se hizo silencio y el licenciado apuró un trago de su bebida.
–Bueno, lo que no te dijo tu señora madre –la voz del licenciado recobró un tono de alegría– es que tu padre me hizo firmar un montón de papeles que debo tener por allá –e hizo un gesto hacia los estantes–. Me obligan a repartir las ganancias fifty-fifty, estar sujeto a cualquier revisión de cuentas, velar y comprobar…
–Sí, licenciado, pero nosotros sabemos que esos papeles no valen un bledo. No prueban ni comprueban nada, están sujetos a interpretaciones humanas y situaciones imprevistas.
–Mucho cuidado con lo que dice, colega. Los documentos firmados y apropiadamente sellados son garantes de la civilización, así lo dijo algún orador romano –y los hombres intercambiaron sonrisas–. ¿Cómo te ha ido en tu luna de miel? –averiguó el licenciado recargándose contra el respaldo del sillón.
–Todo salió muy bien. Gracias, licenciado. Mi esposa le manda muchos saludos –la mirada del licenciado divagó, traicionando su costumbre de abstraerse de las conversaciones mundanas. De todos modos, hacía un esfuerzo por seguir el hilo de las palabrerías y así conservar unida la tejedura de sus relaciones públicas.
–¿Has notado que la gente te mira de reojo cuando entras en una sala, pero te saludan con extrema amabilidad cuando te acercas? –averiguó el licenciado enfocándose de nuevo en la cara del joven.
–¿Cómo lo sabe?
–Vaya –el comentario resultó absorto por una risotada del licenciado–. ¿Ves todo este peso que llevo encima? –y el licenciado dio una palmada a su panza que dejó abierto su saco.

El joven quedó mudo ante el comportamiento de su mentor. Quiso hacer un comentario amable, pero las palabras quedaron trabadas en su sorpresa.
–Es mi armadura, joven. Los años pasados en la preparación de los casos, esperas de decisiones caprichosas y luchas de todo tipo y en todo terreno, me han dotado de esta armadura. Ella me resguarda de los ataques y me provee con el espacio en el que puedo rumiar mis contraataques. Hay que ser previsor cuando uno mora en el pantano del cocodrilo mayor. ¿Captas?
–Sí, licenciado.
–¿Sabes que Napoleón ha planeado más caminos de retirada que de ataque para cada batalla? Por eso logró lo que logró. Hay que saber replegarse para arremeter en el momento propicio. ¿Entiendes? lLa mano del licenciado apretó la copa y sus dedos gordinflones quedaron exangües.
–Claro, licenciado –y el joven anticipó el estallido del vaso en la mano del licenciado que no se produjo.
–¿Entonces, te miran feo, de lejos? –con indolencia, el licenciado dejó que su cabeza se inclinara sobre el escritorio y quedó inmóvil, como si durmiera. De improviso, alzó su mirada torva para estrellarla contra la cara del joven. Este no supo si debía reírse o resguardarse ante tales comportamientos del licenciado–. Muy bien, joven –dedujo el licenciado sin esperar la respuesta–. Así debe ser. Si empiezan a sonreírte de lejos y darte palmadas en el hombro, serán signos de tu caída en la mediocridad por el camino de la familiaridad. Por ahora, vas bien, sigue los paradigmas de la profesión. La envidia y la malquerencia los mantienen a raya, pero solo temporalmente. Hay que vigilarlos sin que lo sepan y, cuando sea necesario, apretar las riendas y sentir el golpe del freno contra sus dientes –el licenciado apretó el puño, flexionó el brazo y estiró la cabeza hacia atrás, imitando a un jinete que repara a su caballo–. ¿Entiendes?
–Sí, licenciado. No se preocupe, me cuido.
–No te cuides, que ellos se cuiden de ti –comentó el licenciado, levantó su copa y dejó caer una pregunta con desinterés afectado–. ¿Has notado las miradas de alguien desde que regresaste?
–Pues, tal vez, de ese nuevo abogado que el primer día se estacionó en el lugar de un socio.
–Ah, bueno. También escuché que tú fuiste a uno de sus juicios para observarlo desde el fondo del auditorio, ¿ah? Ya aprendiste a vigilar de lejos. La observación y la meditación se realizan por medio de la distancia.
–Voy a muchas sesiones, licenciado. Precisamente, para familiarizarme con diferentes métodos y complejidades de nuestra profesión.
–Familiarizarte con las complejidades de nuestra profesión –repitió con lentitud el licenciado–. Las verás de sobra en tu vida y más fuera que dentro de las cortes. ¿Cómo te pareció la maniobra de nuestro abogado adjunto, el caballero del sur?

El joven se removió en el sillón. Se volteó a un lado como si buscara algún acta que apoyara su intervención y con un ligero carraspeo aflojó su lengua.
–A decirle la verdad, licenciado, su desempeño me pareció muy mediocre y me pregunté cuáles eran los motivos por los que lo habíamos contratado cuando contábamos con tantas opciones de mucho más calado. Un montón de abogados darían un brazo para que sus nombres aparezcan en nuestra nómina.
–Vaya, vaya. ¿No será el inicio de un duelo entre dos jóvenes juristas?
–De ninguna manera, licenciado. Se lo aseguro. Es que tenemos a juristas de pura cepa en nuestra compañía y nunca pondré en tela de juicio sus actuaciones, aunque me hagan sombra con sus laureles. Es una cuestión de evaluación objetiva, después de observarlo con cuidado, él se ha adjudicado…
–Bueno, ven acá –el licenciado se levantó, atravesó su despacho con pesadez y se dejó caer en un sofá bajo la pintura de algún oficial a caballo. El joven se sentó al lado indicado por el licenciado y dejó que su mirada deambulara por los diseños de la alfombra–.Tú entraste en la compañía de buenas a primeras, ocupando la silla que tu padre calentó para ti –comentó el licenciado con tranquilidad–. ¿Correcto? –el joven asintió–. Bueno, eso fue planeado desde que iniciaste tus estudios de derecho. Lo deseó tu padre, lo sostuvo tu madre y aquí estás. Algunos socios, que han sido parte de nuestra casa desde su inicio, también merecen contar con un sucesor, aunque no tengan hijos, ¿no te parece?
–Sí, licenciado. Lo entiendo. Está bien, ¿pero no pudo encontrar a alguien de mayor peso? Sabemos que la prosperidad de nuestra compañía depende de la calidad de nuestros abogados.
–Mira, en una cierta edad, uno ya no quiere pelear. Necesita más bien a alguien para apoyarlo, apapacharlo, ¿entiendes? Y suele suceder, por alguna razón, que los mejores no son apapachadores sino revoltosos cuestionadores. Tú sabes quién recomendó al comité de selección a ese joven jurista, ¿verdad? –el joven asintió–. Bueno, después de tantos años de fieles servicios prestados a nuestra compañía, y quiero que sepas que él defendió con capa y espada cada paso de tu padre, también él merece tener a alguien a su lado durante sus últimos años. Además, es una satisfacción profesional saber que alguien que ha sido fiel y obsequioso con uno se transforme en su legado.
–Lo tengo entendido, licenciado. Está bien. Por medio de las luchas ganadas gracias al esfuerzo colaborativo, se desarrolla la libido que llega a estrechar las relaciones interpersonales. Creo que lo dijo aquel psicoanalista de tierras altas.
–Pues, tú y tu psicoanalista están equivocados, joven. El poder y el ascenso jerárquico no desarrollan ni intensifican los impulsos libidinales como algunas personas ingenuas podrían pensarlo. Se trata más bien de la liberación de los impulsos naturales. Se desbaratan las prohibiciones o –el licenciado se quedó pensando un instante– se desgarra la camisa de fuerza en la que la sociedad hipócrita lo ha embutido. Por un momento, la persona se siente suficientemente fuerte para acallar a los perros y reducirlos al estado de sumisión. Cuando eso ocurre, afloran los instintos que estaban reprimidos. El victorioso buco se vuelve dominante, déspota, el que impone con autoridad. En otros términos, los impulsos reprimidos se rebelan y exigen su parte del botín. Tú también pasarás por esa etapa en su momento.
–Válgame, licenciado. No sabía que usted había estudiado la psicología. No es por nada que mi madre me había dicho que no parpadee en su presencia para no dejar que pase por alto alguna de sus moralejas.
–Pues, si quieres estudiar alguna perspectiva diferente, asume la de la oveja, pero trata de no transformarte en una –el licenciado dio una palmada al hombro del joven y un hormigueo recorrió su espalda. La mano del licenciado lleva corriente, pensó el joven–. Durante años, tu padre y yo comíamos y dormíamos acá –retomó el licenciado–, enjaulados en nuestra torre de expedientes, enloquecidos por los estatutos y testimonios. Allá abajo –el licenciado apuntó con el dedo hacia el primer piso–, tu madre solo entregaba a tu padre una canasta con provisiones. Me acuerdo de sus deliciosos sándwiches de jamón con queso, salsa y verduras. Por cierto, ¿tu señora madre te habrá dicho por qué nunca se había adentrado en nuestra torre? –el licenciado hizo un ademán con la mano como si enjugara el mentón o tratase de aprehender la pregunta que acababa de escaparle.
–Desde siempre, mi madre consideraba que la jurisprudencia y sus modalidades eran un asunto de hombres.
–O de las bestias que practican la autoinmolación sin percatarse de ello –gruñó el licenciado–. ¿Y tú, qué quieres hacer con tu vida?
–Quiero seguir los pasos de mi padre, independientemente del sentido en que me lleven. Estoy presto a adoptar cualquier método y pagar cualquier precio que sean requeridos –la espalda del joven se enderezó y su voz recobró el timbre de confianza.
–Bien, me da gusto escucharte decirlo. Desde que eras niño y seguías a tu padre por estos pasillos con tu mirada de explorador, sabía que ibas a morder el anzuelo. Este pica, pero satisface. Cómo han pasado los años... –y el licenciado negó con la cabeza aplastando su papada contra el pecho.
–Gracias por su tiempo y su confianza, licenciado –el joven iba levantándose cuando sintió sobre su hombro la mano del licenciado, que le ayudó a retomar el asiento.
–Retomando tu tema de las complejidades de la jurisprudencia, vamos a cambiar de estrategia en el caso que les encargué. Es menester dar de baja al primer testigo de la audiencia principal.
–¿Cómo?
–Tal y como acabo de decírtelo, es necesario darle de baja –reiteró el licenciado–. Es un gran caso, demasiado pesado, el leviatán se removió en la oscuridad. Tal vez no debía haberte involucrado aún en algo parecido. De la noche a la mañana, el asunto resurgió en la primera plana y embarró a nuestros amigos –la mirada del licenciado rebotó contra la cara enrojecida del joven y prosiguió sin efectuar una pausa–. Tenemos que llevarlo a cabo sin perder el control. Ya no contamos con ninguna red de seguridad.
–Licenciado, la gente ha sido intoxicada –el joven jurista clavó los dedos en sus propios muslos–. Niños y adultos han muerto. Pudo haber sido prevenido, lo sabían, ya lo comprobamos. Tenemos un compromiso insoslayable con las víctimas y sus familias. Son nuestros clientes. ¿Vamos a dejarnos vencer ahora que contamos con la evidencia y los testigos?

El licenciado lamió su labio inferior mientras miraba al joven como un gato presto para saltar, a pesar de su corporalidad que lo mantenía anclado en el cojín del sofá.
–La próxima vez que pienses utilizar en mi presencia el término “dejarnos vencer”, piénsalo dos veces –el licenciado habló despacio, le costaba trabajo desprender las palabras de sus cuerdas vocales.
–De ninguna manera, no quise decirlo así. No…
–Por supuesto que no quisiste decirlo –lo interrumpió el licenciado–. Decirlo sería una herejía. Perder un caso como este sería una ruina para nosotros. Nos someteríamos al escarnio de la prensa, la sociedad, otras compañías... Por supuesto que no. Ganaremos, cabezas volarán, habrá una indemnización justa para nuestros clientes, pero sin ese testigo. Sé que has trabajado duro para conseguirlo, pero se ha vuelto un lastre y tenemos que maniobrar con ligereza.
–Licenciado, si me lo permite... Sin él, el mero titiritero permanecerá exento de toda culpa. Acaso se vería como un mal administrador, desentendido de sus actividades y la salud pública. No podemos...

Las miradas de los abogados se cruzaron. El joven notó una mancha roja en la esquina del ojo izquierdo del licenciado, que cundió hasta el iris. El ojo pulsaba tecleando un mensaje en código morse que el joven abogado descifró correctamente.
–Está bien, licenciado. ¿Quiere que informe al testigo de su decisión?
–¿De quién fue la decisión? –preguntó el licenciado y el joven sintió el escozor del ojo que lo observaba.
–De mi decisión, licenciado. Le informaré de mi decisión.
–No. Tú permanecerás sentado, escucharás y aprenderás –el licenciado lamió de nuevo su labio y retomó el hilo de la conversación con una voz pausada–. Mañana saldrá un artículo en el periódico sobre una actividad indecorosa de nuestro testigo durante su servicio militar y el encargado de tu grupo lo llamará desde tu oficina para poner de manifiesto el daño que ha ocasionado a nuestra causa y lo despedirá. ¿Entendiste?
–Sí, licenciado.
–Muy bien. Tu padre estaría orgulloso de ti. Hiciste un buen trabajo a lo largo de estos dos años, superaste las estacadas de nuestros contrarios –la sonrisa del licenciado descubrió sus dientes desgastados.
–¿Mi padre estaría orgulloso de mí?

El licenciado lanzó una mirada a la cara del joven como si allí quisiera leer la pregunta que este acababa de pronunciar. La pregunta le pareció tan infantil que por un momento se desorientó. Miró a su aprendiz y el sudor de su frente le hizo cosquillas.
–¿Sabes qué se ha necesitado para levantar esta compañía? –el licenciado dio seguimiento a su cuestionario sin dar tiempo para una respuesta–. ¿Sabes cómo viven los abogados que salen de la universidad con las mejores calificaciones y empiezan a buscar trabajo? Si después de una docena de años se les da la oportunidad de destacar una placa con su nombre en alguna puerta, al final de cada mes, tienen que pensar bien si primero deben pagar el alquiler o comprar nuevos zapatos para sus hijos –el licenciado jadeaba y la mancha roja se reprodujo en su ojo derecho.
–Discúlpeme, licenciado. No quise cuestionar de ningún modo su trabajo, solo que al mencionar a mi padre...
–¿Te has preguntado por qué tu padre me cedió la dirección de la compañía?
–No.
–Para asumir personalmente unas complejidades de nuestra profesión y permitir que la compañía superara la prueba. Así, esta institución siguió dándonos de comer a todos. Gracias a ella, muchos de nosotros preservamos la ilusión de no haber fracasado en la vida.
–Sí, licenciado –la mirada del joven huyó por la alfombra, pero su cara permaneció expuesta al ardor del sermón.
–¿Les ha faltado algo a tus hermanas y a ti? ¿Pudieron estudiar en el extranjero? ¿Recibieron sus apartamentos al graduarse?
–Nada nos ha faltado, licenciado. Muchas gracias. Se lo agradecemos de todo corazón.
–Muy bien. ¡Caso cerrado! Ahora bien, dime qué va a cocinar tu esposa para la cena de Navidad.
–Vamos a cenar en la casa de mamá. Creo que servirá un puerco rostizado con canelones y ensalada veinticuatro horas.
–¿No va a ser un pavo con puré de papas? Hace veinte años y cacho, tus padres me invitaron a la cena de Navidad y tu señora madre nos sirvió pavo con puré de papas.
–Creo que el menú cambió, licenciado –el joven sonrió con dificultad.
–Ojalá que este año su señora madre se acuerde de aquella cena y les platique de aquellos tiempos. Yo no he olvidado ningún detalle. Los tengo resguardados –dio un manotazo a su barriga– bajo la armadura.

El viejo y el joven se levantaron y se dieron un abrazo. Apretándolo contra su panza, el licenciado le susurró.
–Quiero ser el primero en felicitarte la Navidad y decirte que tu padre ha querido que un día tú estuvieras al mando de esta compañía. Y yo te enseñaré cómo atar cabos sueltos.

Pol Popovic Karic, Serbia, México © 2024

pol.popovic@tec.mx

Pol Popovic Karic nació en Belgrado, ex Yugoslavia. Vivió en Marruecos, Estados Unidos y ahora radica en Monterrey, México. Es profesor investigador en el Tecnológico de Monterrey, Campus Monterrey, miembro del Sistema Nacional de Investigadores e integrante de la Academia Mexicana de Ciencias. Ha escrito artículos académicos, libros y cuentos en serbio, francés, inglés y español. Sus autores favoritos de la lengua española son Juan Rulfo, Rosario Castellanos y Gabriel García Márquez.

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